Y para colmo hacía un calor
insoportable. A Gerardo Blázquez no le gustaba en absoluto la conducción, que
es un barato eufemismo para decir que la odiaba furiosamente. Un relativamente
estoico sentido del deber y del pragmatismo y el bienintencionado consejo de
sus padres hicieron que obtuviese el permiso de conducir tras agotar los
nervios de tres profesores de autoescuela (en defensa de Gerardo diremos que
fue un acto recíproco), y convertirse en el examinado más contumaz y confuso que
recuerden en un centro de exámenes.
Gerardo, decíamos, odiaba el acto
puro y simple de conducir. Él mismo, quizá minusvalorándose, sentía que la
utilización de espejos para manejar un automóvil era una pesadilla conceptual
para alguien tan torpe, zopenco, y absolutamente inútil como él. No todas las
acciones le eran igualmente amedrentadoras; las glorietas con semáforos,
adelantar a toda velocidad en una autopista o inmiscuirse en un
embotellamiento, eran el equivalente físico de dormir sobre la cama de un
faquir.
No obstante, una maniobra
concreta le hacía sentir un terror abismal, inefable, paralizante. Aparcar.
Gerardo recordaba bien como uno de sus heroicos profesores de autoescuela le
acusó de tener una percepción espacial “jodidamente mala” y le recomendó jugar
en casa con una caja de zapatos para visualizar mejor al posición relativa del
coche, tanto en el aparcamiento en línea como en batería. Menudo gilipollas.
Contra todo pronóstico, el paso
de los años no fue limando su ancestral odio y miedo a la conducción. Antes al
contrario; seguían perfectamente preservados en su cabeza y dominados como
podía en sus extremidades.
Aquel día ocupaban el coche tres
personas. Gerardo y sus padres. El paseo no tenía ningún objeto en particular,
salvo mantener cierto uso del coche sin que éste se pudriese de inacción. Todo
parecía ir relativamente bien, pero quedaba el aparcamiento. Dios mío. Habría
que explicar que la calle donde residía Gerardo era estrecha, empinada y
permitía el aparcamiento en ambos lados de la calzada. Estacionar allí suponía
una tortura para otros conductores más avezados; para Gerardo aquello era el
noveno círculo del infierno, que sin duda tendrá un lugar reservado para
conductores tontos de haba.
Gerardo enfiló la calle, y
descendió levemente hasta el nivel de su portal. Allí mismo había un sitio cuya
longitud era levemente mayor que la de su coche. De hecho, era el único sitio.
No había más opciones.
-Tranquilo hijo; sobre todo no te
pongas nervioso. Relájate y todo saldrá más fácil.
La teoría era de una lógica
aplastante, era la realidad la que lo estropeaba todo. Su padre permanecía
callado y atento.
Fase número 1 del ataque de pánico: ¿Desde dónde comienzo la maniobra?
Debería bajar más, el sitio es pequeño y en cuanto quiera torcer el volante ya
me he quedado sin sitio. Pero la calle es tan estrecha que si bajo más ni
siquiera podré torcer el volante sin chocarme. Esto es una mierda.
Cagüenlahostiaputa, joder, mierda, coño. ¿Qué hago?
Fase número 2 del ataque de pánico: Detrás aparece un coche y le
estoy cortando el paso, Mierda, mierda. A tomar por culo, empiezo a maniobrar
ya. Joder, lo que yo suponía: no he
podido cambiar el giro y ya le estoy dando al de atrás. Y le he vuelto a dar.
Joder, reacciona de una puta vez. ¿Por qué levanto tanto el pie del embrague?
¡Ahora va y se cala el puto coche! ¡Pero haz algo, que esto se va hacia abajo!
Bueno, piso el freno y rehago la maniobra.
Dicen que la mayor locura es repetir
exactamente siempre lo mismo, esperando distinto resultado. En
tal caso,
Gerardo era la persona más chiflada y tarada de todo el mundo. La maniobra
fallida fue repetida cuidadosamente, comenzado una rutina de choques al coche
de atrás y caladuras del propio. Era el momento propicio para..
Fase número 3 del ataque de pánico: Las miradas. Los balcones de los edificios
a mi alrededor se convertían en palcos teatrales donde los vecinos, con
semblantes desencajados, se reían de una forma salvaje y cruelmente burlona.
Los transeúntes se quedan mirando entre condescendientes, divertidos y crueles.
Saquen entrada, damas y caballeros, para ver el naufragio automovilístico del
imbécil recalcitrante y torpe sin paragón: Gerardo Blázquez. ¡Que os jodan!
Sin embargo, la mirada que más
enervaba a Gerardo era la del conductor a sus espaldas. No veía sus facciones
nítidamente, pero hacía gestos ostensibles; seguramente de enojo. Viéndolo todo
borroso la misma maniobra automovilística se repetía infinitamente. Un nuevo golpe
al coches estaciones detrás sugirió sonoramente la presencia de cristales;
seguramente había golpeado y destrozado un faro delantero. Y esto da lugar a
una nueva fase:
Fase número 4 de pánico: Paranoia absoluta. ¡Me estoy cargando el
puto coche de atrás! Joder, si es un simple cálculo de trayectoria elemental.
