jueves, 6 de septiembre de 2018

El Torpe y la Furia


Y para colmo hacía un calor insoportable. A Gerardo Blázquez no le gustaba en absoluto la conducción, que es un barato eufemismo para decir que la odiaba furiosamente. Un relativamente estoico sentido del deber y del pragmatismo y el bienintencionado consejo de sus padres hicieron que obtuviese el permiso de conducir tras agotar los nervios de tres profesores de autoescuela (en defensa de Gerardo diremos que fue un acto recíproco), y convertirse en el examinado más contumaz y confuso que recuerden en un centro de exámenes.


Gerardo, decíamos, odiaba el acto puro y simple de conducir. Él mismo, quizá minusvalorándose, sentía que la utilización de espejos para manejar un automóvil era una pesadilla conceptual para alguien tan torpe, zopenco, y absolutamente inútil como él. No todas las acciones le eran igualmente amedrentadoras; las glorietas con semáforos, adelantar a toda velocidad en una autopista o inmiscuirse en un embotellamiento, eran el equivalente físico de dormir sobre la cama de un faquir.

No obstante, una maniobra concreta le hacía sentir un terror abismal, inefable, paralizante. Aparcar. Gerardo recordaba bien como uno de sus heroicos profesores de autoescuela le acusó de tener una percepción espacial “jodidamente mala” y le recomendó jugar en casa con una caja de zapatos para visualizar mejor al posición relativa del coche, tanto en el aparcamiento en línea como en batería. Menudo gilipollas.

Contra todo pronóstico, el paso de los años no fue limando su ancestral odio y miedo a la conducción. Antes al contrario; seguían perfectamente preservados en su cabeza y dominados como podía en sus extremidades.

Aquel día ocupaban el coche tres personas. Gerardo y sus padres. El paseo no tenía ningún objeto en particular, salvo mantener cierto uso del coche sin que éste se pudriese de inacción. Todo parecía ir relativamente bien, pero quedaba el aparcamiento. Dios mío. Habría que explicar que la calle donde residía Gerardo era estrecha, empinada y permitía el aparcamiento en ambos lados de la calzada. Estacionar allí suponía una tortura para otros conductores más avezados; para Gerardo aquello era el noveno círculo del infierno, que sin duda tendrá un lugar reservado para conductores tontos de haba.
Gerardo enfiló la calle, y descendió levemente hasta el nivel de su portal. Allí mismo había un sitio cuya longitud era levemente mayor que la de su coche. De hecho, era el único sitio. No había más opciones.
-Tranquilo hijo; sobre todo no te pongas nervioso. Relájate y todo saldrá más fácil.
La teoría era de una lógica aplastante, era la realidad la que lo estropeaba todo. Su padre permanecía callado y atento.

Fase número 1 del ataque de pánico: ¿Desde dónde comienzo la maniobra? Debería bajar más, el sitio es pequeño y en cuanto quiera torcer el volante ya me he quedado sin sitio. Pero la calle es tan estrecha que si bajo más ni siquiera podré torcer el volante sin chocarme. Esto es una mierda. Cagüenlahostiaputa, joder, mierda, coño. ¿Qué hago?

Fase número 2 del ataque de pánico: Detrás aparece un coche y le estoy cortando el paso, Mierda, mierda. A tomar por culo, empiezo a maniobrar ya.  Joder, lo que yo suponía: no he podido cambiar el giro y ya le estoy dando al de atrás. Y le he vuelto a dar. Joder, reacciona de una puta vez. ¿Por qué levanto tanto el pie del embrague? ¡Ahora va y se cala el puto coche! ¡Pero haz algo, que esto se va hacia abajo! Bueno, piso el freno y rehago la maniobra.

Dicen que la mayor locura es repetir exactamente siempre lo mismo, esperando distinto resultado. En 
tal caso, Gerardo era la persona más chiflada y tarada de todo el mundo. La maniobra fallida fue repetida cuidadosamente, comenzado una rutina de choques al coche de atrás y caladuras del propio. Era el momento propicio para..

Fase número 3 del ataque de  pánico: Las miradas. Los balcones de los edificios a mi alrededor se convertían en palcos teatrales donde los vecinos, con semblantes desencajados, se reían de una forma salvaje y cruelmente burlona. Los transeúntes se quedan mirando entre condescendientes, divertidos y crueles. Saquen entrada, damas y caballeros, para ver el naufragio automovilístico del imbécil recalcitrante y torpe sin paragón: Gerardo Blázquez. ¡Que os jodan!

