lunes, 21 de mayo de 2018

El Fabuloso Verano


Siempre  oigo hablar de los amores de verano como una tradición que va pasando indefectiblemente de padres a hijos, como un rito de iniciación a la edad terrible y fascinante de la adolescencia, previo pago de unos melosos días de esparcimiento playero. Pero cada vez que lo oigo siento que debieron de haberme hecho repetir curso o amonestarme de alguna manera en su momento; la ausencia de un amor de verano es una mácula en mi biografía y un agravio comparativo para con los demás seres humanos decentes y cumplidores que van pasando etapas vitales sin saltárselas y sin poner mohines.


Sin embargo sí que tuve un enamoramiento con playa, palmeras y treinta y cinco grados a la sombra, solo que no es precisamente estándar. Verán, todo empezó en una localidad altamente turística del levante español, y yo diría que era 1990. De la estancia en sí recuerdo poco, quizá más colores que formas y hechos. Era un verano (como todos en realidad) de azules y amarillos, donde las emanaciones del sol y los baños de mar consumían la mayor parte de nuestro tiempo. Yo, en mi calidad de impecune y además de joven preadolescente, hube de veranear con mis padres, lo cual no era ni vergonzoso ni mortificante; sabía apreciar los placeres morigerados, toda vez que tiempo habría para los más exacerbados. 

Nuestros planes, creo recordar, no eran distintos de cualquiera de los veraneantes que allí habitaban provisionalmente: baño en la playa, exposición masiva a rayos ultravioleta, chiringuitos, desmesura en la degustación de paellas o fideuás,  y otras actividades que conculcaban las buenas costumbres atinentes a guardar la línea.

Tenía esta localidad un atractivo que despertó mi curiosidad y que me movió  a proponer a mis padres un cambio en nuestras, eso sí, placenteras costumbre. Un cine de verano, al aire libre. Como buen cine de verano, las películas llegaban puntualísimamente retrasadas y podíamos ver obras cinematográficas  que en los cines normales y corrientes ya estaban fuera de la cartelera hace tiempo. 

Mi pasión por el cine estaba entonces más bullente que mis propias hormonas, situación que (como veremos) pronto se acabaría resolviendo en un empate técnico. En efecto, en aquel entonces mi exigua paga se disipaba en la compra de cintas VHS para grabar en la TV cualquier cosa que se moviera y en el alquiler de películas en el videoclub de la esquina. Mis padres, a veces preocupados, achacaban esta tendencia a manías mías y al exceso de celo en mis hobbies (la palabra friki no era de uso corriente entonces), pero por lo general no les importaba en absoluto. Sea como fuera acordamos que, para romper la monotonía, acudiríamos cierta noche al cine de verano. Y allí estaba ella, seguramente ignorante de que su imagen me iba a provocar no pocos sofocos y calenturas. Casi hasta hoy.

Y la vi cantar subida encima de un piano, vestida de un rojo apasionado y sanguíneo, sus piernas crecientes angularmente  y sus ojos aparentemente (eso creía yo) clavados en mí. Curiosamente Michelle Pfeiffer no era más que un nombre vagamente conocido para mí, de oídas, y “Los Fabulosos Baker Boys” una película de la que apenas podía certificar su existencia. Y así fue cómo mi mente cinematográfica, cuidadosamente colonizada hasta entonces por sables láser, máquinas del tiempo transmutadas en coches y proactivos arqueólogos, hubo de hacer espacio a una imagen placenteramente turbadora. Hasta entonces no había visto a ninguna actriz, realmente a ningún ser humano, usar la parsimonia, la paciencia para crear gestos y ademanes como Michelle. Ahorraré los febriles pensamientos que cruzaron disparados mi consciencia, pero al final mis padres se llevaron de botín una buena película (con los años lo aprecié mejor) y yo un mito erotizante. Lo que quedó de veraneo tuvo algo de perpetua evocación de aquella noche y no fueron pocas las proyecciones que hice de Michelle Pfeiffer en cuantas chicas veía en derredor, con cara de embobado y la sangre bordeando el punto de ebullición.

Y, como dice la canción, el final del verano llegó y nosotros partimos; yo en concreto con un inesperado bagaje que habría de perpetuarse largo tiempo. Se podía ver en algunas señales. Por ejemplo, en la minuciosidad arqueológica con la que escudriñaba las revista de cine que empecé a comprar con fruición, y de las que obtuve el inconmensurable premio de un poster de Michelle correspondiente a la película de “Los Fabulosos Baker Boys” y que compartió pared con uno de los Goonies, de Indiana Jones y otros que no recuerdo. Resulta ocioso decir que en poco tiempo adquirí el VHS, no ya solo de la película de Steve Kloves, sino también de “Las Amistades Peligrosas” y “El Precio del Poder”; ya Michellle Pfeiffer había establecido un reinado cuyos dominios habían llegado a mente y corazón. 

No es cuestión de pensar, sin embargo, que yo me convirtiera en un fanático obseso de escaso juicio y admiración epidérmica, el tiempo fue templando la pasión agitada por una admiración en el sentido más amplio del término. Por supuesto Michelle pasó a formar parte de mi vida y por añadidura hubo otros momentos memorables, lúdicos y, poniéndonos cursis, mágicos. Ahí quedan “Batman Vuelve”, 

“La Edad de la Inocencia”, “Mentes Peligrosas”… Qué les voy a contar.
Todavía algunos años vuelo a aquella localidad levantina y sigue habiendo un cine de verano, pero ya tengo mi propia familia y unos ojos adultos que ya no escrutan ni palpitan como antes ante estímulos actorales, aunque la belleza (cómo no) permanece. Dentro de nada tendré que indagar en la mirada de mi hijo y comprobar como sus pupilas se abren a la pasión y a la vida, quizá delante de una pantalla de cine. Por cierto, ya habrán supuesto que he tenido amores, pero han sido más bien otoñales o en invierno; los más duraderos, cotidianos y sinceros. Sin la evanescencia de las brisas marineras. Nunca comprendí que la gente no notara esto. Pero yo tuve a Michelle, así que no es cuestión de quejarse.

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