jueves, 26 de julio de 2018

El Prisionero


-No; no se trata de vandalismo gratuito, no se trata de trastadas insensatas. Yo quería estar aquí. Éste es el lugar donde soy menos peligroso. Señor comisario, mi mala acción debió de ser mucho mayor. Así que le solicito ayuda.

El comisario Casimiro Giner miró los datos del que parecía ser el detenido más peculiar de cuantos habían aparecido por sus dominios. El susodicho sujeto, que decía ser y llamarse Ramón Mencías, era un caso flagrante  de extravagancia, de anomalía en estado puro. Un hombre ansiando y porfiando por convertirse en recluso. Tal desprecio por la libertad individual de uno para sí mismo era sin duda inaudito.


-Repasemos los hechos una vez más. Usted ha arrojado piedras sobre los cristales de tres sucursales bancarias próximas entre sí, mientras profería unos gritos definidos por algunos testigos como “demenciales”. En el momento en que una pareja de agentes llegó hasta usted para detenerle también había despachado a gusto las lunas de varios vehículos. Usted alega que el motivo para tal comportamiento es… ingresar en prisión.

-Tengo que estar preso, es la única solución que tengo para mí y para todos los que tengan relación conmigo. De otro modo, estarían en peligro.

-¿Puedo preguntar por qué es un usted un peligro? Según lo veo yo, usted no pasa de vándalo.

-Decírselo sería peor, no creo que me comprendiese y mucho menos que me crea. Creo que he cometido un error de cálculo. ¿Cuánto me puede caer?

El comisario Giner no disimulaba que no podía salir de su asombro.

-¿Es que no tiene adónde ir? ¿Quién en sus cabales iba a querer pasar aquí el mayor tiempo posible?

-Yo estoy muy en mis cabales, comisario. Y deseo hospedarme entre rejas.

-¡Pues que así sea, joder!

45 días después, un contrariado Ramón Mencías era puesto en libertad con la mirada de un hombre temeroso de sí mismo.

En los interrogatorios habidos tiempo después, cuando Ramón fue arrestado de nuevo, estaba presente de nuevo (entre otras personas) el comisario Giner. Las circunstancias, no obstante, eran forzosamente distintas; ahora el crimen cometido era mayor.

-Como oí en una película ¿eres consciente de lo loco que estás? Te has cargado a alguien solo con el propósito de ingresar en prisión. Necesito que me lo expliques ya, porque la investigación es imparable y lo que sé de ti me dice que no vas a ponernos las cosas fáciles.

-Voy a hacer todo lo posible por inculparme aún más de lo que lo hacen ya las circunstancias. Todo ello me hace ver que ya no importa demasiado lo que crean de mí; lo que diga no variará a mejor lo que me ocurra.

-Creo que este es el momento de una declaración jurada.

-Como quiera. Lo que tengo que contar es esto:

Verán señores; no tengo ni idea de qué principio, fuerza o azar me ha llevado hasta aquí. Solo puedo decir que un siniestro karma se ha apoderado de mi vida dejando un reguero de muerte. Y no me refiero al asesinato por el que me han detenido.

- ¿Insinúa que hubo más?

-Asesinatos, no. Muertes por mi causa, sí.

-¡Basta ya de acertijos, karmas y gilipolleces! Quiero una confesión de la vieja escuela, con la verdad pura y simple.

El ataque de ira del comisario se manifestó ruidosamente mediante un golpe seco en la mesa.

-Por favor, debo contar mi historia de seguido. Déjeme que me explique y luego juzgue.

Un bufido aquiescente animó a Ramón Mencías a seguir.

-Nunca he sido buena persona y hasta poco no me importaba. No era un criminal pero si tenía ciertos comportamientos execrables. Desde hace unos años vivía con un hermano y durante no poco no poco tiempo fui una fuente de preocupaciones para él. Digamos que tenía una vida desordenada. Podía pasarme de jarana varios días sin llamar y cuando a veces llegaba a casa lo hacía en un estado… poco virtuoso. A veces llegaba tan agitado que el mobiliario sufrió algunos daños.
Ramón Mencías paró un momento como tratando de evocar turbios recuerdos con la correspondiente cara mirada perdida. Al poco prosiguió.
-Mi hermano estaba casado y mi actitud fue una prueba muy fuerte para su matrimonio. La situación en la casa era insostenible. Pero sin embargo nunca llegué a pensar que mi hermano optaría por quitarse la vida.

Un muro de silencio se erigió en la habitación. Ramón Mencías parecía invadido por una tristeza visible pero hermética; más enigmática que desazonada.

-¿Su hermano se suicidó?

-Sí; así es. En la bañera, con una cuchilla. Ya sabe el procedimiento, supongo.

-¿Podría decirme el nombre de su hermano?

-Ginés Mencías.

La respuesta fue mecánica; parecía más la solución a un problema aritmético que a un acontecimiento trágico. El comisario hizo un gesto a una persona a su lado indicando que buscara el dato concreto sobre el suicidio del  tal Ginés Mencías.

-Continúe.

-No diré nada inesperado si digo que aquel acontecimiento cambió mi vida. Pero en mi caso quiero creer que todo aquello tenía una significación especial. En realidad nunca me había preocupado por nadie, nunca había sentido demasiada empatía. Y también descubrí un nuevo sentimiento: la culpa. Me era inevitable pensar que Ginés se había vuelto así por mi culpa. Llevé su vida hasta extremos insoportables. Me sentía un asesino, si quiere que le diga la verdad.

