La cafetería “La Plata” tenía
todas las trazas de ser un tipo de local llamado a considerarse, penosamente,
especie protegida por riesgo de extinción. Era una cafería de toda la vida,
amplia pero sin fastos, elegante pero sin ornamentación, animada pero pacífica.
No estaba en absoluto avejentada y el trascurrir de los años había dibujado un
rastro de solera más digna que vetusta. Un sitio educado y accesible; como dijo
alguien, un lugar donde tomarse un café te hace sentirte parte de la
civilización. Incluso los camareros llegan a ser el ejemplo máximo de la
sobriedad y la discreción; solícitos y amables sin atisbos de servidumbre. En
aquel ambiente Miguel Suárez, tras el trabajo y después de llegar a casa,
pasaba las tardes embebido en una parsimonia indefinida y adormecedora, sin
mirar, oír ni pensar en algo concreto. El tiempo que allí estaba se consumía al
ritmo de su cigarro; lento, Miguel apenas daba caladas ni desprendía la ceniza.