-La residencia de Héctor Córdoba
estaba en una escuálida calleja del extrarradio, de exiguas dimensiones y no
demasiada iluminación. A la hora del atardecer el ambiente se enturbia, quedándose
una tiniebla caliginosa. No las tengo
todas conmigo cuando llamo al timbre para cumplimentar la cita concertada.
El hogar de Héctor es un tercer
piso relativamente pequeño pero adornado con gusto y sencillez. O quizá esa sea
la impresión de un coleccionista de
discos antes la visión de un mobiliario expresamente utilizado casi en su
mayoría para albergar vinilos. Yo diría que más de un mueble estaba hecho a
justamente a medida. Quizá se lo haya fabricado incluso él mismo; no sería
infrecuente entre nosotros. Entre eso y una potente iluminación me quedé
ciertamente obnubilado.
-Bueno, señor Somontes. Pasemos a
la sala de estar y tome asiento.
La sala de estar era un cubículo
inmaculado. Paredes lisas enteramente pintadas de blanco; realzado aún más, si
cabe, por una inusualmente potente lámpara. Y discos, muchos discos. Dispersos
pero ordenados. Cuando me hube sentado junto a él había olvidado casi el motivo
de mi visita.
-¿Y bien?
-Verá, señor Córdoba. Sería
ocioso andarse con rodeos. Usted mismo adivinó que yo le iba preguntar por
canción número siete. Así que hablemos de ello. El grito.
-Acierta. Ya suponía que se
trataba sobre eso. ¿Y bien? ¿Qué le parece? ¿Qué le sugiere el grito?
-En principio pensaba hacer yo
las preguntas, pero le diré que me parece que ese grito proviene de la
grabación de un asesinato. He oído muchos efectos y muchas grabaciones. Eso fue
grabado en la toma que se editó y no creo que sea un efecto.
-¿Y porque alguien querría
incluir ese sonido en un disco? Es un error muy llamativo ¿no le parece?
-Eso esperaba saber yo. Es
virtualmente imposible saber nada sobre “The Pale Sharks”, no hay rastro en
ninguna parte de ellos.
-Señor Somontes, estoy
acostumbrado a estas visitas. Cada vez que alguien lo ha comprado, siempre ha
venido a mí con esa pregunta.
Primer golpe de sorpresa. Mi peso
en la conversación se iba empequeñeciendo, rodeado como estaba de crecientes
interrogantes.
-Perdone... ¿quiere decir que ya
ha vendido el disco antes y…?
-Y siempre me lo han devuelto,
sí. Verá es mezcla una rara. Una mezcolanza de decepción y obsesión.
-Por favor, necesito que se
explique. ¿Todos venían preguntando por lo mismo?
-Sí, todos querían que les
aclarase la historia del grito. De ahí, la obsesión. Pero cuando yo contaba lo
que sabía, entonces llegaba necesariamente la decepción. Y al final volvía a mí
el disco. Nunca lo rechacé.
-¿Por qué?
-Se trataba de un zahir.
En este punto creció en mí una
veta de enojo, de impaciencia ante unas repuestas evasivas y negligentes. Cada
respuesta era un ridículo acertijo.
-¡Déjese ya de vaguedades!
¡Dígame algo claro!
-Ese enfado suyo define bien lo
que quiero decir con “zahir”. Por favor, tranquilícese señor Somontes. ¿Es
usted lector de Borges?
-Escuche, ni se burle de mí, ni
se desvaríe.
De repente el enojo cambió de
recipiente y fue Héctor Córdoba quién se encendió.
-¡Pues deje de interrumpirme! ¡Lo
que es importante; su mundo, su vida, está en juego!
En el subsiguiente y atemorizado
silencio, mi interlocutor interpretó (correctamente) una aquiescencia para hablar.
-Entonces sigo. “El Zahir” es un
relato de Jorge Luis Borges. En él se habla de un tipo de objeto llamado así.
Es un objeto literalmente “inolvidable”; es decir, una vez lo ves, o lo
percibes, es materialmente imposible dejar de pensar en él. Yo una vez conocí a
alguien quiso hacer uno.
-¿Y quién es?
-Miguel Ángel Abelarde. Si es
usted como yo creo que es, ya sabrá quién de quién se trata.
