El final de las reuniones de
amigos tienen la atmósfera densa y ralentizada que solamente los extenuados
pueden percibir. Fueron, quizá, entre cinco o seis horas que contaron con el
adecuado aderezo de alcohol, cigarrillos, juegos de cartas y, finalmente,
conversaciones desestructuradas. Aquel verano, un grupo de cinco jóvenes
universitarios estaban disfrutando, sin escatimar en hedonismo, de no pocas
fiestas. Aquélla era sencillamente una reunión tranquila, celebrada en la casa
vacía más amplia que tenían a su disposición. Dios bendiga las escapadas de los
padres al pueblo los fines de semana.
El dueño de la casa era Alfonso,
que en los ranking de” futuros yernos seleccionables por suegras concienzudas”
siempre alcanzaba puestos de honor. Aplicado, formal, y vástago de una familia
acomodada. Sus acólitos eran tres amigos, alguno antiguo y conocido en la
temprana niñez y otros recientes, surgidos del roce en la facultad.
La velada estaba dando pie a
recogerse con todas las fuerzas de las que pudieran hacer acopio, pero uno de
los amigos, de los conocidos en la facultad, casi involuntariamente exploró una
veta que finalmente encontró cierta aceptación entre sus acompañantes.
Leonardo, tal era su nombre, habló quedamente:
-Os tengo que contar una. ¿Creéis
en cosas sobrenaturales?
-¿Cosas sobrenaturales? Para
empezar llevo del orden de siete cubatas y mi visión no es doble. Si eso no lo
es…
Juan Ramón, uno de los antiguos
amigos de Alfonso, en efecto se había dedicado con fruición a la ingesta de
alcohol. Su ocurrencia fue recibida con una tímida hilaridad. En realidad
cualquiera de ellos podría decir lo mismo.
-No, no hablo de tu heroica
capacidad para metabolizar alcohol. Se trata de una historia que me contaron el
otro día. Un vecino, amigo mío.
Todos los amigos concedieron una
especie de silencio administrativo que fue interpretado por Leonardo como una
aquiescencia para contar su historia.
-Pues el otro día me encontré con
este vecino en el parque de al lado de mi casa. Tendrá unos cuarenta y poco y
está divorciado. Nos llevamos bien, alguna vez hemos quedado para ver el fútbol
y cosas así. Compartimos equipo. Y me contó algo muy curioso. El caso es que parecía
genuinamente asustado, por algo que le sucedió en su piso.
-Espero que no tengáis fantasma
en el bloque, amigo mío
Fue el mismo Juan Ramón quien
intercaló el comentario mientras miraba con melancolía a las botellas de whisky
ya definitivamente vacías.
-No, bueno; no sé. Esperad que os
cuente. Tiene que ver con un espejo.
Leonardo hizo una pausa teatral
para tratar de valorar las reacciones de su auditorio. De la ausencia de
reacciones dedujo que necesitaban más material.
-Mi vecino se levantó una noche
al cuarto de baño. Iba muy apurado y ni siquiera dio la luz al entrar. Poco a
poco sus ojos se fueron acostumbrando y se pudo defender a tientas. En un
momento dado se colocó enfrente del espejo sobre el lavabo y se asustó mucho.
Durante una segunda pausa,
Leonardo, pudo darse cuenta de que ahora sus amigos tenían un mohín de interés.
En el colmo de la desfachatez incluso sacó un cigarrillo del bolsillo de su
camisa y se lo acercó a la boca para encenderlo. Esa pose de narrador con
ínfulas, necesariamente debió de ser ensayada con mucho detenimiento.
-Puedes continuar, don cuenta
cuentos.
-Sí Alfonso, perdona. Pues lo que
vio este vecino casi ni él mismo supo explicarlo. En la imagen del espejo se
formó como una especie de mancha negra. En el espejo solamente. Esa imagen fue
volviéndose más antropomórfica por momentos. Al cabo de un momento una silueta
negra podía verse junto a su reflejo. Al encender la luz, la silueta se
desvaneció.
-Menudo misterio, el tío estaría
medio dormido y lo que vio fue el resultado de… no sé, dormir despierto.
-Eso pensé yo, Juan Ramón. Pero
volvió a ocurrirle a la noche siguiente. Fue exprofeso en las mismas
condiciones de oscuridad. Y allí estaba la silueta.
-Sigo pensando que fue una
ilusión de duermevela. No me jodas, y más estando a oscuras.
-Pero la segunda noche estaba
completamente desvelado cuando fue al baño. Y esta vez incluso le pareció más
nítido. La silueta se parecía a él, a Javier. Javier, es mi vecino. Era como
ver un gemelo.
Alfonso, con destellos de
curiosidad en los ojos, e intrigado como un niño ante un cuento de fantasía,
parecía imbuirse en el relato un punto por encima de los demás.
-Pero enfrente del espejo solo
estaba él.