-¿Es eso lo que tiene que confesar? Indicaría que usted es un hijo de perra, no un criminal. Hasta hoy, claro.

-Mi historia continúa. La mujer de mi hermano nunca me tuvo cariño, de hecho me odiaba. Internamente también me culpaba, supongo, por la muerte de Ginés. Ni que decir tiene que me fui de su casa, pero la suerte (a saber por qué) me fue propicia. Un excompañero de trabajo, dudo si llamarle amigo, me ofreció su casa mientras yo buscaba un lugar más o menos definitivo.

-¿Y no tenía más familia? Padres, etc.

-Con mis padres me enfadé hace ya años. Vivía con mi hermano porque afortunadamente Ginés era más indulgente. Nos vimos en el entierro de mi hermano y digamos que nuestro encuentro fue totalmente gélido. Y me alegro de que así haya sido.

Una evidentísima cara de impaciencia hacía patente que Casimiro Giner estaba absolutamente hastiado de este fárrago de dramas familiares-

-Señor Mencías, le rogaría que su declaración fue más la hueso, porque, aunque no lo haya advertido, está usted en graves problemas.

-De esos problemas no saldré ya, me temo. Continúo. Me fui a vivir con mi excompañero de trabajo Esteban Morella. Digo el nombre por si quieren comprobarlo. Esteban era la persona más jubilosa que yo había visto; parecía una llama que irradiaba luz y que era incapaz de estarse quieta. Sin embargo yo conseguí, con mi estancia en su casa, que Esteban se marchitase progresivamente. Yo, terriblemente inconsciente, repetí el patrón de vida que tenía cuando vivía en casa de mi hermano. Era un círculo vicioso, me sentía abatido por lo de mi hermano y el alcohol era la forma más indicada para arrinconar la tristeza y la recién adquirida culpa. Hice de la vida de Esteban una auténtica penitencia.

-A que lo adivino señor Mencías Usted hizo tanta mella en su amigo que su carácter empezó a cambiar progresivamente hasta…

-Hasta el suicidio; así es. En este caso adopto un método también clásico, arrojarse por un balcón. 

Desde un séptimo piso.

El comisario Giner debió de sentir una cantidad elevadísima de perplejidad para que su enojo se viese atemperado. Una genuina curiosidad se abría paso en él.

-Hay una cuestión que me interesa conocer. ¿Cómo es que habla tan tranquilo? Habla de cosas atroces como quien habla de sus últimas vacaciones.

-Quien conoce su destino no teme lo peor. Mi alma ya ha sido condenada, todo lo que venga por añadidura será ya una minucia.

-Le ruego que se explique.

-Pero para eso hemos de seguir con mi historia.

Casimiro Giner afirmó suavemente con la cabeza.

-Reconozco que me volví casi totalmente loco. Nadie me culpaba de nada, las pruebas de los suicidios eran irrefutables pero yo me sentía profundamente culpable. Ya le digo, un asesino. Así que me juzgué a mí mismo como indigno de cualquier compañía, y rehaciéndome como pude opté por ser un preso. Atraigo la muerte de los que se preocupan de mí, señor comisario. Y en presidio no creo que nadie lo haga.

-La única explicación lógica es que trates de alegar alguna enfermedad mental para tratar de atenuar tu sentencia. Lo poco que saco en claro es que estás rematadamente loco.

-¿Atenuar? Ya le dije cuando me detuvieron por vandalismo que haría algo más grave. Era mi voluntad estar aquí todo lo posible. Y cuando vuelva salir, espero que dentro de mucho, volveré a matar. De otro modo, mucha más gente moriría; al menos potencialmente.

-Tengo una idea mejor, Mencías. ¿Por qué no te suicidas tú? Según tu tarada teoría sí que salvarías a un montón de gente. Ya no serías una fuente de suicidio.

-Tengo miedo, supongo.

-¿Miedo? No; tú no eres mártir, ni un sacrificado en aras de la vida humana. Tú tiendes al mal, Mencías. Te excusas en maldiciones y azares raros, pero tú fuiste el responsable de todas las muertes. A saber cómo serían aquellos suicidios. Quizá haya que reabrir las investigaciones.
En este punto Ramón Mencías parecía increíblemente exhausto.

-Se puede tener vileza, remordimientos y miedo. No simplifique las cosas. Yo ya he hecho todo lo que podía.

Apenas nada más se pudo rascar de aquella declaración. A la espera de todo lo dicho y ocurrido, Ramón Mencías pasaba a disposición judicial. En un último vistazo el comisario Giner mostraba extrañeza, duda y algo asemejado a la preocupación por el preso.

El tiempo siguiente a partir de este evento fue calamitoso para el comisario Giner. Lo que comenzó como una retahíla de bajas injustificadas, desarreglos en todo orden de cosas y una evidente decadencia terminó en un despido fulminante. Las siguientes noticias fueron nefastas en su grado máximo. Llegaron informaciones, al poco tiempo de dominio público, de que el ex comisario Giner había puesto fin a su vida haciendo uso de un arma de fuego. Acaso la costumbre de permanecer armado siguió perviviendo en él.

Cuando el preso Ramón Mencías conoció el hecho, adoptó una mueca difícil de interpretar.





No hay comentarios:

Publicar un comentario