Un regreso a casa en las
postrimerías del domingo era una de las cosas a las que Miguel Ángel Varela
tenía un enconado odio. Como no podía echar la culpa cabalmente a nadie por un
fin de semana que moría, solía optar por prorratear cuidadosamente su odio
entre cualquier persona que entrara en un radio de acción de un par de metros
alrededor.
Al volante de su automóvil, un
Seat León metalizado que había visto tiempos mejores, fue contemplando la
melancólica metamorfosis cromática del horizonte; del anaranjado claro al azul
pálido y perlado. En su pésimo estado del humor influía la poca simpatía que
sentía por el hábito de conducir, quehacer que consideraba rutinario, pesado y
peligroso.
Los accesos de entrada a Madrid,
por fortuna, eran razonablemente fluidos y permitían una velocidad ligeramente
moderada pero continua y cómoda. Ni en el ánimo, ni en la costumbre de Miguel
Ángel estaba la idea de correr a altas velocidades; era un conductor con abono
y reserva al carril derecho, como buscando serenidad a base de evitar maniobras
aceleradoras. En aquel fin de semana,
sin presentirlo, ni sospecharlo, un elemento extraño se estaba introduciendo en
el paisaje.
En frente de él, a no muchos
metros de distancia, rodaba un coche de color marrón y marca y diseño
desconocido. Si bien Miguel Ángel no era un gran conocedor del mundo del
automóvil, le pareció que lo que le precedía era una máquina inédita, una
aparición recién caída a la tierra. Era un coche alargado, de techo algo más bajo
de lo habitual y poseedor de un brillo desconcertante; parecía que ninguna
partícula era capaz de rozar ni ensuciar la bruñida chapa.
Aunque era ahora cuando se daba
cuenta, le empezaba a invadir la sensación de que el automóvil marrón que le
precedía, lo estaba haciendo desde hace bastante rato. Para más inri, los
cristales eran tintados, completamente oscuros, y no dejaban traslucir
absolutamente nada del interior. Miguel Ángel trató de sacudirse la extrañeza
aumentando de velocidad para iniciar una maniobra de adelantamiento, algo poco
habitual en él, que disipara la inquietud provocada por el coche marrón.
Sin embargo, su aceleración fue
proporcional a la activada por su inquietante predecesor en la marcha, de modo
que el intento de adelantamiento fue abortado al momento. “¿Ha impedido mi
adelantamiento a propósito”? Todo apuntaba a una clara intencionalidad, el
vehículo marrón iba tranquilamente delante de él, a velocidad constante, hasta
que Miguel Ángel tuvo la idea de adelantar. El hecho de que hubiese tratado de
impedir el adelantamiento añadía un ominoso plus de inquietud a lo que ya era
una especie de fantasmagoría con ruedas.
En medio del repentino miedo,
Miguel Ángel advirtió otro detalle levemente estrambótico; la matrícula estaba
exclusivamente formada por cinco números, a saber: 21118. Ni rastro de la
procedencia, ni del tipo de aquella matrícula. Solo una placa tan
desconcertantemente irreal como el resto de la máquina.
Pocos kilómetros después iba
acumulándose la extrañeza y el delirio
en la cabeza de Miguel Ángel. El auto marrón llevaba exactamente la misma
marcha que él; si aceleraba él, también lo hacía en la misma medida su némesis;
si deceleraba ocurría lo mismo pero a la inversa. El coche ignoto emulaba a la
perfección las maniobras automovilísticas de Miguel Ángel. Y seguía justo
delante de él, como una infausta compañía aprisionadora de su marcha.
Miguel Ángel tuvo el suficiente aplomo como
para tranquilizar y dejarse llevar. Ir a su ritmo le parecía bien y por muy
extraño que pareciera el coche marrón, no todo el rato iba a ir delante de él.
A fin de cuenta, posicionalmente, él era quien le seguía y no al revés. Con
este empeño consiguió aquietar su ánimo un poco y pensó, además, que pocos
kilómetros más adelante llegaría la liberación. Se desviaría por la salida de
la nacional que le correspondía y muy probablemente el auto amenazante seguiría
su camino.
El efecto producido fue el
deseado. Miguel Ángel abandonó la carretera nacional y poco a poco fue
reduciendo la marcha hasta adaptarse a la velocidad de circulación por ciudad.
Ya solamente con su malestar dominical a solas, parecía que se había disipado
cualquier inquietud. Sin embargo al esperar para incorporarse a una glorieta vio
que por ésta circulaba aquello justamente que no ahora no quería observar.
Vio al inescrutable coche marrón
circulando por la misma.
Un desdichado automatismo le hizo
entrar en la glorieta y abandonarla por la salida correspondiente y en una
pavorosa conjunción de tiempos, localizaciones y azar tenía de nuevo al coche
marrón delante de él. Llegó un semáforo en el que ambos pararon. Miguel Ángel,
pudo conseguir con éxito colocarse a su lado y desde la misma altura intentar
atisbar algo del coche. Trabajo fallido, el coche era como una caja opaca que
no deja ver nada de su interior; tampoco había ningún distintivo, marca,
símbolo, o lo que fuese que pudiera informar sobre un origen. Una vez abierto
el semáforo ambos coches se quedaron parados, como unidos por un vínculo
esquivo e invisible.
Los coches situados detrás
comenzaron a emitir una ráfaga de imprecaciones e insultos lo suficientemente
fuertes como para enervar y activar una respuesta a cualquiera. En una
casualidad infinita ambos coches arrancaron al unísono, poniéndose en marcha
como si fuera siameses. Algo después de arrancar, el coche marrón acelero en la
medida justa como para ponerse delante del auto de Miguel Ángel justo antes del
giro que éste tenía pensado realizar. Al poco, y a resultas de lo cual, el
coche marrón lideraba de nuevo la estrambótica marcha.
Durante un rato Miguel Ángel
utilizó toda clase de tratas, algunas tan peligrosas como ilegales, para
deshacerse de la presencia de su, estaba claro que lo era, enemigo. Tras un
enfermizo callejeo Miguel se encontró de bruces con dos benéficas casualidades.
Había dado esquinazo al coche marrón y como arte de magia se encontraba ya muy
cerca de casa.
A punto de echarse a llorar, de
alegría por la liberación o de nervios por toda la tensión acumulada, se
dirigió con inusitada parsimonia hasta su calle. Algo más calmado se estaba
ocupando en aparcar en la acera de enfrente y un poco más arriba de su casa,
cuando buscando una referencia amable atisbó hacia su portal. No pude ser, algo
obstruía la visión. Un coche; un coche marrón.
Cegado por la ira se dirigió
hacia el diabólico automóvil con intenciones poco claras, pero sin duda
violentas. Al llevar a su altura comenzó a patear el coche y a dar puñetazos en
los cristales tintados. Un íntimo calor comenzó a subirle a Miguel Ángel hasta
la altura de la garganta. Hasta secársela como si hubiera como si hubiera tragado
ascuas y cenizas. Infinitamente débil, Miguel Ángel, se postró de rodillas
sobre la acerca mientras veía el mundo a través de los ojos del mareo. El mayor
que hubo tenido jamás. Y finalmente se tendió cuando largo era en el suelo, sin
fuerzas para levantarse. Solo dos cosas pudo ver más; a un ocupante del coche
marrón saliendo y que se asemejaba a un hombre elegante vestido de negro;
imposible describirlo más, ¿Acaso tenía siquiera facciones? La otra cosa fue la
numeración de la matrícula: 21118. Y pensó que efectivamente, aquel 21 de Enero
de 2018 quizá se recordase como el día de su muerte.
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