Un regreso a casa en las
postrimerías del domingo era una de las cosas a las que Miguel Ángel Varela
tenía un enconado odio. Como no podía echar la culpa cabalmente a nadie por un
fin de semana que moría, solía optar por prorratear cuidadosamente su odio
entre cualquier persona que entrara en un radio de acción de un par de metros
alrededor.
Al volante de su automóvil, un
Seat León metalizado que había visto tiempos mejores, fue contemplando la
melancólica metamorfosis cromática del horizonte; del anaranjado claro al azul
pálido y perlado. En su pésimo estado del humor influía la poca simpatía que
sentía por el hábito de conducir, quehacer que consideraba rutinario, pesado y
peligroso.