-No; no se trata de vandalismo
gratuito, no se trata de trastadas insensatas. Yo quería estar aquí. Éste es el
lugar donde soy menos peligroso. Señor comisario, mi mala acción debió de ser
mucho mayor. Así que le solicito ayuda.
El comisario Casimiro Giner miró
los datos del que parecía ser el detenido más peculiar de cuantos habían
aparecido por sus dominios. El susodicho sujeto, que decía ser y llamarse Ramón
Mencías, era un caso flagrante de
extravagancia, de anomalía en estado puro. Un hombre ansiando y porfiando por convertirse
en recluso. Tal desprecio por la libertad individual de uno para sí mismo era
sin duda inaudito.
-Repasemos los hechos una vez
más. Usted ha arrojado piedras sobre los cristales de tres sucursales bancarias
próximas entre sí, mientras profería unos gritos definidos por algunos testigos
como “demenciales”. En el momento en que una pareja de agentes llegó hasta
usted para detenerle también había despachado a gusto las lunas de varios
vehículos. Usted alega que el motivo para tal comportamiento es… ingresar en
prisión.
-Tengo que estar preso, es la
única solución que tengo para mí y para todos los que tengan relación conmigo.
De otro modo, estarían en peligro.
-¿Puedo preguntar por qué es un
usted un peligro? Según lo veo yo, usted no pasa de vándalo.
-Decírselo sería peor, no creo
que me comprendiese y mucho menos que me crea. Creo que he cometido un error de
cálculo. ¿Cuánto me puede caer?
El comisario Giner no disimulaba
que no podía salir de su asombro.
-¿Es que no tiene adónde ir?
¿Quién en sus cabales iba a querer pasar aquí el mayor tiempo posible?
-Yo estoy muy en mis cabales,
comisario. Y deseo hospedarme entre rejas.
-¡Pues que así sea, joder!
45 días después, un contrariado
Ramón Mencías era puesto en libertad con la mirada de un hombre temeroso de sí
mismo.
En los interrogatorios habidos
tiempo después, cuando Ramón fue arrestado de nuevo, estaba presente de nuevo
(entre otras personas) el comisario Giner. Las circunstancias, no obstante,
eran forzosamente distintas; ahora el crimen cometido era mayor.
-Como oí en una película ¿eres
consciente de lo loco que estás? Te has cargado a alguien solo con el propósito
de ingresar en prisión. Necesito que me lo expliques ya, porque la
investigación es imparable y lo que sé de ti me dice que no vas a ponernos las
cosas fáciles.
-Voy a hacer todo lo posible por
inculparme aún más de lo que lo hacen ya las circunstancias. Todo ello me hace
ver que ya no importa demasiado lo que crean de mí; lo que diga no variará a
mejor lo que me ocurra.
-Creo que este es el momento de
una declaración jurada.
-Como quiera. Lo que tengo que
contar es esto:
Verán señores; no tengo ni idea
de qué principio, fuerza o azar me ha llevado hasta aquí. Solo puedo decir que
un siniestro karma se ha apoderado de mi vida dejando un reguero de muerte. Y
no me refiero al asesinato por el que me han detenido.
- ¿Insinúa que hubo más?
-Asesinatos, no. Muertes por mi
causa, sí.
-¡Basta ya de acertijos, karmas y
gilipolleces! Quiero una confesión de la vieja escuela, con la verdad pura y
simple.
El ataque de ira del comisario se
manifestó ruidosamente mediante un golpe seco en la mesa.
-Por favor, debo contar mi
historia de seguido. Déjeme que me explique y luego juzgue.
Un bufido aquiescente animó a
Ramón Mencías a seguir.
-Nunca he sido buena persona y
hasta poco no me importaba. No era un criminal pero si tenía ciertos
comportamientos execrables. Desde hace unos años vivía con un hermano y durante
no poco no poco tiempo fui una fuente de preocupaciones para él. Digamos que
tenía una vida desordenada. Podía pasarme de jarana varios días sin llamar y
cuando a veces llegaba a casa lo hacía en un estado… poco virtuoso. A veces
llegaba tan agitado que el mobiliario sufrió algunos daños.
Ramón Mencías paró un momento
como tratando de evocar turbios recuerdos con la correspondiente cara mirada
perdida. Al poco prosiguió.
-Mi hermano estaba casado y mi
actitud fue una prueba muy fuerte para su matrimonio. La situación en la casa
era insostenible. Pero sin embargo nunca llegué a pensar que mi hermano optaría
por quitarse la vida.
Un muro de silencio se erigió en
la habitación. Ramón Mencías parecía invadido por una tristeza visible pero
hermética; más enigmática que desazonada.
-¿Su hermano se suicidó?
-Sí; así es. En la bañera, con
una cuchilla. Ya sabe el procedimiento, supongo.
-¿Podría decirme el nombre de su
hermano?
-Ginés Mencías.
La respuesta fue mecánica;
parecía más la solución a un problema aritmético que a un acontecimiento
trágico. El comisario hizo un gesto a una persona a su lado indicando que
buscara el dato concreto sobre el suicidio del
tal Ginés Mencías.
-Continúe.
-No diré nada inesperado si digo
que aquel acontecimiento cambió mi vida. Pero en mi caso quiero creer que todo
aquello tenía una significación especial. En realidad nunca me había preocupado
por nadie, nunca había sentido demasiada empatía. Y también descubrí un nuevo
sentimiento: la culpa. Me era inevitable pensar que Ginés se había vuelto así
por mi culpa. Llevé su vida hasta extremos insoportables. Me sentía un asesino,
si quiere que le diga la verdad.