Sin embargo, la mirada que más enervaba a Gerardo era la del conductor a sus espaldas. No veía sus facciones nítidamente, pero hacía gestos ostensibles; seguramente de enojo. Viéndolo todo borroso la misma maniobra automovilística se repetía infinitamente. Un nuevo golpe al coches estaciones detrás sugirió sonoramente la presencia de cristales; seguramente había golpeado y destrozado un faro delantero. Y esto da lugar a una nueva fase:

Fase número 4 de pánico: Paranoia absoluta. ¡Me estoy cargando el puto coche de atrás! Joder, si es un simple cálculo de trayectoria elemental. Llevo diez putos minutos intentando aparcar. ¡Ya lo sé mamá, joder! Ya veo que estoy nervioso, ¿pero no ves a toda esta gente? Se están arremolinando a través del coche. Se ríen, gritan, otros quieren indicarme, es como si estuvieran estrechando un cerco. No puedo, no puedo. Soy un hazmerreír. ¡No me grites papá! Échame un cable, dime cuando girar. Joder, se me ha vuelto a calar. Maldita sea… maldita sea, viene hacia aquí.

Con un terror asombrosamente creciente Gerardo vio al conductor del coche parado detrás junto a su ventanilla, con visible mal humor al verse obstaculizado por un patán al volante. No contribuyó a mitigar su miedo la complexión hercúlea del sujeto, que en materia de gimnasio parecía saber latines. 
Como cabía esperar golpeó el cristal de la ventanilla con la intención de hablar, al menos en el mejor de los casos, con Ricardo. El diálogo quedó, más o menos, como sigue.

-A ver, puto subnormal. Supongo que no lo estás haciendo adrede, pero yo creo que ya está bien. ¿Quieres que te lo aparque, zoquete?

-No oiga, no es necesario. Es que estoy un poco nervioso y…
-Ya, pues no veas yo. Aquí la peña se lo estará pipa, pero lo que es servidor ni gota; tengo prisa. Anda trae.

-Oiga, no. ¿Qué hace?

Y haciendo un gesto, el fornido conductor, introdujo la mano dentro del coche y agarró el volante. 

Debía tener la loca idea de querer maniobrar desde fuera.
-A ver chaval, dale marcha atrás despacito. Ya iré yo metiendo o quitando volante.

-¡Deje ya mi coche!
-Que te calles hostia, y dale ya marcha atrás.

La escena estaba siendo recogida en alrededor de una decena de móviles, con lo que aquella kafkiana escena podría ser viral al cabo de un pequeño rato. El nerviosismo iba en aumento por el maremágnum de ruidos que estaban originando las voces de los padres de Gerardo.

-¡Pues ya le doy, coño!

Acto seguido, efectivamente, entró la marcha atrás, pero de manera demasiado rápida e imperiosa. El robusto asistente de conducción se llevó un fenomenal golpe, se dislocó el brazo y comenzó a sangrar por la nariz y por varios cortes de la cara. Los gritos que profirió entonces eran los de una bestia enfurecida, fuera de sí.

-¡Ahora sí que te mato, cabrón!

Sin embargo la fuerza se le iba por la boca; sus lesiones apenas le dejaban moverse. Los que sí se movían con gran soltura eran los curiosos viandantes que, tras ver aquel accidente, acudieron hacia el coche de Gerardo. Y no precisamente para ayudar a aparcar.

-¡Por favor, qué hacen! ¡Apártense! ¡Mamá, papá; tranquilos!
Una horda exasperada había pasado de ser espectadora pasiva a linchadora activa. Ni ellos mismos debían entender qué pasaba. Sencillamente se echaban encima como zombis en una película de terror. Mientras tanto, el conductor que introdujo el brazo en el coche yacía malherido en el suelo. A pocos parecía importarle.

Horas después, en comisaria, Gerardo y sus padres volvían a respirar armónicamente después de una de las peores experiencias de sus vidas. Una persona, acaso la única, realmente cabal había avisado a la policía. La escena que se encontraron las autoridades era una escena tan violenta que no daban crédito al absurdo de su génesis. ¿Torpeza al aparcar? Ataques de nervios, cortes, dislocaciones, fracturas, heridas oftalmológicas causadas por el alojamiento de cristales en la cavidad ocular. ¿Así de absurda fue la espita que detonó todo esto?

Antes de seguir con el interrogatorio de lo que pasó, Gerardo recibió una llamada de su hermano Javier. De mala gana Gerardo contestó.

-¿Sí?
-Cómo… cómo lo sabes…

-Joder Gerardo, ¿estás bien? ¿Qué cojones ha pasado?


-¿Qué cómo lo sé? Alguien grabó todo la escena del aparcamiento y no hay lugar en la red en que no esté. Ya me lo han enviado cinco personas.

Tras una lúgubre pausa valorativa Gerardo comenzó a gimotear.

-Todo esto es una puta muerda, Javier.

-Ya. Será mejor que te calmes.

Javier pensó qué talante adoptaría su hermano al leer los comentarios de los vídeos. Ese amasijo de maldad escrito con tinta indeleble.

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