Hoy, veintiuno de Noviembre,
quizá empezaré a sangrar otra vez. Como todos los años en el mismo día. No es
una historia muy divertida pero, a fin de cuentas, es la mía. De hecho su
inicio es de lo más banal y hablaría de cómo inopinadamente en una estúpida
reyerta, que además me era ajena, fui herido por arma blanca en un costado.
Tiemblo al contar cómo fue todo. Fue
de madrugada, a la salida de un pub, cuando fui –lo fuimos todos los que me
acompañaban- lo suficientemente inconsciente o lo insuficientemente avispado
como para ver la trifulca en la salida de aquel lugar; salvaje, con navajas. El
tributo que tuve pagar por mi imprudencia fue un daño colateral en forma de herida
abierta en mi flanco izquierdo. Soy de ese tipo de personas que solo pasaban
por allí y que al final les toca las pedrea. Y fue un veintiuno de Noviembre.
Llevado a urgencias y suturado y
curado convenientemente, hube de permanecer ingresado unos días a fin de evitar
empeoramientos y complicaciones. Aunque no fue afectado ningún vaso sanguíneo
importante, hubo cierta pérdida de sangre. Por no hablar del riesgo de
infecciones. La mayor parte de mi convalecencia fue en casa –vivía todavía con mis padres-, y lo más duro ocurrió
en mi cabeza, no en la herida del costado.
Aquel evento aterrador hizo que
pasase de convaleciente a recluso; acabé alargando mi forzado reposo hasta una
especie de arresto domiciliario, ordenado y sentenciado por mí mismo. Tenía
miedo de salir, de encontrarme en otra situación peligrosa, de sufrir
inesperados ataques iguales al que había padecido. Las veces que salía era
dentro de una zona confort que comprendía lugares perfectamente conocidos, no
demasiado lejanos y a la luz del día. Además, tenía que ir acompañado.
Con el paso de las semanas, no
obstante, fui normalizando cuerpo y mente, y mi relación con el mundo fue encauzándose
hacia la cotidianidad. Levemente volví a quedar con amigos, a salir casi como
lo hacía antes. Sin embargo en cuanto se acercó el primer aniversario del
navajazo, una molesta aprensión se fue apoderando de mí, con la velocidad y el
vigor de una infección. Viejos miedos resucitaron, invocados por una debilidad
que ya creía haber dejado atrás. De alguna forma temía que la reclusión de meses
atrás volviera a tener vigencia.
Al cumplirse el año justo, el
veintiuno de Noviembre, ocurrió por primera vez el fenómeno que habría de ser
tormento durante bastante tiempo. La madrugada de ese día estuvo plagada de
malos sueños, tan perturbadores como –paradójicamente- irrecuperables por la
memoria. El reflejo de tan temidas y huidizas pesadillas se correspondió con un
despertar violento y aturullado.
Miré en derredor tratando de corroborar que
estaba en mi habitación y no en un ensueño opresivo y dantesco. Todo parecía
estar en orden, sosegando un poco mi espíritu, vapuleado por sabe Dios qué
angustiosas imágenes. Al punto, noté una sensación punzante donde tenía la
cicatriz del navajazo, y al tratar de inspeccionar la herida pude ver que
estaba ligeramente abierta. Mi pijama y las sábanas tenían algunas manchas
encarnadas como resultado de la sangre vertida; aunque la hemorragia no parecía
ser muy grande. De todos modos fue inevitable acudir a un hospital.
-La cicatriz estaba ya cerrada de
una manera limpia y sana. Como mucho podría tener algún dolor ocasional, por
dentro tarda más. O bien se ha hecho otra herida en el mismo sitio o se la ha
abierto usted.
-Le digo que no, estaba
perfectamente al irme a dormir y esta mañana me he encontrado con una pequeña
sangría en mi cama.
-Pues entonces explíqueme cómo ha
pasado esto. Una cicatriz no se abre sola. Sobre todo si tiene ya casa un año.
-Doctor, le digo que lo único que
recuerdo de anoche fue tener unas horribles pesadillas.
