Siempre oigo hablar de los amores de verano como una
tradición que va pasando indefectiblemente de padres a hijos, como un rito de
iniciación a la edad terrible y fascinante de la adolescencia, previo pago de
unos melosos días de esparcimiento playero. Pero cada vez que lo oigo siento que
debieron de haberme hecho repetir curso o amonestarme de alguna manera en su
momento; la ausencia de un amor de verano es una mácula en mi biografía y un
agravio comparativo para con los demás seres humanos decentes y cumplidores que
van pasando etapas vitales sin saltárselas y sin poner mohines.
Sin embargo sí que tuve un
enamoramiento con playa, palmeras y treinta y cinco grados a la sombra, solo
que no es precisamente estándar. Verán, todo empezó en una localidad altamente
turística del levante español, y yo diría que era 1990. De la estancia en sí
recuerdo poco, quizá más colores que formas y hechos. Era un verano (como todos
en realidad) de azules y amarillos, donde las emanaciones del sol y los baños
de mar consumían la mayor parte de nuestro tiempo. Yo, en mi calidad de
impecune y además de joven preadolescente, hube de veranear con mis padres, lo
cual no era ni vergonzoso ni mortificante; sabía apreciar los placeres
morigerados, toda vez que tiempo habría para los más exacerbados.
Nuestros
planes, creo recordar, no eran distintos de cualquiera de los veraneantes que
allí habitaban provisionalmente: baño en la playa, exposición masiva a rayos
ultravioleta, chiringuitos, desmesura en la degustación de paellas o fideuás, y otras actividades que conculcaban las
buenas costumbres atinentes a guardar la línea.
Tenía esta localidad un atractivo
que despertó mi curiosidad y que me movió
a proponer a mis padres un cambio en nuestras, eso sí, placenteras
costumbre. Un cine de verano, al aire libre. Como buen cine de verano, las
películas llegaban puntualísimamente retrasadas y podíamos ver obras
cinematográficas que en los cines
normales y corrientes ya estaban fuera de la cartelera hace tiempo.
Mi pasión
por el cine estaba entonces más bullente que mis propias hormonas, situación
que (como veremos) pronto se acabaría resolviendo en un empate técnico. En
efecto, en aquel entonces mi exigua paga se disipaba en la compra de cintas VHS
para grabar en la TV cualquier cosa que se moviera y en el alquiler de películas
en el videoclub de la esquina. Mis padres, a veces preocupados, achacaban esta
tendencia a manías mías y al exceso de celo en mis hobbies (la palabra friki no
era de uso corriente entonces), pero por lo general no les importaba en
absoluto. Sea como fuera acordamos que, para romper la monotonía, acudiríamos
cierta noche al cine de verano. Y allí estaba ella, seguramente ignorante de
que su imagen me iba a provocar no pocos sofocos y calenturas. Casi hasta hoy.
Y la vi cantar subida encima de
un piano, vestida de un rojo apasionado y sanguíneo, sus piernas crecientes
angularmente y sus ojos aparentemente
(eso creía yo) clavados en mí. Curiosamente Michelle Pfeiffer no era más que un
nombre vagamente conocido para mí, de oídas, y “Los Fabulosos Baker Boys” una
película de la que apenas podía certificar su existencia. Y así fue cómo mi
mente cinematográfica, cuidadosamente colonizada hasta entonces por sables
láser, máquinas del tiempo transmutadas en coches y proactivos arqueólogos,
hubo de hacer espacio a una imagen placenteramente turbadora. Hasta entonces no
había visto a ninguna actriz, realmente a ningún ser humano, usar la
parsimonia, la paciencia para crear gestos y ademanes como Michelle. Ahorraré
los febriles pensamientos que cruzaron disparados mi consciencia, pero al final
mis padres se llevaron de botín una buena película (con los años lo aprecié
mejor) y yo un mito erotizante. Lo que quedó de veraneo tuvo algo de perpetua
evocación de aquella noche y no fueron pocas las proyecciones que hice de
Michelle Pfeiffer en cuantas chicas veía en derredor, con cara de embobado y la
sangre bordeando el punto de ebullición.
Y, como dice la canción, el final
del verano llegó y nosotros partimos; yo en concreto con un inesperado bagaje
que habría de perpetuarse largo tiempo. Se podía ver en algunas señales. Por
ejemplo, en la minuciosidad arqueológica con la que escudriñaba las revista de
cine que empecé a comprar con fruición, y de las que obtuve el inconmensurable
premio de un poster de Michelle correspondiente a la película de “Los Fabulosos
Baker Boys” y que compartió pared con uno de los Goonies, de Indiana Jones y
otros que no recuerdo. Resulta ocioso decir que en poco tiempo adquirí el VHS,
no ya solo de la película de Steve Kloves, sino también de “Las Amistades
Peligrosas” y “El Precio del Poder”; ya Michellle Pfeiffer había establecido un
reinado cuyos dominios habían llegado a mente y corazón.
No es cuestión de
pensar, sin embargo, que yo me convirtiera en un fanático obseso de escaso juicio
y admiración epidérmica, el tiempo fue templando la pasión agitada por una
admiración en el sentido más amplio del término. Por supuesto Michelle pasó a
formar parte de mi vida y por añadidura hubo otros momentos memorables, lúdicos
y, poniéndonos cursis, mágicos. Ahí quedan “Batman Vuelve”,
“La Edad de la
Inocencia”, “Mentes Peligrosas”… Qué les voy a contar.
Todavía algunos años vuelo a
aquella localidad levantina y sigue habiendo un cine de verano, pero ya tengo
mi propia familia y unos ojos adultos que ya no escrutan ni palpitan como antes
ante estímulos actorales, aunque la belleza (cómo no) permanece. Dentro de nada
tendré que indagar en la mirada de mi hijo y comprobar como sus pupilas se
abren a la pasión y a la vida, quizá delante de una pantalla de cine. Por
cierto, ya habrán supuesto que he tenido amores, pero han sido más bien
otoñales o en invierno; los más duraderos, cotidianos y sinceros. Sin la
evanescencia de las brisas marineras. Nunca comprendí que la gente no notara
esto. Pero yo tuve a Michelle, así que no es cuestión de quejarse.
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