Sobre un inesperado lienzo se
empezaron a generar extraños trazos, al principio sencillos, que formaban
dibujos tan extraños como un alfabeto desconocido. Al menos así los apreciaba
Eduardo Monzón; contable, cuarentón y habitante de un piso tan antiguo (al
menos) como sus hábitos.
Ocurrió en la pared del cuarto de
estar; la izquierda según se entra. Tras una frugal cena, sin mucho alimento o
aderezo, se quedó mirando el papel pintado de esa pared.
En su ensimismamiento
jugaba a encontrar figuras más o menos reconocibles entre los amorfos y
caóticos dibujos del papel pintando; los buscaba como si en ellos estuviese
escrito un mensaje a la espera de descubrimiento y traducción, una clave
antigua que pocos pudieran entender. Otras noches buscaba simplemente figuras,
dibujos, escenas; lugares en los que no había estado y paisajes que nunca
conocería.
Pero aquella noche la pared
decidió comunicarse de una forma que incluso a Eduardo se le antojó rara. Debía
de ser la mano invisible de un dibujante o de un escribiente entintando la
pared mediante líneas muy básicas. Un puñado de rectas y curvas en principio
inarmónicas e incomunicadas. Cuando se hubo parado este fenómeno, Eduardo se
acercó cavilosamente a la pared y pasó el dedo por las líneas dibujadas. No
sabría decir si estaban hechas de tinta o simplemente eran muestras puras de un
color firme, viviente y palpitante.
Eduardo, cansado de casi todo, no
estimó necesario asustarse; si acaso mostrar la curiosidad debida a lo que
parecía un prodigio. Otra cosa hubiera sido puro desagradecimiento. El color de
los trazos era negro y su cantidad escasa. Apenas dos líneas rectas en
horizontal y dos líneas serpenteantes muy cercanas a las primeras; casi
tangentes. Incluso en la curiosidad fue lento; dejó que su cabeza flotara con
perezosa libertad sobre la extraña escritura.
Cuando creyó haber prestado
suficiente atención, dejó de lado la curiosidad y se retiró camino a su dormitorio.
Imposible ver alguna opción más, los hábitos de continuidad son tan ilógicos como
la propia ilógica. Eduardo dedicó cinco minutos a una leve reflexión y, como
una circunstancia cualquiera, se durmió.
Al despertar, los trazos que
había en la pared habían crecido ligeramente. Las dos líneas serpenteantes se
habían colocado justo encima de las otras y parecían componer un signo más
definido pero aún ignoto. El crecimiento se debía a la aparición de otros
trazos menores, en forma de hilillos,
que nacían de los mayores. Eran como pequeñas arterias, o capilares,
pero también de color negro.
Eduardo tomó el desayuno más lentamente
que de costumbre, lo cual puso en peligro su inigualable récord de puntualidad.
Y eso era capital. Eduardo se puso en marcha y dejó sus pensamientos sobre su
sorprendente pared ligeramente a un lado, como ejecutándose en segundo plano.
Eduardo trabajaba en la
mecanicista ocupación de la contabilidad, y la ejercía en una modesta pero
pujante empresa del centro de la ciudad. De sus compañeros no tenía nada malo
que decir, del mismo modo que tampoco podría decir nada bueno. Las relaciones
con sus compañeros de fatigas eran todo lo superficiales que la cortesía puede
permitir. Entre los pensamiento de Eduardo no estaba el de confraternizar con
cualquiera de sus colegas. Salvo con uno, Pedro Jarilla. Ambos mantenían en común la antigua y elegante costumbre de la
filatelia y poseían una colección relativamente amplia dentro del más puro
amateurismo. Se dieron cuenta de su común afición accidentalmente, cuando
Pedro
realizó un comentario sobre sellos en una hora de comer. De forma distraída,
casi íntegramente accidental. Eduardo, respondió a aquel comentario con una
interacción social algo exagerada para él. Conversaron fluidamente y nació una
amistad.
Aquella mañana el encuentro con
Pedro trajo a Eduardo un inesperado evento a la memoria.
-Eduardo, te recuerdo que esta
tarde quedamos en tu casa. Después de trabajar. No recuerdo la dirección que me
diste ¿era lejos?
Sorpresa y silencio. Si bien la
memoria de Eduardo era, casi siempre, precisa y fiable, había olvidado por completa
la cita con su compañero. Acaso por los extraños fenómenos pictóricos acaecidos
en su pared desde la noche anterior. Comprensiblemente su primer impulso fue
maquinar una excusa que le liberase de la cita. Sin embargo, en Eduardo se obró
el efecto inusual de querer confiar en alguien un secreto; incluso si ese
secreto se corresponde con algo extraño, inefable. Lógicamente no le diría nada
hasta que ambos llegasen a casa de Eduardo. Empezó a tomar entonces en
consideración un concepto que extrañamente
había brotado de él: algo parecido a una llamada de auxilio.
