domingo, 3 de junio de 2018

El Cazador de Sonidos (II)

-Viene de la parte (I)



-La residencia de Héctor Córdoba estaba en una escuálida calleja del extrarradio, de exiguas dimensiones y no demasiada iluminación. A la hora del atardecer el ambiente se enturbia, quedándose una tiniebla caliginosa.  No las tengo todas conmigo cuando llamo al timbre para cumplimentar la cita concertada.


El hogar de Héctor es un tercer piso relativamente pequeño pero adornado con gusto y sencillez. O quizá esa sea la impresión de un  coleccionista de discos antes la visión de un mobiliario expresamente utilizado casi en su mayoría para albergar vinilos. Yo diría que más de un mueble estaba hecho a justamente a medida. Quizá se lo haya fabricado incluso él mismo; no sería infrecuente entre nosotros. Entre eso y una potente iluminación me quedé ciertamente obnubilado.

-Bueno, señor Somontes. Pasemos a la sala de estar y tome asiento.
La sala de estar era un cubículo inmaculado. Paredes lisas enteramente pintadas de blanco; realzado aún más, si cabe, por una inusualmente potente lámpara. Y discos, muchos discos. Dispersos pero ordenados. Cuando me hube sentado junto a él había olvidado casi el motivo de mi visita.

-¿Y bien?

-Verá, señor Córdoba. Sería ocioso andarse con rodeos. Usted mismo adivinó que yo le iba preguntar por canción número siete. Así que hablemos de ello. El grito.

-Acierta. Ya suponía que se trataba sobre eso. ¿Y bien? ¿Qué le parece? ¿Qué le sugiere el grito?

-En principio pensaba hacer yo las preguntas, pero le diré que me parece que ese grito proviene de la grabación de un asesinato. He oído muchos efectos y muchas grabaciones. Eso fue grabado en la toma que se editó y no creo que sea un efecto.

-¿Y porque alguien querría incluir ese sonido en un disco? Es un error muy llamativo ¿no le parece?

-Eso esperaba saber yo. Es virtualmente imposible saber nada sobre “The Pale Sharks”, no hay rastro en ninguna parte de ellos.

-Señor Somontes, estoy acostumbrado a estas visitas. Cada vez que alguien lo ha comprado, siempre ha venido a mí con esa pregunta.

Primer golpe de sorpresa. Mi peso en la conversación se iba empequeñeciendo, rodeado como estaba de crecientes interrogantes.

-Perdone... ¿quiere decir que ya ha vendido el disco antes y…?

-Y siempre me lo han devuelto, sí. Verá es mezcla una rara. Una mezcolanza de decepción y obsesión.

-Por favor, necesito que se explique. ¿Todos venían preguntando por lo mismo?

-Sí, todos querían que les aclarase la historia del grito. De ahí, la obsesión. Pero cuando yo contaba lo que sabía, entonces llegaba necesariamente la decepción. Y al final volvía a mí el disco. Nunca lo rechacé.

-¿Por qué?

-Se trataba de un zahir.

En este punto creció en mí una veta de enojo, de impaciencia ante unas repuestas evasivas y negligentes. Cada respuesta era un ridículo acertijo.

-¡Déjese ya de vaguedades! ¡Dígame algo claro!

-Ese enfado suyo define bien lo que quiero decir con “zahir”. Por favor, tranquilícese señor Somontes. ¿Es usted lector de Borges?

-Escuche, ni se burle de mí, ni se desvaríe.

De repente el enojo cambió de recipiente y fue Héctor Córdoba quién se encendió.

-¡Pues deje de interrumpirme! ¡Lo que es importante; su mundo, su vida, está en juego!
En el subsiguiente y atemorizado silencio, mi interlocutor interpretó (correctamente) una aquiescencia para hablar.

-Entonces sigo. “El Zahir” es un relato de Jorge Luis Borges. En él se habla de un tipo de objeto llamado así. Es un objeto literalmente “inolvidable”; es decir, una vez lo ves, o lo percibes, es materialmente imposible dejar de pensar en él. Yo una vez conocí a alguien quiso hacer uno.

-¿Y quién es?

-Miguel Ángel Abelarde. Si es usted como yo creo que es, ya sabrá quién de quién se trata.