-¿Es eso lo que tiene que
confesar? Indicaría que usted es un hijo de perra, no un criminal. Hasta hoy,
claro.
-Mi historia continúa. La mujer
de mi hermano nunca me tuvo cariño, de hecho me odiaba. Internamente también me
culpaba, supongo, por la muerte de Ginés. Ni que decir tiene que me fui de su
casa, pero la suerte (a saber por qué) me fue propicia. Un excompañero de
trabajo, dudo si llamarle amigo, me ofreció su casa mientras yo buscaba un
lugar más o menos definitivo.
-¿Y no tenía más familia? Padres,
etc.
-Con mis padres me enfadé hace ya
años. Vivía con mi hermano porque afortunadamente Ginés era más indulgente. Nos
vimos en el entierro de mi hermano y digamos que nuestro encuentro fue
totalmente gélido. Y me alegro de que así haya sido.
Una evidentísima cara de
impaciencia hacía patente que Casimiro Giner estaba absolutamente hastiado de
este fárrago de dramas familiares-
-Señor Mencías, le rogaría que su
declaración fue más la hueso, porque, aunque no lo haya advertido, está usted
en graves problemas.
-De esos problemas no saldré ya,
me temo. Continúo. Me fui a vivir con mi excompañero de trabajo Esteban
Morella. Digo el nombre por si quieren comprobarlo. Esteban era la persona más
jubilosa que yo había visto; parecía una llama que irradiaba luz y que era
incapaz de estarse quieta. Sin embargo yo conseguí, con mi estancia en su casa,
que Esteban se marchitase progresivamente. Yo, terriblemente inconsciente, repetí
el patrón de vida que tenía cuando vivía en casa de mi hermano. Era un círculo
vicioso, me sentía abatido por lo de mi hermano y el alcohol era la forma más
indicada para arrinconar la tristeza y la recién adquirida culpa. Hice de la
vida de Esteban una auténtica penitencia.
-A que lo adivino señor Mencías
Usted hizo tanta mella en su amigo que su carácter empezó a cambiar
progresivamente hasta…
-Hasta el suicidio; así es. En
este caso adopto un método también clásico, arrojarse por un balcón.
Desde un
séptimo piso.
El comisario Giner debió de
sentir una cantidad elevadísima de perplejidad para que su enojo se viese
atemperado. Una genuina curiosidad se abría paso en él.
-Hay una cuestión que me interesa
conocer. ¿Cómo es que habla tan tranquilo? Habla de cosas atroces como quien
habla de sus últimas vacaciones.
-Quien conoce su destino no teme
lo peor. Mi alma ya ha sido condenada, todo lo que venga por añadidura será ya
una minucia.
-Le ruego que se explique.
-Pero para eso hemos de seguir
con mi historia.
Casimiro Giner afirmó suavemente
con la cabeza.
-Reconozco que me volví casi
totalmente loco. Nadie me culpaba de nada, las pruebas de los suicidios eran
irrefutables pero yo me sentía profundamente culpable. Ya le digo, un asesino.
Así que me juzgué a mí mismo como indigno de cualquier compañía, y rehaciéndome
como pude opté por ser un preso. Atraigo la muerte de los que se preocupan de
mí, señor comisario. Y en presidio no creo que nadie lo haga.
-La única explicación lógica es
que trates de alegar alguna enfermedad mental para tratar de atenuar tu
sentencia. Lo poco que saco en claro es que estás rematadamente loco.
-¿Atenuar? Ya le dije cuando me
detuvieron por vandalismo que haría algo más grave. Era mi voluntad estar aquí
todo lo posible. Y cuando vuelva salir, espero que dentro de mucho, volveré a
matar. De otro modo, mucha más gente moriría; al menos potencialmente.
-Tengo una idea mejor, Mencías.
¿Por qué no te suicidas tú? Según tu tarada teoría sí que salvarías a un montón
de gente. Ya no serías una fuente de suicidio.
-Tengo miedo, supongo.
-¿Miedo? No; tú no eres mártir, ni
un sacrificado en aras de la vida humana. Tú tiendes al mal, Mencías. Te
excusas en maldiciones y azares raros, pero tú fuiste el responsable de todas
las muertes. A saber cómo serían aquellos suicidios. Quizá haya que reabrir las
investigaciones.
En este punto Ramón Mencías parecía
increíblemente exhausto.
-Se puede tener vileza,
remordimientos y miedo. No simplifique las cosas. Yo ya he hecho todo lo que
podía.
Apenas nada más se pudo rascar de
aquella declaración. A la espera de todo lo dicho y ocurrido, Ramón Mencías
pasaba a disposición judicial. En un último vistazo el comisario Giner mostraba
extrañeza, duda y algo asemejado a la preocupación por el preso.
El tiempo siguiente a partir de
este evento fue calamitoso para el comisario Giner. Lo que comenzó como una
retahíla de bajas injustificadas, desarreglos en todo orden de cosas y una
evidente decadencia terminó en un despido fulminante. Las siguientes noticias
fueron nefastas en su grado máximo. Llegaron informaciones, al poco tiempo de
dominio público, de que el ex comisario Giner había puesto fin a su vida
haciendo uso de un arma de fuego. Acaso la costumbre de permanecer armado siguió
perviviendo en él.
Cuando el preso Ramón Mencías
conoció el hecho, adoptó una mueca difícil de interpretar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario