viernes, 23 de marzo de 2018

Sin Registros



Es en el sufrimiento de oír voces, muchas voces, dentro de mi cabeza donde siempre encontré más obstáculos para vivir. No soy esquizofrénico, ni las voces me obligan a hacer nada, ni (por lo menos de principio) tengo ninguna chaladura. Sin embargo las mentes de los demás gritan constantemente en mi cabeza; se acumulan de forma inevitable y son perezosas para desalojarse y desaparecer.


En un sentido más o menos estricto podría decirse que tengo la facultad de la telepatía, a falta de un nombre mejor. En realidad nadie me ha dado otro nombre alternativo para definir lo que me pasa, por la sencilla razón de que nunca me han… cómo decir… estudiado. Olvidaos de una persona a la que hacen mil experimentos, que es perseguida por estudiosos devotos de la percepción extrasensorial, o que usan como arma secreta.

Mis únicos mentores, los únicos conocedores de mi ¿don?, son mis padres. La ventaja de tener unos padres sobreprotectores es que cuidan de ti incluso en las situaciones más inverosímiles. Aún me pregunto cómo su reacción no fue más destemplada cuando descubrieron lo que podía hacer. Porque de hecho, cuando lo descubrieron los presagios no podían ser más funestos.

Tendría unos siete u ocho años cuando vi que mi padre adoptaba un mohín, sombrío, casi de estupor, mientras leía el periódico. Concentrándome  (algo obnubilado), en su cara, llegó hacia mí, como a través de un conducto invisible, unas emanaciones que portaban dentro sí lo que mi padre pensaba en ese momento. Con toda naturalidad inicié una conversación sobre ello.

-Me da mucha pena, papá.

-¿El qué Nico?

-Lo del accidente del autobús

En efecto, mi padre estaba leyendo una noticia sobre un autobús siniestrado que había dejado varías víctimas. Desde mi posición era difícil atisbar el titular del accidente y ambos sabíamos que yo no había ojeado el periódico.

-¿Por qué dices eso? ¿Cómo sabías lo que estaba leyendo?

-No lo sé… pero pensabas eso ¿verdad?

Esa primera vez se decidió, unánime y democráticamente, dar por zanjado el asunto y atribuir al azar y a la casualidad la responsabilidad de ese acto inexplicable. También mi madre tuvo oportunidad de comprobar mi clarividencia. Y finalmente tras haber adivinado sin necesidad de conversación pequeños aspectos, secretos, filias y fobias ignotas, llegaron a la conclusión de que yo podía acceder a la mente de los demás.

Esta capacidad tiene muchos y muy notables inconvenientes. Para empezar mis padres empezaron a tenerme miedo. ¿Qué sentiríais si en compañía de alguien no tuvierais ni siquiera una rendija para la privacidad en toda la cabeza? ¿Todo lo que pensáis es edificante y agradable? Es muy difícil no sentirse a merced de alguien cuando eres completamente un libro abierto. Sin embargo no renegaron de mí, ni me entregaron a ninguna autoridad. Con una cantidad abismal de paciencia por su parte, pude hasta cierto punto controlar mi poder telepático; gastamos mucho tiempo juntos tratando de “entrenar” esto.

 En materia extrasensorial somos autodidactas, la vida nos ha ido enseñando pequeños trucos. Tan solo si mi concentraba con fuerza podía escuchar claramente los pensamientos ajenos. O bien, y esto sí que es un problema, cuando hay muchas gente a mi alrededor. Repasen su horario cotidiano y díganme en qué sitios, aparte de en casa, está uno acompañado de, digamos, “poca gente”. Prueben a salir a la calle.

Otro efecto secundario que me atañe es, sin duda, la calaña humana. Les aseguro que cuando oyes el interior de los demás sabes de qué pasta estamos hechos. Todos los rencores, envidias, salvedades, censuras, denuestos y falsedades que escondemos para nosotros refulgían de una forma cegadora para mí. Yo sí que podía acceder al fluir del río de agua negra que, casi invariablemente, corre por nosotros. De ahí que mis virtudes relacionales sean nulas. No puedo ignorar los mezquinos pensamientos ajenos ni fingir que no afean a cualquier conocido hasta deformarlo completamente.
Esto ocurrió, por ejemplo, en toda mi época académica. 

Mi visión de la amistad y del amor era mustia y ennegrecida. Nunca tuve mucho de cada una de las cosas y lo que tuve fue haciendo colosales esfuerzos para no invadir la mente de amigos y amores. Casi todo acabó en fracaso y acabé siendo reputado como un extraño, ensimismado y algo disfuncional. Aún me maravillo de cómo fui capaz de aguantar aquellos años y de sacar adelante satisfactoriamente una carrera universitaria y aún incluso de encontrar trabajo.
Probablemente fui un necio al no consagrar mi vida a ser un estilita moderno, ascético y desengañado, pero decidí no dar por sentada tan pronto mi derrota. Me había esforzado mucho como para evaporarme y renunciar a todo lo mundano. Y sin embargo últimamente, cansado, no solo de mi misantropía, sino también de conocer a los demás mejor ellos mismos llegué al borde mismo de estallar. Tuve tentaciones de intentar hacer volar en pedazos el mundo, de desencadenar una acción violenta y redentora, pero afortunadamente he conseguido mantener la templanza hasta ahora. Hasta el momento crítico, el hecho crucial.