Claro que sabía quién era. En el decurso de mis pesquisas lo primero que hice fue mirar el álbum de “The Pale Sharks” para ver los nombres de los componentes.

-Es el cantante. El cantante del grupo. ¿Qué significa eso?

-Vera señor Somontes, yo a principios de los ochenta era una especie de… cazatalentos para una muy pequeña discográfica. No voy a cansarle con tópicos de La Movida, pero efectivamente nos movíamos por cierto amor al arte; aunque sin desdeñar las pesetas.

-¿Usted los descubrió?

-Así es. Alrededor del año 84 los vi en un localucho llamado “La Espiral”. No tocaban particularmente bien, ni la voz de Miguel Ángel era particularmente buena… pero había algo en ellos; una seducción intangible, desesperadamente visceral. En aquellos tiempos además, no era imprescindible la pericia instrumental.

-A ver, me estoy perdiendo. ¿Lo del zahir viene ahora?

-Viene. Tras la actuación me acerque a hablar con ellos y les ofrecí presentarles a la discográfica, lo que daba oportunidad de optar a grabar un LP. Miguel Ángel se mostró entusiasmado al instante. Esa noche hablamos de un montón de cosas, él tenía unas ideas realmente extravagantes.

-¿Qué ideas?

-Una alfalfa esotérica indiferenciada. Hablaba de la música y de sus conciertos como si se tratara de una ceremonia, de algo casi religioso. Y lo entremezcló con algunos conceptos literarios sin ninguna relación.

-Como el de zahir.

-Eso es. Decía que él podía convertir un LP es algo obsesivo, inolvidable. Imagínese toda su mente colonizada por un solo objeto. Él quería hacer de “Material World” una obsesión para el oyente. 
Durante un pequeño instante pensé en que algo malévolo rondaba esas palabras.

-¿Y qué le hizo dejar de pensarlo?

-Era el signo de los tiempos. Creía que iba de drogas hasta arriba. Y lo creí con buen tino, según supe después. Pero en fin, ni siquiera yo estaba libre de esos hábitos. Que estuviera puntualmente colgado no significa que fuese un brujo ni que su valía musical fuera menor. Me arriesgué.

-Bien, pero nos alejamos del tema del grito. Y eso me hace perder la paciencia. ¿Qué tiene que ver con este rollo borgiano?

-Se lo digo para que comprenda mejor. Recapacite, ¿un asesinato en un estudio? Por favor ¿Se supone que todo el personal del estudio fue cómplice? ¿Sabe la de inverosimilitudes que harían falta para eso?

-¿Entonces fue un simple efecto?

-Sí, ellos trajeron la cinta con él.

-¿Cómo?

-Podríamos haberlo hecho más fácilmente de esa manera, pero querían justamente el grito de esa cinta. Y por cierto, a mí también se me pusieron los pelos de gallina cuando lo escuché por primera vez. Creía que esa voz era verídica, la voz de una víctima.

-¿Qué le hizo recapacitar?

-No he recapacitado. Sencillamente dudo. Trato de convencerme de que no es algo tan macabro.

Yo hizo un aspaviento, como si exigiera una explicación más prolija.

-¿Y eso es todo? ¿Una sospecha?

Héctor Córdoba sonrió.

-Y ésta es la decepción de la que le hablaba. Vamos con la parte de la obsesión.

-¿Le parece que estoy obsesionado?

-Pues sí. Mire todas las molestias que se está tomando. Y espere a oír esto. ¿Recuerda que le dije en su momento que “The Pale Sharks” se separaron casi al día siguiente de grabar el disco?

-Sí.

-Es literal. Me llamó Miguel Ángel desde una cabina y me dijo que el grupo dejaba de existir. 
Cualquier tipo de contacto se volvió imposible. Probamos con todos los contactos que teníamos; con todos los teléfonos, y conocidos suyos. Es como si la tierra misma se los hubiese tragado.

-¿Qué paso con el disco?

-Pues que prácticamente nadie lo compró, se suspendió su lanzamiento y tuvimos una cantidad de problemas económicos y legales apabullantes. Fue una época horrible. Sin embargo yo me quedé con un ejemplar del álbum. Ya estaba todo preparado para distribuir el disco. Como ve es normal que no haya encontrado referencias del grupo en ningún sitio. Literalmente se los tragó la tierra.