-¿Qué tipo de pesadillas? – El
semblante del doctor era el de alguien que acaba de descifrar el secreto de un
número de magia-
-No las recuerdo, pero lo
suficientemente aterradoras como para asustarme. Y mucho.
-Hay sueños muy vívidos señor
Méndez, quizá hizo usted algo guiado por sus pesadillas.
-¿Sonambulismo?
-Similar.
-Me cuesta mucho creerlo, esa
parte del cuerpo para mí es poco que intocable para mí. Como una zona cero.
Nunca dejo que me roce ni la camisa.
-En fin, lo único que hemos
podido hacer es volver a cerrar la herida correctamente. Espero que la
cicatrización se desarrolle normalmente. Y…
-¿Sí?
-A título personal le
recomendaría que visite a un profesional de la salud mental. Según nos ha dicho
últimamente su estado de ánimo se había deteriorado.
Y así fue como yo, Ismael Méndez,
comencé a vagabundear como un nómada por psiquiatras y psicólogos que, a su
vez, me derivaban a otros homólogos suyos. Lo más cerca que estuve de algo
razonable fue al oír “estrés postraumático”, pero demasiadas cosas no
cuadraban. Por ejemplo el milagroso restablecimiento de la cicatriz que, casi
súbitamente, se curó y volvió a ofrecer un aspecto muy seco y curado. En tan
solo un par de días. Si hubiera estado atento seguramente habría percibido a
mis tejidos recomponerse a simple vista. La sensación de inquietud fue duradera
a lo largo de los siguientes meses, mientras se propagaba la idea de que una
parte de mi cuerpo, y quién sabe si también de mi mente, escapaba a mi control
Un hábito adquirido durante todas
estas dolorosas cavilaciones fue el de no pisar, bajo ningún pretexto, el lugar
donde recibí la herida. Era una zona vedada no solo a mi presencia sino también
a mi curiosidad, internarse en ella era fundirse en un manto de tinieblas. Una
experiencia dolorosa y abismal. Esta evitación sí que fue significativa, aquel
pub era objeto de frecuentes visitas por mi parte y era un lugar de reunión
usual con mis amigos.
El caso es que teledirigido por
la inercia y la insistencia de algunos de mis seres queridos algunos aspectos
de mi vida se fueron normalizando. Me centré en el último año de mi carrera de
biología y lo fui sacando con razonable holgura. No obstante, un halo negro
pendía sobre mí, incansable y agotador. Nunca logré estar a gusto del todo; en
ninguna situación, ni siquiera cuando tenía cierta vida social Un miedo, acrecentado
por momentos, se clavaba como una espina en mi costado.
Y así llegó otro veintiuno de
noviembre. Estando en mi cuarto, como quien aguarda el tajo del verdugo, podía
notar cómo el tiempo se densificaba, casi como si el transcurrir de un segundo
fuera un impulso nervioso de dolor. Cuando el aniversario llegaba a su hora
justa, un imbatible sueño hizo presa en mí y el sopor fue demasiado como para
tratar de combatirlo. Me dormí.
La imagen que siempre tendré de
esa mañana (y de otras) fue ver mis manos embadurnadas de rojo, recubiertas por
una película de sangre de un color tan intenso que parecía desprender un fulgor
maligno. Gritos y más gritos; míos, de mis padres. Aquella mañana todas las
personas parecían movidas por un titiritero demente que solo concediera
movimientos espasmódicos y acelerados a sus marionetas. Esta vez la apertura de
la herida fue más grave, sobre todo porque perdí muchas más sangre. Tras unos
días de ingreso hospitalario y errático comportamiento por mi parte, se decidió
que efectuaría un nuevo ingreso, esta vez en una institución psiquiátrica.
¿Pueden creerse que consideraban que era un peligro para mí mismo y para los
demás? Todo el mundo lo creía.
Del año siguiente recuerdo poco,
porque en esencia hay poco que recordar. Supongo que lo que mejor me definía
eran los eufemismos de “interno” o, por Dios, “residente”. Aunque quizá no he
sido del todo claro y sí que haya algo que recordar. La curación de la cicatriz
fue de nuevo extremadamente rápida y sorprendente. Quise mostrar esa señal como
un prodigio que corroborase mi cordura, pero todos los que me rodeaban
preferían asumir una negligente indiferencia ante lo fantástico y optaron por
lo “real”; lo que ellos catalogaron como tal. Me ignoraron.