-¿Todo esto es de verdad?
La cita, como cabía
esperarse, se vio radicalmente sacudida
por el extraño suceso de la casa de Eduardo. Éste, había hecho pasar
silenciosamente a su amigo al cuarto de estar e, inevitablemente, se hizo
patente el dibujo o glifo que se enseñoreaba en su pared. Pedro se acogió a su
incredulidad para protegerse de ideas estrafalarias y alucinadas.
-Ha salido solo; yo no he movido
un dedo para pintar la pared.
-¿Pretender que te crea?
Eduardo, a veces picajoso y
arrebatado, mantuvo la serenidad e invitó a su compañero a ir a otra habitación
y volver más tarde. Aseguró que entonces vería cómo el dibujo habría cambiado.
Porque de hecho ya había cambiado desde la última vez que Eduardo estuvo en su
casa. Antes le enseñó el resto de habitaciones; mitad como un cicerone
doméstico que enseña la nueva casa, mitad para demostrarle que no había nadie
más en la casa que pudiera alterar el dibujo mientras estaban en otra habitación.
-No perdamos de vista porqué nos hemos reunido. Tengo que ensarte el sello
que te dije. Imperio Astro-Húngaro. Emitido en 1880 para conmemorar el 50
cumpleaños del emperador Francisco José. Ven,
en el comedor.
-Sí; será lo mejor.
La suspicacia fue más o menos
aplacada gracias al mutuo interés en la filatelia y, sin despegar del todo la
atención del prodigio, pasaron rápidamente dos horas. Sin mucho protocolo
Eduardo sugirió la visita a la habitación misteriosa para comprobar la
naturaleza extraña del asunto. Pedro asintió con una desgana no exenta de curiosidad, aunque
solo fuese para tratar de desentrañar el arcano que le había propuesto Eduardo.
Llegó el momento de abrir la
puerta y dejar que la realidad se mostrase engañadora o inquietante. El dibujo
en la pared había aumentado notablemente de tamaño y se había redoblado en
barroquismo; numerosas y sinuosas líneas curvas acompañaban a las rectas
formando complicados dibujos y, a su modo, una estrambótica decoración. Un
asombro silente ,pero no por ello menos poderoso, se dibujaba en las caras de
Eduardo y Pedro.
-¿Me crees ahora? Cada vez va
creciendo más.
-¿Puedo verlo de cerca?
-Claro. Aunque no te despejará
ninguna duda.
Pedro se acercó con mucho temor,
quizá esperando algo amenazante en aquel fenómeno inexplicable. Palpó
cuidadosamente la pared, y aparte de la rugosidad del papel no fue capaz de
distinguir nada inusual al tacto. Finalmente encontró el aplomo necesario para
dar crédito al prodigio.
-¿Desde cuándo ocurre esto?
-Comenzó anoche; de repente.
-¿Qué crees que significa?
-No tengo la menor idea.
Ambos se quedaron mirando la
pared como en un trance hipnótico; parecía que ejercía un poderoso magnetismo
sobre ellos. Al cabo de unos minutos rompieron el ensimismamiento con una
reflexión:
-Eduardo, es como si empezase a
encontrar sentido a todo el barullo de líneas. Parece un cuadro que al
principio parece confuso pero luego empieza a adquirir sentido.
Eduardo guardó silencio y cautela
un momento antes de responder.
-Me pasa lo mismo, no está hecho
al azar. Hay un significado aquí.
La pared parecía aumentar su
ascendiente sobre los dos amigos hasta niveles de hipnosis. Incluso no se daban
cuenta de que el dibujo seguía aumentando. Un estruendo de frenos e insultos
vociferantes procedentes de la calle les sacó de su aparente catatonia,
asustados como dos durmientes arrebatados del sueño por un trueno. Pedro se
despabiló antes.
-Nos hemos quedado petrificados.
-Así parece, pero…
-¿Qué?
-Pedro, cada vez tengo más clara
la imagen en mi cabeza. Ha sido terrible, pero he visto algo siniestro. Las
líneas de la pared componían el dibujo de un paisaje horripilante, y en ese
paisaje estaba yo. Caminando entre bestias que me herían; me atacaban
continuamente pero a pesar de las heridas no me consumían. Más que un dibujo
veía imágenes en movimiento.