Claro que sabía quién era. En el
decurso de mis pesquisas lo primero que hice fue mirar el álbum de “The Pale
Sharks” para ver los nombres de los componentes.
-Es el cantante. El cantante del
grupo. ¿Qué significa eso?
-Vera señor Somontes, yo a
principios de los ochenta era una especie de… cazatalentos para una muy pequeña
discográfica. No voy a cansarle con tópicos de La Movida, pero efectivamente
nos movíamos por cierto amor al arte; aunque sin desdeñar las pesetas.
-¿Usted los descubrió?
-Así es. Alrededor del año 84 los
vi en un localucho llamado “La Espiral”. No tocaban particularmente bien, ni la
voz de Miguel Ángel era particularmente buena… pero había algo en ellos; una
seducción intangible, desesperadamente visceral. En aquellos tiempos además, no
era imprescindible la pericia instrumental.
-A ver, me estoy perdiendo. ¿Lo
del zahir viene ahora?
-Viene. Tras la actuación me
acerque a hablar con ellos y les ofrecí presentarles a la discográfica, lo que
daba oportunidad de optar a grabar un LP. Miguel Ángel se mostró entusiasmado
al instante. Esa noche hablamos de un montón de cosas, él tenía unas ideas
realmente extravagantes.
-¿Qué ideas?
-Una alfalfa esotérica
indiferenciada. Hablaba de la música y de sus conciertos como si se tratara de
una ceremonia, de algo casi religioso. Y lo entremezcló con algunos conceptos
literarios sin ninguna relación.
-Como el de zahir.
-Eso es. Decía que él podía
convertir un LP es algo obsesivo, inolvidable. Imagínese toda su mente
colonizada por un solo objeto. Él quería hacer de “Material World” una obsesión
para el oyente.
Durante un pequeño instante pensé en que algo malévolo rondaba
esas palabras.
-¿Y qué le hizo dejar de
pensarlo?
-Era el signo de los tiempos.
Creía que iba de drogas hasta arriba. Y lo creí con buen tino, según supe
después. Pero en fin, ni siquiera yo estaba libre de esos hábitos. Que
estuviera puntualmente colgado no significa que fuese un brujo ni que su valía
musical fuera menor. Me arriesgué.
-Bien, pero nos alejamos del tema
del grito. Y eso me hace perder la paciencia. ¿Qué tiene que ver con este rollo
borgiano?
-Se lo digo para que comprenda
mejor. Recapacite, ¿un asesinato en un estudio? Por favor ¿Se supone que todo
el personal del estudio fue cómplice? ¿Sabe la de inverosimilitudes que harían
falta para eso?
-¿Entonces fue un simple efecto?
-Sí, ellos trajeron la cinta con
él.
-¿Cómo?
-Podríamos haberlo hecho más
fácilmente de esa manera, pero querían justamente el grito de esa cinta. Y por
cierto, a mí también se me pusieron los pelos de gallina cuando lo escuché por
primera vez. Creía que esa voz era verídica, la voz de una víctima.
-¿Qué le hizo recapacitar?
-No he recapacitado.
Sencillamente dudo. Trato de convencerme de que no es algo tan macabro.
Yo hizo un aspaviento, como si
exigiera una explicación más prolija.
-¿Y eso es todo? ¿Una sospecha?
Héctor Córdoba sonrió.
-Y ésta es la decepción de la que
le hablaba. Vamos con la parte de la obsesión.
-¿Le parece que estoy
obsesionado?
-Pues sí. Mire todas las
molestias que se está tomando. Y espere a oír esto. ¿Recuerda que le dije en su
momento que “The Pale Sharks” se separaron casi al día siguiente de grabar el
disco?
-Sí.
-Es literal. Me llamó Miguel
Ángel desde una cabina y me dijo que el grupo dejaba de existir.
Cualquier tipo
de contacto se volvió imposible. Probamos con todos los contactos que teníamos;
con todos los teléfonos, y conocidos suyos. Es como si la tierra misma se los
hubiese tragado.
-¿Qué paso con el disco?
-Pues que prácticamente nadie lo
compró, se suspendió su lanzamiento y tuvimos una cantidad de problemas
económicos y legales apabullantes. Fue una época horrible. Sin embargo yo me
quedé con un ejemplar del álbum. Ya estaba todo preparado para distribuir el
disco. Como ve es normal que no haya encontrado referencias del grupo en ningún
sitio. Literalmente se los tragó la tierra.