-Así es. Lo que más le asustó,
porque cuando me lo contó estaba acongojado, fue el miedo que tuvo de mirar a
su gemelo sombrío. Le era muy difícil observarlo sin angustiarse y sin desviar
un segundo la mirada. Ya no era sombra; su doble, o lo que sea, le devolvía la
mirada.
El último amigo de la reunión,
hasta entonces silente y ensimismado, salió de su compostura letárgica y lanzó
al vació una frase inesperada:
-Yo también he oído hablar de
eso.
El silencioso amigo era José
Luis, hombre de perfil bajo aunque hasta cierto punto interesante. Los
conocimientos extravagantes y las frases inesperadas eran dos de sus
características.
-¿Ya conocías la historia de mi
vecino?
-No, no. Pero si lo de los
reflejos de dobles en los espejos.
-Tú sí que sabes cambiar el ritmo
de una conversación, Jose. Anda, di.
-En realidad es como una especie
de leyenda, Leo. Lo leí en una compilación de relatos de terror alemanes del
romanticismo.
Juan Ramón, que a pesar de la
problemática digestión de alcoholes diversos, todavía mantenía el tipo, y urgió
a José Luis a continuar.
-El hombre de los conocimientos
inesperados. Menudo ratón de biblioteca ¿Y qué leyenda es esa?
-No me acuerdo ya ni de quien la
escribió. Supongo que empezó como empiezan las leyendas, con el paso del tiempo
se iría formando. El caso es que según el texto que leí al ponerte enfrente de
un espejo en una estancia a oscuras, tienes la posibilidad de ver a tu parte
mala.
-¿Parte mala? Es un concepto un
poco amplio.
-Tu parte perversa Juanra, todas
las inclinaciones oscuras y malévolas de alguien. Como un gemelo malo que está
latente.
La digestión de aquella perspectiva legendaria fue interiorizada
durante unos segundos. Leonardo, seguramente el más aludido de todos, había de ser el primero en responder-
-Osea, que la parte indeseable de
mi vecino vive en el espejo de su cuarto de baño y ahora mismo le está acojonando
cuando se levanta por las noches.
-No; claro que no. Solamente digo
que lo que le ha pasado a tu vecino me sonaba de algo que había leído. En
Alemania eran muy dados a estas ensoñaciones, como el Doppelgänger y tal.
Los conceptos alemanes no arrojaron
mucha luz a las mentes de sus confusos y embriagados amigos. Incluso disipó el tema de conversación y recordó a
todos la conveniencia de volver a sus respectivos hogares para procesar las
abundantes libaciones de ese día.
Así pues, en pocos minutos, toda
la concurrencia menos Alfonso salía pesada y silenciosamente por la puerta.
Juan Ramón fue el único en reparar en la hermética expresión del anfitrión y
antes de salir aún tuvo tiempo para un consejo.
-Alfonso, desde la alucinante
historia del espejo germánico te veo preocupado. Parece pasmado, y aunque soy
uno de tus mejores amigos, o precisamente por eso, te conozco mejor que casi
cualquiera. Eres la persona más aprensiva que conozco. Basta con que te digan
que los Cuatro Jinetes del Apocalipsis están aterrizando en Madrid para que
vayas y te lo creas. Olvida esa historia de dobles capullos. Duerme bien.
-Gracias por decir “aprensivo” y
no “crédulo”.
-Yo también utilizaría
“histérico”. Descansa tío.
Lo último lo dijo señalando a
Alfonso mientras retrocedía en el descansillo hacia las escaleras. Alfonso
cerró la puerta y al volverse se enfrentó a la perspectiva de una casa vacía.
Un deseo hecho realidad para cualquier chico de su edad. Pero no para el
aprensivo Alfonso.
Los que mejor conocían a Alfonso,
como buenos amigos, aceptaban y pasaban por alto sus peculiaridades y defectos.
Siempre fue un chico apoquinado y timorato hasta niveles muy superiores a la
media. Sus terrores eran muy vívidos y en bastantes ocasiones infundados. La
mayoría de la gente recuerda su miedo al Coco como algo fugaz y anecdótico,
Alfonso todavía padecía del miedo a lo extraordinario y a lo sombrío.
Alfonso, tan inteligente como
cualquiera pero infantilizado en muchos aspectos, en efecto había recibido con
inquietud las historias del espejo del vecino de su amigo y de la leyenda
romántica. Era una historia acechante, inexplicablemente verosímil dentro de su
mente rondada ahora por el miedo.
El indispensable ritual tras
cualquier reunión o fiesta, es la gris tarea de recoger y limpiar; sobre todo
cuando tus padres, sin duda amantes de la pulcritud, llegarán mañana. Alfonso
trató de dilatar en el tiempo este engorroso trámite, habida cuenta de que al
acabar, ineludiblemente habría de ir a dormir. Y el pusilánime Alfonso
aborrecía dormir asustado.
Serían aproximadamente las 4:30
cuando Alfonso se dirigió a su habitación con mirada torva y nerviosa. Aun así
su intranquilidad no fue suficiente obstáculo para doblegar al cansancio y al
sueño. Alfonso se durmió.
