--------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
Es poca la luz que hay en mi casa
y sin embargo todo está entre como atrapado entre ámbar; dorado y difuso. De
las horas que quedan, apenas nueve, no tengo noticias de que haya mente o
conciencia dispuestas a soportarlas con sosiego y raciocinio. Veo a mis padres
afanados; parece que estén inmersos en los preparativos de un largo viaje, como
si con la carga de los fardos hubieran también de acarrear un peso espiritual
lesivo e intolerable. Podría ser rigurosamente cierto.
Miro a las paredes de mi
habitación traspasándolas, destinando una mirada cansada a Dios sabe dónde, ni
para qué. Evalúo todo lo aplazable y advierto que ya ni me divierte, ni me
narcotiza. Es hora de irse a dormir.
Es en mi cama donde pongo a
trabajar a la razón y me exijo explicaciones y culpas y pondero qué camino pude
haber tomado. En, como poco, nueve horas entraré en un quirófano y seré tajado
en mi costado izquierdo, intervenido, suturado y quizá reiniciado. Maravillas
del riñón. Y de qué sucederá después nadie puede darme cuenta, nadie
cartografía nuestro eventos venideros, ni aventura más de lo que cree. En
definitiva, todo es negritud, como en este dormitorio, donde trato de reposar
por última vez antes de la expedición a un edificio blanco (o eso creo)
aséptico y juraría que en otra dimensión.
Pronto descubro que el miedo agota y
que casi cualquier tribulación es insuficiente ante el brutal peso de la
angustia. Comienzo a dormirme en mis dominios, en mi amigable reino. ¿Será la
última vez? ¿Volverán estas paredes a verme descansar? No lo sé. Y en esas tres
palabras está toda mi odisea. Quizá, como dijo alguien una vez, sea demasiado
peso.
No hay fundidos a negros, ni
cortinillas, ni efectos de nieblas hechos con hielo seco. En un sueño nunca se
sabe cómo se llega a estar, pero se está. Y yo estoy en una especie de bar,
garito, local, con la suficiente luz como para ver solamente los rostros de los
que allí están. Todos beben y ríen, gozando de una onírica sordidez, sin atisbo
de preocupación o angustia. Los rostros de estos juerguistas son conocidos,
poco a poco se van aclarando; amigos míos, unos actuales, otros solo ya bagaje
y distancia. Me siento vagamente fuera de escena, como si yo fuese un apéndice,
un figurante.
Soy un postizo en mi propio sueño. Mis amigos comienzan a retirarse
y se van en rigurosa fila india, saliendo a través de una oquedad que no está
cubierta por una puerta sino por dos trozos de tela verticales. Yo, que sigo
estando fuera de onda, hago ademán de seguirlos y me levanto hacía la salida;
franquearla me llevará a otro sitio. No hay ni rastro de mis amigos, de otros
clientes, ni realmente de nadie. Tiene su torcida lógica, estoy en mi antiguo
centro trabajo totalmente a oscuras, entre dos tramos de escalera. Yo esto lo
he visto antes; yo era quien apagaba las luces cuando me quedaba hasta tarde y
salía el último.
Es fácil ser el último, se me da bien. Ahora el edificio
parece ser mayor, tortuoso, intrincado; un arquitecto de la laberintos se ha
afanado en añadir direcciones y dimensiones adicionales. Recorro el edificio y
hay pasajes casi ocultos, escaleras estrechas y recovecos que no había visto.
Después de una marcha errática y temerosa acabo en el sótano. Por medio de
algún ardid, urdido por Dios sabe quién, la puerta se cierra inexplicablemente
y un calor creciente acaba confirmado la presencia de un fuego que amenaza con
devastar todo el edificio. La onírica asfixia acucia, cuando repentinamente
abro los ojos y aparezco traído de vuelta a mi habitación, con el impulso
acelerado y una benéfica amnesia. Lamentablemente acabo recordando casi al
instante; quedan seis horas y media aproximadamente.
