miércoles, 21 de noviembre de 2018

Conductores de Domingo


Un regreso a casa en las postrimerías del domingo era una de las cosas a las que Miguel Ángel Varela tenía un enconado odio. Como no podía echar la culpa cabalmente a nadie por un fin de semana que moría, solía optar por prorratear cuidadosamente su odio entre cualquier persona que entrara en un radio de acción de un par de metros alrededor.

Al volante de su automóvil, un Seat León metalizado que había visto tiempos mejores, fue contemplando la melancólica metamorfosis cromática del horizonte; del anaranjado claro al azul pálido y perlado. En su pésimo estado del humor influía la poca simpatía que sentía por el hábito de conducir, quehacer que consideraba rutinario, pesado y peligroso.


Los accesos de entrada a Madrid, por fortuna, eran razonablemente fluidos y permitían una velocidad ligeramente moderada pero continua y cómoda. Ni en el ánimo, ni en la costumbre de Miguel Ángel estaba la idea de correr a altas velocidades; era un conductor con abono y reserva al carril derecho, como buscando serenidad a base de evitar maniobras aceleradoras.  En aquel fin de semana, sin presentirlo, ni sospecharlo, un elemento extraño se estaba introduciendo en el paisaje.

En frente de él, a no muchos metros de distancia, rodaba un coche de color marrón y marca y diseño desconocido. Si bien Miguel Ángel no era un gran conocedor del mundo del automóvil, le pareció que lo que le precedía era una máquina inédita, una aparición recién caída a la tierra. Era un coche alargado, de techo algo más bajo de lo habitual y poseedor de un brillo desconcertante; parecía que ninguna partícula era capaz de rozar ni ensuciar la bruñida chapa.

Aunque era ahora cuando se daba cuenta, le empezaba a invadir la sensación de que el automóvil marrón que le precedía, lo estaba haciendo desde hace bastante rato. Para más inri, los cristales eran tintados, completamente oscuros, y no dejaban traslucir absolutamente nada del interior. Miguel Ángel trató de sacudirse la extrañeza aumentando de velocidad para iniciar una maniobra de adelantamiento, algo poco habitual en él, que disipara la inquietud provocada por el coche marrón.

Sin embargo, su aceleración fue proporcional a la activada por su inquietante predecesor en la marcha, de modo que el intento de adelantamiento fue abortado al momento. “¿Ha impedido mi adelantamiento a propósito”? Todo apuntaba a una clara intencionalidad, el vehículo marrón iba tranquilamente delante de él, a velocidad constante, hasta que Miguel Ángel tuvo la idea de adelantar. El hecho de que hubiese tratado de impedir el adelantamiento añadía un ominoso plus de inquietud a lo que ya era una especie de fantasmagoría con ruedas.

En medio del repentino miedo, Miguel Ángel advirtió otro detalle levemente estrambótico; la matrícula estaba exclusivamente formada por cinco números, a saber: 21118. Ni rastro de la procedencia, ni del tipo de aquella matrícula. Solo una placa tan desconcertantemente irreal como el resto de la máquina.

Pocos kilómetros después iba acumulándose la extrañeza  y el delirio en la cabeza de Miguel Ángel. El auto marrón llevaba exactamente la misma marcha que él; si aceleraba él, también lo hacía en la misma medida su némesis; si deceleraba ocurría lo mismo pero a la inversa. El coche ignoto emulaba a la perfección las maniobras automovilísticas de Miguel Ángel. Y seguía justo delante de él, como una infausta compañía aprisionadora de su marcha.

Miguel Ángel tuvo el suficiente aplomo como para tranquilizar y dejarse llevar. Ir a su ritmo le parecía bien y por muy extraño que pareciera el coche marrón, no todo el rato iba a ir delante de él. A fin de cuenta, posicionalmente, él era quien le seguía y no al revés. Con este empeño consiguió aquietar su ánimo un poco y pensó, además, que pocos kilómetros más adelante llegaría la liberación. Se desviaría por la salida de la nacional que le correspondía y muy probablemente el auto amenazante seguiría su camino.

El efecto producido fue el deseado. Miguel Ángel abandonó la carretera nacional y poco a poco fue reduciendo la marcha hasta adaptarse a la velocidad de circulación por ciudad. Ya solamente con su malestar dominical a solas, parecía que se había disipado cualquier inquietud. Sin embargo al esperar para incorporarse a una glorieta vio que por ésta circulaba aquello justamente que no ahora no quería observar. Vio  al inescrutable coche marrón circulando por la misma.

Un desdichado automatismo le hizo entrar en la glorieta y abandonarla por la salida correspondiente y en una pavorosa conjunción de tiempos, localizaciones y azar tenía de nuevo al coche marrón delante de él. Llegó un semáforo en el que ambos pararon. Miguel Ángel, pudo conseguir con éxito colocarse a su lado y desde la misma altura intentar atisbar algo del coche. Trabajo fallido, el coche era como una caja opaca que no deja ver nada de su interior; tampoco había ningún distintivo, marca, símbolo, o lo que fuese que pudiera informar sobre un origen. Una vez abierto el semáforo ambos coches se quedaron parados, como unidos por un vínculo esquivo e invisible.

Los coches situados detrás comenzaron a emitir una ráfaga de imprecaciones e insultos lo suficientemente fuertes como para enervar y activar una respuesta a cualquiera. En una casualidad infinita ambos coches arrancaron al unísono, poniéndose en marcha como si fuera siameses. Algo después de arrancar, el coche marrón acelero en la medida justa como para ponerse delante del auto de Miguel Ángel justo antes del giro que éste tenía pensado realizar. Al poco, y a resultas de lo cual, el coche marrón lideraba de nuevo la estrambótica marcha.

Durante un rato Miguel Ángel utilizó toda clase de tratas, algunas tan peligrosas como ilegales, para deshacerse de la presencia de su, estaba claro que lo era, enemigo. Tras un enfermizo callejeo Miguel se encontró de bruces con dos benéficas casualidades. Había dado esquinazo al coche marrón y como arte de magia se encontraba ya muy cerca de casa.

A punto de echarse a llorar, de alegría por la liberación o de nervios por toda la tensión acumulada, se dirigió con inusitada parsimonia hasta su calle. Algo más calmado se estaba ocupando en aparcar en la acera de enfrente y un poco más arriba de su casa, cuando buscando una referencia amable atisbó hacia su portal. No pude ser, algo obstruía la visión. Un coche; un coche marrón.

Cegado por la ira se dirigió hacia el diabólico automóvil con intenciones poco claras, pero sin duda violentas. Al llevar a su altura comenzó a patear el coche y a dar puñetazos en los cristales tintados. Un íntimo calor comenzó a subirle a Miguel Ángel hasta la altura de la garganta. Hasta secársela como si hubiera como si hubiera tragado ascuas y cenizas. Infinitamente débil, Miguel Ángel, se postró de rodillas sobre la acerca mientras veía el mundo a través de los ojos del mareo. El mayor que hubo tenido jamás. Y finalmente se tendió cuando largo era en el suelo, sin fuerzas para levantarse. Solo dos cosas pudo ver más; a un ocupante del coche marrón saliendo y que se asemejaba a un hombre elegante vestido de negro; imposible describirlo más, ¿Acaso tenía siquiera facciones? La otra cosa fue la numeración de la matrícula: 21118. Y pensó que efectivamente, aquel 21 de Enero de 2018 quizá se recordase como el día de su muerte.

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