viernes, 10 de agosto de 2018

Punto Fijo (Parte 1)


Antropológicamente hay rituales de los cuales ningún mortal está exento. El día en que Ignacio Pedraza iba a presentar  su novia a sus padres, era una de tantas situaciones embarazosas que en el mundo han sido desde que se estableció el protocolo a seguir de las relaciones estables. Ignacio siempre se ha había mostrado escéptico, por no decir reacio, a tan inveterada costumbre. No obstante, de forma repentina y para sorpresa de  Clara, su novia, el rechazo frontal se había convertido casi en entusiasmo. Tras casi ninguna deliberación Ignacio y Clara se dirigían en coche hasta la casa de los padres de éste.


-Sigo sin entender muy bien que haya sido precisamente ahora cuando todas mis plegarias e indirectas han dado su fruto. Creía, en el mejor de los casos, que te avergonzabas de mí.

-¿En serio era tan importante para ti? El que tu eleves plegarias para algo debe indicar algo parecido a la desesperación. No; sencillamente creo que es una cuestión de receptividad.

-¿Receptividad? ¿Crees que no les caía bien?

El rostro de Clara se iba configurando alrededor de una mueca de desagradable sorpresa. Justo cuando faltaban unos minutos para el encuentro con sus suegros.

-No les caías de ninguna forma. No te conocen. Oye, no te preocupes. Si hay algún culpable soy yo. 

Debí darme cuenta de que querías dar este paso. Que por otra parte no creo que sea merecedor de tanta importancia.

-No sé si lo que dices me tranquiliza mucho.

No quedaba mucho margen para averiguarlo. Apenas cinco minutos después se encontraban aparcando justo enfrente de la case donde viven los padres de Ignacio. Se encontraba en una calle que a Clara se le antojó algo anómala. Estaba situada en el extrarradio y su morfología, aparte de ser larga y estrecha, era inquietantemente uniforme. Parece como si se hubiera diseñado añadiendo un continuo “corta y pega” de una misma manzana.

-Bueno ¿preparada para el reto?

-No seas tonto; vamos.

Los padres de Ignacio vivían en el tercer piso. Fue éste el que llamó a la puerta; la espera se le hizo a Clara absurdamente interminable. Finalmente su suegro abrió despaciosamente la puerta. Acaso fuera por el nerviosismo de la ocasión, o por la más bien ambigua actitud de su marido, Clara esperaba encontrarse con unos suegros huraños y hoscos habitando una mazmorra lúgubre y ominosa. Pero no; no era así. La casa parecía todo lo apacible y acogedora que podría parecer. Y parecía realmente agradable.

Los padres eran el modelo absolutamente clásico de una pareja de recién jubilados y los primeros compases fueron absolutamente agradables.

-En fin; padres. Os presento a mi novia, Clara Batista. Clara; estos mis padres, Domingo y Rosario. Y ahora viene cuando os dais un beso y pasamos a tomar café.

Como así fue en efecto. La parte del saludo ya estaba convenientemente superada, ahora venía la parte del café y la conversación. O lo que es lo mismo, la parte más peligrosa del abrumador protocolo social que estaba viviendo.

-Estamos muy contentos tu madre y yo de que hayas traído a tu novia a casa. Ya empezábamos a dudar de su existencia y no es que Ignacio haya traído muchas chicas a casa precisamente.

-Por Dios papá, deja algo para cuando llegue la merienda. No empieces a humillarme tan pronto.
En realidad la velada iba resultando agradablemente rutinaria, lo que estaba cerca de indicar que el objetivo se estaba cumpliendo sin demasiadas perturbaciones. La conversación casi parecía proveniente de un orden del día prestablecido; no faltaron los puntos referentes a cómo se conoció la feliz pareja, en qué trabajaba Clara y cuáles eran los planes de futuro (sin duda la parte más espinosa de la conversación). Una hora y tres cuartos más tarde, cuando la cosa se empezaba a alargar en demasía parece que la charla llegaba a su fin.

-Pues nos ha encantado conocerte Clara. Domingo y yo ya teníamos muchas ganas de verte en persona. Ignacio nos ha hablado mucho de ti y ya teníamos la sensación de que serías la elección correcta.

-Gracias, señora Pedraza.

-No es nada, querida. Y ahora queda la última parte de la visita,

-¿Última parte? ¿A qué se refiere?

-Cariño, no te lo había explicado pero es algo muy importante. No te preocupes, también es muy fácil. Tenemos que ir a mi habitación.

-Pero… tú ya no vives aquí.

-Bueno, a mi antigua habitación.

-Oh, de acuerdo. ¿Pero que tenemos que ver allí?
Tres pares de ojos se posaron fijamente en los de Clara. Pareciera como hubiera hecho una pregunta inconveniente.

-Clara; allí he pasado gran parte de mi vida. No es cualquier cosa. La verdad es que tu pregunta me decepciona un poco.

En todo caso a Clara le pareció una voz de decepción y enfado, acorde con un semblante arisco e impermeable. Las caras de sus suegros hacían una perfecta imitación, por cierto. El silencio que sobrevino después era un buen inductor al miedo, como si algo grave e invisible hubiera acontecido.

