Ángel Calpena tenía asumido desde
hace muchos años su papel de animal de costumbres. Más que asumida, la
percepción de su vida era más o menos satisfactoria. Uno de los pocos cambios
que podía tolerar era el de cambiar brevemente su residencia con la finalidad
de relajarse; o por ser precisos, para relajarse mientras hace su trabajo.
Ángel Calpena se dedicaba a la escritura. Este término, “escritura” y no
“literatura”, está elegido a conciencia; no pocos críticos se postulan
enérgicamente contra la idea de llamar literatura a las novelas que Ángel
Calpena escribía. Estas novelas eran de un estilo, según muchos, sádico y
macabro; páginas llenas de violencia explícita y muertes retorcidamente
barrocas. Todo a caballo entre la novela negra “hard boiled” y el terror.
Dado que Ángel había conseguido
cierta notoriedad, concedía entrevistas con relativa asiduidad. En todas ellas,
para justificar su estilo “sanguinario” (palabras textuales de un suplemento
cultural) Ángel Calpena hablaba del, por ejemplo, “Giallo”. La prensa, en su
mayor parte, seguía hablando de morbo.
No obstante, al ser su literatura
muy de género, no había alcanzado el volumen de superventas, y podía buscar
lugares tranquilos con relativa facilidad. Ahora mismo estaba en uno de esos
pacíficos lugares: Villafranca del Alto; pueblo no demasiado grande, de paisaje
y localización serrana y de clima fresco. Más aún en septiembre, en esa tierra
de nadie entre el verano y el otoño.
Ángel había reservado una
habitación en un hotelillo para una quincena, con el objeto de finalizar su
último libro. La trama, un tanto laberíntica, había desembocado en una
dificultosa finalización abierta a posibles desenlaces. A los pocos días de
llegar Ángel a Villafranca un extraño suceso conturbó la calma y la propia vida
del escritor.
Se hallaba el novelista ocupado
en la primera rutina diaria; desayunar en la cafería del pequeño hotel. Ángel
siempre trataba de dilatar este pequeño placer todo el rato que su sentido de
la responsabilidad y su pequeño agobio laboral le permitían.
Un último vistazo al periódico
que había en la barra iba a ser el último paso previo antes de volver a su
habitación. Sin embargo, en ese momento un hombre entró en la cafetería y se
sentó a su lado.
-¿Me pones un cortado, Emilio?
Ángel se volvió instintivamente
hacia quien así había hablado y al ver su cara, una oleada de terror barrió
todo rastro de relax que podría tener. Aquella persona junto a él, no era un
desconocido para Ángel; sin embargo no lo había visto nunca. Conocía su cara,
más como un detallado boceto que como una precisa recreación, y sin embargo
nunca había visto a aquel sujeto. Ni en persona, ni en fotografía, ni por
ningún otro medio. Y, sin embargo, la cara que estaba viendo junto a él, era
enormemente familiar. Ángel se estremeció ante el motivo.
Como tantos escritores, Ángel,
tenía una figuración visual de los personajes que construía. Los imaginaba, los
describía en sus borradores, pero también se hacía una imagen mental, vívida y
animada de sus creaciones. Esta cualidad no es privativa de los escritores,
cualquiera al leer un libro se forma su propia imagen de los personajes. El
problema es que Ángel era el autor. El autor del hombre sentado junto a él.
Ángel estaba sentado junto a la
imagen de uno de los protagonistas de su novela en curso. No podía apartar la
vista de lo que parecía ser una fantasmagoría surgida de su mente y de sus
manuscritos. Por sí mismo, esto no revela necesariamente nada extraordinario o
inexplicable. Se trataba de una coincidencia vaga, imprecisa. “Alguien se
parece a un personaje que he creado; bueno, una jugarreta de la mente o una
estúpida asociación de ideas. Nada más”.
La segunda casualidad acaso fue
más asombrosa. El camarero de la cafetería se acercó con el pedido de aquel
tipo diciendo así:
-Toma Diego; tu cortado de rigor.
¡Diego! ¡Aquel hombre se llamaba
Diego! El mismo nombre del personaje novelesco de Ángel. Un asombro más
profundo e inquieto se apoderó de Ángel. Aquella curiosidad le urgía a pasar a
un siguiente nivel de comprobación. Diego, no nos engañemos, es un nombre
común; en cualquier población mínimamente grande habría, como poco, un Diego.
Sin embargo, el apellido no era ya tan común. Alfaya. Ángel Calpena había
bautizado a su personaje como Diego Alfaya. Ahí, de haber coincidencia, sí que
no hay azar o casualidad. Habría un misterio, un arcano, un imposible enigma.
Aquello era demasiado; había que averiguar el apellido de aquel tipo. ¿Pero
cómo? No tuvo ninguna idea genial; sencillamente iniciaría una conversación y
ya veríamos. Y allá fue.
-¿Disculpe usted también se aloja
en el hotel?
Aquel Diego, su personaje, o lo
que fuese, lo miró con moderada extrañeza. Incluso pareció vacilar en contestar
algunos momentos. Cuando lo hizo incluso sonreía.
-No; en realidad vivo en el
pueblo. Sin embargo siempre desayuno aquí; es el mejor café del pueblo.
Se lo
aseguro. ¿Por qué quiere saberlo?