Llevo diez putos minutos intentando aparcar. ¡Ya lo sé mamá, joder! Ya veo que
estoy nervioso, ¿pero no ves a toda esta gente? Se están arremolinando a través
del coche. Se ríen, gritan, otros quieren indicarme, es como si estuvieran
estrechando un cerco. No puedo, no puedo. Soy un hazmerreír. ¡No me grites
papá! Échame un cable, dime cuando girar. Joder, se me ha vuelto a calar.
Maldita sea… maldita sea, viene hacia aquí.
Con un terror asombrosamente
creciente Gerardo vio al conductor del coche parado detrás junto a su
ventanilla, con visible mal humor al verse obstaculizado por un patán al
volante. No contribuyó a mitigar su miedo la complexión hercúlea del sujeto,
que en materia de gimnasio parecía saber latines.
Como cabía esperar golpeó el
cristal de la ventanilla con la intención de hablar, al menos en el mejor de
los casos, con Ricardo. El diálogo quedó, más o menos, como sigue.
-A ver, puto subnormal. Supongo
que no lo estás haciendo adrede, pero yo creo que ya está bien. ¿Quieres que te
lo aparque, zoquete?
-No oiga, no es necesario. Es que
estoy un poco nervioso y…
-Ya, pues no veas yo. Aquí la
peña se lo estará pipa, pero lo que es servidor ni gota; tengo prisa. Anda
trae.
-Oiga, no. ¿Qué hace?
Y haciendo un gesto, el fornido
conductor, introdujo la mano dentro del coche y agarró el volante.
Debía tener
la loca idea de querer maniobrar desde fuera.
-A ver chaval, dale marcha atrás
despacito. Ya iré yo metiendo o quitando volante.
-¡Deje ya mi coche!
-Que te calles hostia, y dale ya
marcha atrás.
La escena estaba siendo recogida
en alrededor de una decena de móviles, con lo que aquella kafkiana escena
podría ser viral al cabo de un pequeño rato. El nerviosismo iba en aumento por
el maremágnum de ruidos que estaban originando las voces de los padres de
Gerardo.
-¡Pues ya le doy, coño!
Acto seguido, efectivamente,
entró la marcha atrás, pero de manera demasiado rápida e imperiosa. El robusto asistente
de conducción se llevó un fenomenal golpe, se dislocó el brazo y comenzó a
sangrar por la nariz y por varios cortes de la cara. Los gritos que profirió
entonces eran los de una bestia enfurecida, fuera de sí.
-¡Ahora sí que te mato, cabrón!
Sin embargo la fuerza se le iba
por la boca; sus lesiones apenas le dejaban moverse. Los que sí se movían con
gran soltura eran los curiosos viandantes que, tras ver aquel accidente,
acudieron hacia el coche de Gerardo. Y no precisamente para ayudar a aparcar.
-¡Por favor, qué hacen!
¡Apártense! ¡Mamá, papá; tranquilos!
Una horda exasperada había pasado
de ser espectadora pasiva a linchadora activa. Ni ellos mismos debían entender
qué pasaba. Sencillamente se echaban encima como zombis en una película de
terror. Mientras tanto, el conductor que introdujo el brazo en el coche yacía
malherido en el suelo. A pocos parecía importarle.
Horas después, en comisaria,
Gerardo y sus padres volvían a respirar armónicamente después de una de las
peores experiencias de sus vidas. Una persona, acaso la única, realmente cabal
había avisado a la policía. La escena que se encontraron las autoridades era una
escena tan violenta que no daban crédito al absurdo de su génesis. ¿Torpeza al
aparcar? Ataques de nervios, cortes, dislocaciones, fracturas, heridas oftalmológicas
causadas por el alojamiento de cristales en la cavidad ocular. ¿Así de absurda
fue la espita que detonó todo esto?
Antes de seguir con el
interrogatorio de lo que pasó, Gerardo recibió una llamada de su hermano
Javier. De mala gana Gerardo contestó.
-¿Sí?
-Cómo… cómo lo sabes…
-Joder Gerardo, ¿estás bien? ¿Qué cojones ha pasado?
-¿Qué cómo lo sé? Alguien grabó
todo la escena del aparcamiento y no hay lugar en la red en que no esté. Ya me
lo han enviado cinco personas.
Tras una lúgubre pausa valorativa
Gerardo comenzó a gimotear.
-Todo esto es una puta muerda,
Javier.
-Ya. Será mejor que te calmes.
Javier pensó qué talante adoptaría
su hermano al leer los comentarios de los vídeos. Ese amasijo de maldad escrito
con tinta indeleble.
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