Aunque no muy de seguido; eran
las 5:32 en la radio despertador de la mesilla de noche. Y sintió necesidad de
ir al baño, lo que provocó la tragicómica situación de encontrarse
tremendamente apremiado y al mismo tiempo refrenado a causa de una historia de
espejos que parecía propia de un campamento de verano.
Cierto sentido de la cordura y
también cierto sentido de la fisiología animaron a Alfonso a dirigirse al baño.
Y es en ese momento cuando el pusilánime trata de superarse o sencillamente se
ve incapaz de dominar el morbo. ¿Así que un espejo a oscuras eh? Alfonso
recordó una sentencia de su padre:
“Confía en lo que digan los demás, pero compruébalo por ti mismo”; y no necesitó
más justificación.
Antes de salir del baño, tras el
procedente desahogo, se mantuvo firme ante el espejo sobre el lavabo.
Las
pupilas se acostumbraron sin mucha tardanza a la falta de luz y se podían
distinguir con cierta precisión formas y contornos de objetos, que en la
penumbra parecían expectantes; como aquietadas criaturas atentas a un
inesperado desenlace. El ambiente estaba completamente limpio de ruidos,
suspendiendo todo en una estampa onírica y cenicienta.
No había nada en el espejo, ni siluetas,
ni manchas, ni reversos tenebrosos. Calmosamente, Alfonso, comenzó a salir del
cuarto de baño y ahí fue cuando algo fuera de lo común ocurrió. Es difícil dar
cuenta de qué fue, sencillamente un movimiento desmesurado y antinatural se
produjo dentro del espejo. Fue apenas un reflejo visto por el rabillo del ojo,
así que Alfonso volvió a su posición inicial para escrutar de forma precisa el
espejo.
Parecía una silueta dibujada con
tiza negra, un trazo que emulaba su constitución. Tal era lo que ahora veía
ante sí, poblando el espejo junto a su propia figura. La precisión de ese
dibujo cada vez era mayor, hasta conformarse un siniestro sosias de Alfonso,
ominoso y enervante.
Alfonso miró a los ojos, o a lo
que fuese, de su gemelo especular y casi autosugestionándose con la historia
que había oído esa noche, comenzó a sentir un hormigueo, un miedo paralizante
que parecía el preludio de un hecho funesto. Llegado a ese punto, perdió la
noción de todo.
Alfonso no sabía muy cuanto
tiempo había pasado, pero apostaría su propia vida a que había estado un lapso
de tiempo indefinido ausente, privado de cualquier noción. ¿Pero cómo podría
haber dormido o desmayarse si había vuelto en sí completamente de pie? Un
automatismo le hizo mirar hacia el espejo y la normalidad había vuelto a su
curso. Lo que sentía Alfonso era una infrecuente mixtura entre alivio e
inquietud; una sensación de profunda desorientación. Pronto todo ello pasó a un
segundo plano, su cuerpo exigió imperiosamente vomitar. Alfonso casi se
desplomó en la taza del wáter.
Cuando Alfonso despertó, bien
entrada la mañana, recordaba vagamente arrastrarse a la cama con la dolorosa
certeza de estar muy enfermo. Sin embargo su sueño debía había de ser sido
bastante reparador, pues se sentía notablemente mejor. Justo entonces decidió
que todo lo que recordase de la noche anterior que no fuese computable mediante
la lógica y el raciocinio, oficialmente no ocurrió. A fin de cuenta llevaba
encima una pegajosa borrachera que, sin duda alguna, fue lo que le hizo vomitar.
Caso cerrado.
Ese día por la tarde sus padres
llegaron a casa, cosa que tranquilizó sobremanera a Alfonso, que hubiera
agradecido cualquier tipo de compañía. No hubo nada raro ni macabro durante ese
día; todo había vuelto a su naturaleza de balsa de aceite, de refugio y
fortaleza para su ánimo.
Al día siguiente, al salir para
cumplimentar un pequeño paseo, se encontró en su descansillo con un vecino que
bajaba afanosamente las escaleras con la ayuda de una muleta y mucho
equilibrio. Alfonso sabía que se había lesionado hace no mucho y se había hecho
un fuerte esguince.
- Julio, deja que te ayude a
bajar las escaleras, que con ese chisme vas a bajar revoloteando.
Julio, su vecino, un tanto
sorprendido por la efusividad del normalmente taciturno Alfonso agradeció y
aceptó el ofrecimiento. Ambos bajaron un par de peldaños juntos cuando,
fugazmente, una imagen fulgurante, una
especie de fotograma brevísimo, cruzó por su cabeza. Un pequeño retrato de la
silueta del espejo. Y fue todo uno, Alfonso trastabilló y empujó a su vecino
por las escaleras. Aparte de los chillidos de Julio, Alfonso casi podía oír los
huesos quebrándose. Un brillo de satisfacción se asomó a su rostro.
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