Camino del baño pondero las
ventajas de un sueño relajado para acudir en óptimas condiciones al encuentro
de la cirugía. Una parte de mí, atemorizada quizá, piensa que no es
indispensable dormir lo más posible cuando en la siguiente jornada dormiré a
raudales, pensando de lleno en la anestesia y no en flancos funestos. En el
espejo del aseo me veo somnoliento, pero de una somnolencia alarmada, incapaz
de zafarse de pensamientos tétricos. Tengo una mirada triste; en realidad sería
muy triste.
A pesar de todo, ya decía que el
miedo agota, decido pactar una nueva tregua y entregarme al sueño. Cualquier
ensoñación, en estas circunstancias y por muy aterradora que sea, desmiente y
disuelve la realidad. El sueño interpretado como una droga. Y ya estoy allí;
ahora es el pueblo de mi padre. Hay un ir y venir caótico de gente que tengo la
impresión de conocer pero que no identifico con nadie.
Todos andan con prisa y
decisión, y bajo la apariencia de desorden existe una ordenación automática,
casi esotérica. Todo parece un hormiguero y llega a ser tan agobiante que
decido subir al piso superior. Todo allí es más tranquilo, a media luz, con el
jaleo amortiguado. Quién sabe el motivo del jaleo, podría ser una algazara
festiva, podría ser un pánico indefinido. En busca de esclarecimiento llego a
la ventana de mi dormitorio y allí veo a un hombre que con ademanes airados
maneja un rifle y parece dispuesto a disparar.
El pánico funciona como un
resorte y a toda velocidad me dirijo hacia la parte posterior de la casa dando
la voz de alarma. Mi aviso parece surtir efecto y hace que los todavía
desconocidos ocupantes de mi casa, alboroten y se desperdiguen por todos los
lados. Alguno me acompañan y se me unen en una estancia trasera donde nos
parapetamos y nos predisponemos para una catástrofe, inminente e inevitable.
Sucede a todo esto una barahúnda de ruidos y gritos, parecen oírse disparos y
gritos monstruosamente deformados; la confusión difumina todavía más la ya
lejana imagen onírica. Solo siento una indecible sensación de peligro que
subsume todos los sentidos y me marea y me hace gritar.
¿Habré gritado al despertarme?
Sospecho que no, toda la casa parece sostenida en una calma inamovible y sin
embargo ficticia. Quedan tres horas y pico para el ingreso y menos de dos horas
para levantarme. Así que esto es lo que se siente, así que de este modo como
trata uno de defenderse. Es curioso cómo el miedo a la muerte emponzoña cuerpo
y alma, cuestionando de paso tus decisiones vitales. Pero aunque no está todo
consumado, ya es tarde. Cierro los ojos y mi batalla contra vigilia atosigadora
queda en tablas, mi mente queda en una duermevela neblinosa y ambigua que ni
cura ni hiere (profundamente). Queda como hora y media, una hora, apenas media
hora. Mi facción interior más batalladora se agarra violentamente a ficciones
ensoñadoras, formas terroríficas, y arcanos enervantes. Mejor que la realidad,
más sencilla y más letal. La noche no da más de sí, toca levantarse. Todo se
tambalea, yo también.
Si nos hubieran obligado, a punta
de revolver, a sonreír nos hubiera sido completamente imposible. Todo es
circunspección en los últimos preparativos antes de partir al hospital; cuando
los pensamientos fluyen dolorosos al final no acabas pensando en nada, te
sumerges en un aturdimiento resignado. ¿Qué importa tener pesadillas si la
mañana siguiente promete ser resplandeciente? Sin embargo pensando sobre ello
decido que el camino a la sanación es algo bueno. Vuelvo a repensarlo una vez
más y veo el rostro de mis padres; detesto la capacidad de arrastre que tiene
el dolor, la ósmosis del terror; en un infierno privado no debería sufrir nadie
salvo su recluso. Una hora y descontando, antes de cerrar la puerta miro a mi
casa. Me encomiendo a cualquier cosa que me asegure que no será una última
mirada, y a la vez mi mente se convierte en un desfile de últimas cosas. Ojalá
las pesadillas merezcan la pena y nos traigan mañanas resplandecientes. Menos
de una hora.
No hay comentarios:
Publicar un comentario