Pedro, empalidecido y timorato
encontró muchas dificultades en articular palabra. Quién sabe si por no haberse
desembarazado todavía del sopor o por haber encontrado un sentido tortuoso a
las palabras de Eduardo.
-Yo he visto otra cosa. Estaba
colgado, boca abajo, por lo pies en la pared de un barranco. Colgaba de una
rama carcomida, a punto de quebrarse. Unas aves se acercaban a mí volando a
gran velocidad. Eran simples gorriones; pequeños, frágiles, insignificantes.
Pero con sus pequeños picos consiguieron horadar la cuerda y comencé a caer.
Sin fin. Tengo la sensación de haber caído durante horas.
Eduardo tuvo la suficiente
lucidez como para coger del brazo a su amigo y sacarle inmediatamente de la
habitación. Volvieron con urgencia al comedor donde previamente habían estado
observando los sellos. Hubo muchos silencios reflexivos y pausas valorativas,
pero no era difícil pensar que en aquella habitación ocurría un fenómeno muy
lejos del alcance del entendimiento. Habiendo reconocido esta evidencia,
decidieron comprobar si esta conclusión era válida para todo el mundo.
¿Cualquier persona podría ver en esa pared imágenes pesadillescas basadas en los trazos de la pared? ¿Por qué
cada imagen personal era tan distinta de las demás?
Decidieron no comentar nada a los
vecinos o convecinos de Eduardo, toda vez que su casa pudiera convertirse en un
alboroto constante. Difícil iba a ser mostrar la casa a alguien más, sea de
donde fuere, sin que no se extendiera a límites afanosos e incómodos la salva
de asombro y curiosidad. No obstante, no se podía minimizar lo que ambos, a su
modo, habían visto, de manera que decidieron buscar a un tercer contendiente
para contrastar sus visiones. Pedro conocía, de hecho estaba emparentado, a un psicólogo para este menester. Es curioso
que tuviesen la idea de consultar a este tipo de especialista, como si ambos
presupusiesen que sería capaz de portar consigo la luz de cordura que iluminase
aquella oscura alucinación.
La pared prácticamente era ya una
superficie negra donde un vistazo sutil no podía revelar nada definido; sin
embargo Eduardo tomó como providencia no entrar en ese cuarto hasta que llegase
el psicólogo a tratar… a tratar no se sabe muy bien el qué. Tomo está
determinación por haber mirado de nuevo en el galimatías ennegrecido que estaba
trastocando su vida, su felicidad y su cordura. De nuevo se quedó, anonadado,
petrificado, como si la pared resultara la entrada a un mundo mortífero y
magnético. Las imágenes que veía eran ahora del todo abstractas, o al menos eran
lo suficientemente inefables como para carecer de una descripción válida en
cualquier lenguaje. Lo único que percibía una poderosa sensación de culpa; de
metamorfosis en la criatura más baja de la creación. Ernesto tuvo la precaución
de activar la alarma del móvil para cinco minutos después de comenzar el
escrutinio de la pared. Cuando despertó, Ernesto lo hizo para varios días.
Anduvo sin dormir unas dos noches.
La sensación de último clavo
ardiendo se hizo intensa hasta lo insoportable cuando el doctor Ignacio Ademuz
llegó a la casa de Ernesto. El psicólogo tenía algo de maquinal en su rostro;
una conjunción de hieratismo y concentración. Llegó ataviado elegante y
funestamente: traje y corbata negra, camisa intensamente blanca y unas gruesas
gafas de pasta. Sin preámbulos pregunto dónde estaba la habitación. Pedro iba
con ellos.
-A primera vista es una pared
pintada de negro. No creo que quepa mucho lugar para dibujos o visiones.
-Le ruego que lo intente, por
favor. Deberá concentrarse y mirar fijamente durante un rato.
-Muy bien caballeros, veamos que
hay que en esta pared.
Ignacio Ademuz se concentró
concienzudamente en la negra pared y llegó a asemejarse a una obstinada y
erudita escultura. A Pedro y a Eduardo les parecía que incluso su respiración
había cesado.
-¿He de esperar mucho más,
señores? Solo veo negro y nada más que negro.
Eduardo y Pedro se miraron como
dos locos desterrados a un país de cuerdos, con una curiosidad implorante.
-¿A qué se refiere? ¿No ve
absolutamente nada?
-En absoluto. No veo ni dibujos,
ni figuraciones.
Todos parecían meditar
profundamente. El doctor metódico; los amigos aterrados.
-¿Y a qué atribuyen este
fenómeno?
-Continuará-
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