-¿Pero por qué me dijo que yo
compraba el único disco en circulación? Si usted pudo cogerlo…
-La mayoría de copias se
destruyeron, si alguien pudo coger alguna sería el personal de la discográfica.
Pero no creo que fueran muchos, ese disco era como la esencia del mal fario. Y
los que lo compraran no lo habrán vendido. No pueden.
-¿Por qué?
-Ya se lo he dicho. Es un zahir.
Vivirán obsesionados con el disco y con el grito de esa canción.
Deshacerse del
disco sería como amputarles algo.
Aquello era demasiado.
-Bueno, creo que ya es
suficiente. No me ayuda usted nada señor Córdoba. Solo una cosa más. ¿Por qué
usted si ha sido capaz de vender el disco? Aunque luego siempre se lo
devuelvan.
-Yo he contado la verdad, lo que
no necesariamente coincide con “ayudar”. Créame que lo siento. Por cierto, yo
tengo cierta independencia sobre el zahir porque creo en él. Lo cual implica
que además sé lo que es. Eso me da cierta capacidad de maniobra. Siempre
intento quitármelo de encima.
-Y transmitir la obsesión.
-Más o menos. Que a veces la
controle no quiere decir que no sufra. Pero no se preocupe, no soy capaz de
llegar más lejos. Acepto que me lo devuelva. Y no solo eso. Le daré también un
dato más, que quizá le ayude a esclarecer todo esto. O quizá no.
-Por favor, acabe.
-Seguramente sus primeras
pesquisas habrán sido para encontrar noticas de algún crimen cometido por
aquellas fechas y cuya escena estuviese cerca del estudio. Insuficiente. Claro
que no murió nadie en el estudio. ¿Quién asesinaría a alguien rodeado de gente?
Ya le he dicho que el grito lo trajeron grabado. Y que me asusté.
-Vaya terminando, por favor.
-Claro. Ya voy. Quizá ha olvidado
buscar sobre crímenes ocurridos un tiempo antes y no a la vez que la grabación
del disco. Por ejemplo en Noviembre de 1982, bien me acuerdo, hubo una serie de
asesinatos en que las víctimas eran todas mujeres. Y todos se llevaron a cabo
de la misma forma: con un puñal en el pecho. Tanta homogeneidad llevó a pensar en un..
-¡Ritual! ¡Una muerte ritual!
Héctor Córdoba me miró
complacido.
-Sí, así es.
-¿Entonces tiene la certeza de
que esa grabación procede del grito de una de las víctimas del ritual?
-Pues no. Nadie tiene la certeza.
Es una posibilidad. Se detuvieron a unos sospechosos, pero se tuvo la sensación
de que la secta, o lo que sea, no había sido completamente descabezada. Pero
quién sabe si “The Pale Sharks”… Yo también he investigado obsesivamente, pero
he llegado hasta ahí. En fin, déjeme el disco. Siento haberle hecho partícipe
de todo esto.
Una duda, una maldita y diminuta
duda se fue abriendo paso hasta abrir una gran grieta en mi resistencia.
Permanecimos callados unos segundos, quizá minutos.
-¿Señor Somonte?
-Creo que… Creo que, después de
todo he sido un poco exagerado. Montar todo esto por un grito, que solo ha sido
un efecto. Aunque provenga de una cinta. Bah, chiquilladas.
-¿Entonces?
-Entonces creo que me lo llevo.
Además, la música es buena. Le doy las gracias por haberme contado la historia
de este disco. Alguien como yo sabe apreciarla.
Le extendí la mano a modo
despedido; no se me ocurría un gesto más elocuente para conseguir una despedida
rápida.
-Pues espero que lo disfrute
entonces. Si quiere volver a visitarme deme un toque antes. Podemos hablar
durante largo rato de música.
-Sí, tal vez lo haga.
Esto es lo que me ha ocurrido. Hace
una hora que he abandonado la casa de Héctor Córdoba y he vuelto a la mía.
Mientras sopeso volver a las hemerotecas en busca del crimen ritual que me ha
sido referido y pienso en visitar la biblioteca en busca de cualquier volumen
sobre magia y sectas, he vuelto a poner la canción siete. La escucharé muchas
veces; me ha colonizado.
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