También hice un amigo; un celador comprensivo
conmigo y que no caía en la condescendencia. A su manera quizá me creía.
Qué rápido paso el año y cómo se
aproximó, de nuevo, el 21 de Noviembre. Dando vueltas los días previos, por el
sanatorio mental, fui sintiendo la congoja de los que ven amenazada su vida de
modo ineludible. Sin embargo podía hacer algo al respecto. O eso pensé. Y para
ello necesitaba a mi amigo, el celador. La noche del aniversario le puse sobre
aviso.
-Oye, necesito un favor. De eso
que hemos hablado desde hace mucho.
-¿Hoy es la noche? – la
curiosidad del celador parecía genuina-.
-Sí, amigo mío. Necesito que me
observes durante esta noche. Yo no podré hacerlo, de algún modo me quedaré
dormido aun en contra de mi voluntad. Quiero que veas…
-La sangre –interrumpió el
celador, serio y concentrado.
-Sí, quiero que veas cómo se me
abre la herida, que estés en mi habitación y veas qué ocurre. Y lo grabarás.
Con tu móvil, que supongo que tendrá cámara. Puede que así probemos que yo no
me lesiono, que todo esto es algo raro.
-Mira, no creo que esto nos pueda
servir como prueba. Y quizá nos metamos en un lío.
Tras un prolongado silencio
decidí poner coto a cualquier duda y temor con una fórmula sencilla y
universal.
-Tú hazlo y ya veremos.
Era madrugada, no sé a qué hora,
cuando unos gritos ahogados que parecían provenir desde una infinita distancia me despertaron. Es un decir, apenas
si podía abrir los párpados y no era capaz ni de ejecutar un leve movimiento, todo era negrura a mi alrededor.
Y luego volví a las tinieblas.
Mi siguiente despertar fue en una
lo que parecía ser una UCI, donde yo yacía monitorizado, sondado, y tenazmente
vigilado. Un dolor intensísimo en la
zona de la vieja y voluble herida fue suficiente para comprender qué había
pasado, justo antes de volver a cerrar los ojos. Oscuridad duradera de nuevo.
Cuando vuelvo en mí ya no me
duele casi, y estoy en una habitación normal y corriente. Mis padres y el
celador están en la habitación. Mi padre es el que me habla.
-¿Ismael? ¿Me oyes? ¿Cómo te
encuentras?
-Sorprendentemente bien, supongo.
Un incomodísimo silencio nos dejó
a todos temerosos de mover siquiera un músculo.
-¿Ha vuelto a suceder? ¿Se ha
abierto la herida?
-Sí hijo, y esta vez has perdido
muchísima sangre. Afortunadamente Miguel, el celador, estaba muy cerca según
parece y dio la alarma enseguida.
-Miguel, tú estabas allí. ¿Qué
viste? No pude ser yo.
-No, no fuiste tú. –Miguel
contestó entre serio y pensativo-.
-Joder, ahí lo tenéis. No estoy
me autolesiono. Esto lo cambia todo…
-Sencillamente comenzaste a echar
sangren; nada más. Como por arte de magia. No sé si cambia algo, pero no
sabemos qué te demonios te ocurre. Y cada año va a peor.
En este punto mi madre se vio
impelida a intervenir. Parecía transfigurada, un boceto expresionista; sus
facciones tremendamente crispadas.
-Y tu herida hijo mío, tu herida…
Con paciente resignación empecé a
entender y casi a acatar las circunstancias del último aniversario.
-Está casi cerrada ya ¿no es
cierto?,
Fue Miguel el que asintió
levemente y el que también encontró más coraje para hilvanar un pensamiento
coherente.
-Sí, y tienes a mucha gente
intrigada. Los especialistas que seguían tu caso están desconcertados. Solo hay
uno que ha lanzado una idea al aire.
-¿Cuál? –Temblé-
(continuará)
No hay comentarios:
Publicar un comentario