-Bueno, yo sí soy de los
huéspedes del hotel. Parece que la temporada alta ya ha pasado. Me gusta
conocer a otros huéspedes. Son como compañeros de travesía.
Aquel “Diego” comenzó a mirarle
de forma curiosa, aunque sin dejar de ser cordial.
-Curioso punto de vista. Pero
tiene razón, a estas alturas del año ya empiezan a escasear los turistas.
Al
menos los que no sean de los de echarse a los riscos y hacer rutas montañeras.
¿Y usted que hace en Villafranca?
Ángel optó por decir la verdad y
tratar de hacer camino desde ahí.
-Escribo. Me apetecía hacerlo con
cierta calma, pero sin aislarme del mundo.
-¿Escritor? ¿Cómo se llama? ¿Ha
escrito algo que yo pueda haber leído?
-Pues a lo segundo no sé
responderle, pero a lo primero sí. Me llago Ángel Calpena. ¿Y usted?
El escritor extendió cordialmente
la mano con la esperanza de que aquel hombre fuese recíproco y aceptase el
apretón mientras le decía su nombre.
-Diego Alfaya, dijo. Me llamo
Diego Alfaya.
En su habitación de hotel Ángel
paseaba nervioso. Una ocurrencia suya, dentro de su novela en curso, se había
encarnado y había interactuado con ella. El shock fue total, una vez conoció el
nombre de hombre improvisó una excusa y salió de la cafetería con ímpetu
torrencial. Ahora ya, en su habitación, varias horas después seguía dando
vueltas al asunto con desesperante obsesión. ¿A qué era atribuible aquella
visión? ¿Un resultado de una mente atribulada por la presión por acabar el libro
dentro del plazo exigido? ¿Una indescriptible concatenación de casualidades o
de procesos inconscientes? No; aquello tenía que significar algo. Por de pronto
había coincidencia que, incluso, estaba
decorada con tintes muy macabros.
El personaje de Diego de Alfaya
vivía en un pueblo de corte muy similar a Villafranca. La elección por parte de
Ángel de ese lugar no se debía solamente a motivos de sosiego. También esperaba
espolear su inspiración residiendo en un lugar parecido al del desarrollo de la
novela. En la trama, un delirante y brutal culto, constituido como sociedad
secreta, lleva a cabo unos brutales crímenes rituales en un pueblo de montaña.
Y el personaje de Diego de Alfaya era uno de los personajes “buenos”;
protagonista de buena parte de la historia y además perfectamente sacrificable
en aras de un vistoso asesinato con el que pasmar al lector.
Se aproximaba la noche y Ángel
daba ya el día por perdido. No había salido de casa, pero tampoco había hecho
nada fructífero; su asombro consternado imposibilitaba cualquier concentración.
Ni una letra había salido de él aquel día. Entre los sentimientos que asediaban
a Ángel poco a poco se iba imponiendo el de responsabilidad. Su novela podría
estar inconclusa, pero en lo ya escrito Diego Alfaya ya había muerto de forma
horrorosa. Sucintamente diremos que sufriendo todo tipo de evisceraciones.
¿Estaba la vida imitando al arte?
¿Sufriría la persona con la que había hablado esta mañana el mismo terrible
final que el personaje de su novela? Otra inverosímil casualidad hizo que esta
posibilidad, contra todo pronóstico, bullera en la cabeza de Ángel. Las fechas.
La muerte de Diego Alfaya se sitúa, en la novela, el día 23 de septiembre. El
escritor no hubo de elucubrar mucho para acordarse de que ese preciso día era
22 de Septiembre.
Al bajar a cenar, nuevamente en
la cafetería del hotel, Ángel llevaba un plan ligeramente urdido y de una
simplicidad aplastante. Preguntar al responsable de la cafetería qué sabía de
aquel Diego de Alfaya y tratar de llegar a alguna conclusión. No había que
andarse por las ramas.
-Oiga, ¿qué sabe de esa persona
con la que he hablado esta mañana? Ya sabe el que se llamaba Diego Alfaya.
-¿Diego? Bueno, es de Villafranca
de toda la vida; como su familia. Aunque ha vivido alguna temporada larga en la
ciudad. Ahora mismo regenta un negocio no demasiado boyante. Es el dueño de una
tienda fotográfica. Imagínese; en un pueblo pequeño. Hay quien dice que cerrará
pronto.
La respuesta fue más extensa de
lo que Ángel hubiera esperado y apenas hubo de sonsacar nada. Fue una
contestación automática.
-Parecía buen tipo, alguien
agradable ¿no?
En esto punto el camarero del
restaurante vaciló ligeramente.
-¿Por qué tiene interés en él?
-Es que tengo la sensación de
conocerlo, de haberlo visto antes. Pero no estoy... seguro.
Haciendo mentiras con las
verdades, Ángel probó a dar cierta verosimilitud a su pregunta.
-Quizá en su época de urbanita,
quién sabe. ¿Por qué no se lo ha preguntado directamente esta mañana?
-No me he atrevido, tenía el
miedo de hacer el ridículo. Soy muy vergonzoso.
-Pues si quiere, mañana tiene
otra oportunidad. Ya le habrá oído que siempre
viene a desayunar aquí.
Aquella noche, Ángel Calpena la paso entre
cavilaciones y angustias. La coincidencia en la profesión era demasiado. Su
mente demandaba una respuesta, pero su corazón estaba temeroso por la suerte de
su personaje. Que resulta que era real
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