-¿Pero por qué me dijo que yo compraba el único disco en circulación? Si usted pudo cogerlo…

-La mayoría de copias se destruyeron, si alguien pudo coger alguna sería el personal de la discográfica. Pero no creo que fueran muchos, ese disco era como la esencia del mal fario. Y los que lo compraran no lo habrán vendido. No pueden.

-¿Por qué?

-Ya se lo he dicho. Es un zahir. Vivirán obsesionados con el disco y con el grito de esa canción. 
Deshacerse del disco sería como amputarles algo.

Aquello era demasiado.

-Bueno, creo que ya es suficiente. No me ayuda usted nada señor Córdoba. Solo una cosa más. ¿Por qué usted si ha sido capaz de vender el disco? Aunque luego siempre se lo devuelvan.

-Yo he contado la verdad, lo que no necesariamente coincide con “ayudar”. Créame que lo siento. Por cierto, yo tengo cierta independencia sobre el zahir porque creo en él. Lo cual implica que además sé lo que es. Eso me da cierta capacidad de maniobra. Siempre intento quitármelo de encima.

-Y transmitir la obsesión.

-Más o menos. Que a veces la controle no quiere decir que no sufra. Pero no se preocupe, no soy capaz de llegar más lejos. Acepto que me lo devuelva. Y no solo eso. Le daré también un dato más, que quizá le ayude a esclarecer todo esto. O quizá no.

-Por favor, acabe.

-Seguramente sus primeras pesquisas habrán sido para encontrar noticas de algún crimen cometido por aquellas fechas y cuya escena estuviese cerca del estudio. Insuficiente. Claro que no murió nadie en el estudio. ¿Quién asesinaría a alguien rodeado de gente? Ya le he dicho que el grito lo trajeron grabado. Y que me asusté.

-Vaya terminando, por favor.

-Claro. Ya voy. Quizá ha olvidado buscar sobre crímenes ocurridos un tiempo antes y no a la vez que la grabación del disco. Por ejemplo en Noviembre de 1982, bien me acuerdo, hubo una serie de asesinatos en que las víctimas eran todas mujeres. Y todos se llevaron a cabo de la misma forma: con un puñal en el pecho. Tanta homogeneidad llevó  a pensar en un..

-¡Ritual! ¡Una muerte ritual!

Héctor Córdoba me miró complacido.

-Sí, así es.

-¿Entonces tiene la certeza de que esa grabación procede del grito de una de las víctimas del ritual?

-Pues no. Nadie tiene la certeza. Es una posibilidad. Se detuvieron a unos sospechosos, pero se tuvo la sensación de que la secta, o lo que sea, no había sido completamente descabezada. Pero quién sabe si “The Pale Sharks”… Yo también he investigado obsesivamente, pero he llegado hasta ahí. En fin, déjeme el disco. Siento haberle hecho partícipe de todo esto.

Una duda, una maldita y diminuta duda se fue abriendo paso hasta abrir una gran grieta en mi resistencia. Permanecimos callados unos segundos, quizá minutos.

-¿Señor Somonte?

-Creo que… Creo que, después de todo he sido un poco exagerado. Montar todo esto por un grito, que solo ha sido un efecto. Aunque provenga de una cinta. Bah, chiquilladas.

-¿Entonces?

-Entonces creo que me lo llevo. Además, la música es buena. Le doy las gracias por haberme contado la historia de este disco. Alguien como yo sabe apreciarla.

Le extendí la mano a modo despedido; no se me ocurría un gesto más elocuente para conseguir una despedida rápida.

-Pues espero que lo disfrute entonces. Si quiere volver a visitarme deme un toque antes. Podemos hablar durante largo rato de música.

-Sí, tal vez lo haga.

Esto es lo que me ha ocurrido. Hace una hora que he abandonado la casa de Héctor Córdoba y he vuelto a la mía. Mientras sopeso volver a las hemerotecas en busca del crimen ritual que me ha sido referido y pienso en visitar la biblioteca en busca de cualquier volumen sobre magia y sectas, he vuelto a poner la canción siete. La escucharé muchas veces; me ha colonizado.








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