-Lo siento, no tenía intención de ofender… No sé muy qué decir, estoy un poco confusa. Tengo la impresión de que todos os habéis enfadado.

-Mejor no digas nada más. Vamos a mi habitación.

De hecho los cuatros se dirigieron hacia la antigua habitación de Ignacio. Para ligero alivio de Clara, el semblante de los otros se había distendido notablemente. La puerta estaba cerrada, pero con una solemnidad tremendamente exagerada Ignacio abrió la puerta como si estuviese abriendo un portal hacia algo maravilloso y terrible. Al fin se pudo vislumbrar lo que había. No había, aparentemente, nada de particular. Ignacio se adelantó e invitó a los otros a pasar también. Como un maestro de ceremonias tomó la palabra.

-En realidad Clara, tenemos que ser indulgentes contigo. La gente, por lo general, no tiene apego a muchas cosas importantes; como a las cosas que nos acompañan durante años o al pasado mismo. Nosotros te enseñaremos otra perspectiva. Porque ¿qué es lo que ves en esta habitación?
Clara empezó a elucubrar, torpemente por el miedo, si había una respuesta correcta y salvadora que la librase de otro siniestro gesto de censura. El pánico la indujo a ser descriptiva.
-Bueno, parece la habitación normal; de alguien joven. Con posters y figuras de acción, algún trofeo.
-Hay muchos más. Está exactamente igual que el día que me marché de casa; nada está fuera de lugar; todo se ha conservado igual. Puedes ver los objetos mismos que había cuando dejé la habitación y en su misma disposición. No se ha añadido ni quitado nada.

-¿Qué… qué?

-¿No notas que esta habitación huele a vida? ¿A tiempo detenido? En realidad es como si no me hubiera ido de aquí. Esto es un templo. Mi templo. Como el que cualquiera debería de tener.

En un razonamiento desesperado Clara pensó que una buena huida hacia adelante sería disfrazar su azoramiento con una pregunta.

-Pero hay muchos pequeños detalles. ¿Qué ocurrirá si por cualquier pequeño accidente se moviera o cayera cualquier cosa?

Ignacio pareció apreciar sinceramente la pregunta y respondió de buen grado.

-Bueno, si algo si rompiese moveríamos cielo y tierra para encontrar algo idéntico a lo que se hubiese roto. Y se algo se mueve o se descoloca tenemos el socorro de un gran instrumento a nuestro alcance: nuestra memoria. Conocemos cada centímetro cuadrado de esta habitación, sencillamente porque mis padres y yo lo hemos escudriñado hasta memorizarlo. Y si no, siempre nos queda la tecnología. Observa.

Al punto Ignacio sacó su móvil y comenzó a mostrar a Clara toda una galería de fotos de cada uno de los rincones, sitios y escondrijos de su habitación.

-Aquí está todo. Es muy útil para mantener la disposición si algo se mueve.
Sencillamente, Clara, no podía dar crédito a esa demente meticulosidad. La obsesión por algo tan extravagante y nimio, sin duda producía miedo. Inesperadamente llegó la distensión.

-Te veo asustada. Tranquilízate, es solamente una costumbre. No somos unos chiflados, ni unos raritos pintorescos. Sencillamente es…
Ignacio, que sonreía mientras decía esto, parecía excesivamente concentrado buscando una definición para esa adoración a las habitaciones y a los objetos que contienen. Incluso fue Clara quien, asustada, aventuró un concepto.

-¿Una costumbre?

-Sí, sí. Una costumbre. Y no creo que haga daño a nadie ¿no? Es amor a las cosas-

-Las cosas tienen su espíritu, Clara.

Fue la madre de Ignacio quien soltó aquella sentencia expeditiva y nuevamente esotérica. Su hijo la miró con moderado enojo.

-Es una forma de expresarlo, supongo. Bueno, tampoco nos pongamos hoy muy pesados con esto. Ahora sí que es el momento de que nos vayamos. En fin, creo que ha sido una visita muy agradable. Trámite cumplido.

Y diciendo esto guiñó el ojo a una todavía asustada Clara, quizá buscando relajar su conturbación.

Las vicisitudes del noviazgo desembocaron en matrimonio y éste en un nuevo nivel de convivencia. El extraño episodio de la antigua habitación de Ignacio era, en cierto modo, agua pasada, pero volvía eventualmente. Para empezar, como buen hijo y buena nuera volvían de cuando en cuando a casa de los padres de Ignacio. Y en cada visita, a última hora, siempre había un momento de arrobo casi religioso en el que todos (salvo Clara, que más bien disimulaba) se introducían en la habitación de Ignacio y permanecían con los ojos cerrados como estatuas durante unos minutos.

Como el resto de la convivencia era normal y agradable, no era una circunstancia propicia para dar pie a fuertes discusiones. Sin embargo Clara odiaba ese periódico ritual. Su propia casa se había mantenido hasta ahora al margen de extravagancias de esa índole, hasta que un día la extrañeza hizo acto de aparición. Ambos estaban tranquilamente sentados en la sala de estar.

Continuará...

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