Ocurrió en un día usual, donde no se preveía nada lejos de lo cotidiano. Yo estaba en la oficina donde trabajo, tratando de mantener una imposible concentración al estar rodeado de los pensamientos de los demás. Grises, turbios. El secreto para dominarlos es no hacerles mucho caso, tratarlos como a una ráfaga de ruido que entra por una ventana abierta. Pero la normalidad se evaporó cuando ella entró por primera vez. Teníamos chica nueva en la oficina. No encontré nada especialmente atractivo en ella, lo cual era sin duda atribuible a mi esquiva relación con cualquier persona que entrase en la zona de influencia de mi telepatía. En realidad casi nunca encuentro atractivo a nadie.

Y sin embargo había algo sustancialmente distinto en ella, un destello extraño, una característica diferenciadora. Pude pasar uno, cinco, o diez minutos, completamente atontado hasta que me di cuenta de qué tenía de especial aquella mujer. No tenía registros de ella en mi cabeza; no podía llegar a alcanzar lo que pensaba, ni siquiera al intentar hacerlo adrede.

Hubo un momento en que ella se fijó en mí y pude confirmar mi imposibilidad de adentrarme en su mente. Llegó el momento en que protocolariamente me la presentaron y fue en ese instante cuando sentí la segunda anomalía. Estuve completamente seguro de que ella sentía exactamente lo mismo que yo; la misma extrañeza, la misma sensación de estar ante algo insólito. Los dos formábamos un complejo espejo donde no se sabía muy bien quién era el reflejo y quién el reflejado. Hubo un momento en que creí saber el porqué de aquella indefinible extrañeza. Pero por primera vez, casi en toda mi vida, hube de conformarme con la intuición, no con una certeza extrasensorial.

Había que hacer algo. Y en una mañana de infernal espera y labores desatendidas pergeñé un plan, una estrategia de averiguación. No puede decirse que fuera muy sofisticada, era la argucia rudimentaria de sentarme junto a ella a la hora de comer.  Nos miramos y nos saludos de manera casi fugaz. Qué ambigüedad en todo aquello; un pálpito me decía que ambos sabíamos todo y a la vez nada del otro.

Sin embargo mi plan había tenido en cuenta algunas contingencias. La más evidente era la de romper el hielo. Carraspeando señalé con la cabeza a un compañero de oficina sentado unos metros delante de mí en el comedor y dije sigilosamente:

-¿No es repugnante lo de ese tipo? Lo de Carlos. Menuda cara dura.

¿Podéis imaginar una cara que aúne el miedo y el alivio al mismo tiempo? ¿Conocéis a alguien capaz de pintarla? Juro que fue lo que vi en la cara de aquella mujer.

-Carlos es ese de ahí, el calvo de la camisa azul ¿no?

-Sí.

-¿Qué le pasa?

-Dímelo tú, yo apenas le saludo todos los días. Y no siempre.

La voz de la mujer, tanto como la mía, más que miedo mostraba expectativas. Era como si nosotros mismos hubiéramos escrito el guion de lo que íbamos a hablar. Curiosamente a veces se conecta con alguien cuando más ignoto e impermeable te resulta.

-Pues yo lo he visto hoy por primera vez. Poco he hablado con él.

-Ya.

-Engaña a su mujer ¿cierto?

-Yo diría que sí. ¿Qué te parece su plan para esta noche?

-¿Lo de decir en casa que tiene que trabajar hasta tarde? No sé qué es más alucinante, que siga habiendo tíos así o que exista gente dispuesta a creerse siempre la misma trola. Porque la usa a menudo.

-Ya lo creo.

Primera pausa valorativa. Yo diría que ambos estábamos satisfechos, reconociéndonos cada vez más el uno en el otro. La segunda fase de la conversación debería tener cierta audacia. Di el paso.

-No sé nada de ti, ni lo que estás pensando ahora. Y no debería ser así. ¿Por qué?

-Yo también debería saber lo que piensas. Así que tendremos que recurrir a algo a lo que no estamos, creo, acostumbrados.

-Al instinto, supongo.

-¿No me habrás leído la mente, no?

Fue una pequeña broma que escondió dentro sí una risa franca, modesta, natural. Y espontánea. Así que es esto lo que se siente.

-Hay que volver a trabajo...

-Sonia.

-Encantado Sonia. Yo soy Nicolás. Deberíamos hablar al acabar la jornada.

-Es justo lo que iba a decir.

Y lo aclaramos todo. Habrá sido fácil advertir que ambos tenemos propiedades telepáticas, salvo con otras personas que tengan nuestra misma cualidad. En ese caso permanecemos en un total desconocimiento del otro. Como cualquier hijo de vecina.

Nos hemos ido viendo cada vez más. A solas quiero decir. Habíamos de hurtar tiempo a otras cosas e ingeniárselas con alguna que otra añagaza. Supongo que ni Sonia ni yo sabemos hacer algo de forma natural. Pero no recuerdo la sensación de estar con alguien a quien no puedo inspeccionar su interior. No sé nada de sus emociones, filias, fobias, opiniones, gustos. Al menos hasta que ella me habla de ellos; solo si ella quiere. Creo que Sonia piensa más o menos lo mismo. Que puede comportarse como ella misma sin verse condicionada por la mente ajena; ir descubriendo los misterios de alguien sin recurrir a inexplicables incursiones telepáticas. Y, si siente lo mismo que yo, debe pensar que ahí está el encanto. En el proceso. No sé si hablar de amor, pero quizá esto me haga más indulgente con la condición humana. Estar tan cerca de ella y tan lejos de nuestra mezquindad.





No hay comentarios:

Publicar un comentario