viernes, 9 de marzo de 2018

Aniversario de Sangre (I)


Hoy, veintiuno de Noviembre, quizá empezaré a sangrar otra vez. Como todos los años en el mismo día. No es una historia muy divertida pero, a fin de cuentas, es la mía. De hecho su inicio es de lo más banal y hablaría de cómo inopinadamente en una estúpida reyerta, que además me era ajena, fui herido por arma blanca en un costado. 


Tiemblo al contar cómo fue todo. Fue de madrugada, a la salida de un pub, cuando fui –lo fuimos todos los que me acompañaban- lo suficientemente inconsciente o lo insuficientemente avispado como para ver la trifulca en la salida de aquel lugar; salvaje, con navajas. El tributo que tuve pagar por mi imprudencia  fue un daño colateral en forma de herida abierta en mi flanco izquierdo. Soy de ese tipo de personas que solo pasaban por allí y que al final les toca las pedrea. Y fue un veintiuno de Noviembre.

Llevado a urgencias y suturado y curado convenientemente, hube de permanecer ingresado unos días a fin de evitar empeoramientos y complicaciones. Aunque no fue afectado ningún vaso sanguíneo importante, hubo cierta pérdida de sangre. Por no hablar del riesgo de infecciones. La mayor parte de mi convalecencia fue en casa –vivía  todavía con mis padres-, y lo más duro ocurrió en mi cabeza, no en la herida del costado.

 Aquel evento aterrador hizo que pasase de convaleciente a recluso; acabé alargando mi forzado reposo hasta una especie de arresto domiciliario, ordenado y sentenciado por mí mismo. Tenía miedo de salir, de encontrarme en otra situación peligrosa, de sufrir inesperados ataques iguales al que había padecido. Las veces que salía era dentro de una zona confort que comprendía lugares perfectamente conocidos, no demasiado lejanos y a la luz del día. Además, tenía que ir acompañado.

Con el paso de las semanas, no obstante, fui normalizando cuerpo y mente, y mi relación con el mundo fue encauzándose hacia la cotidianidad. Levemente volví a quedar con amigos, a salir casi como lo hacía antes. Sin embargo en cuanto se acercó el primer aniversario del navajazo, una molesta aprensión se fue apoderando de mí, con la velocidad y el vigor de una infección. Viejos miedos resucitaron, invocados por una debilidad que ya creía haber dejado atrás. De alguna forma temía que la reclusión de meses atrás volviera a tener vigencia.
Al cumplirse el año justo, el veintiuno de Noviembre, ocurrió por primera vez el fenómeno que habría de ser tormento durante bastante tiempo. La madrugada de ese día estuvo plagada de malos sueños, tan perturbadores como –paradójicamente- irrecuperables por la memoria. El reflejo de tan temidas y huidizas pesadillas se correspondió con un despertar violento y aturullado. 

Miré en derredor tratando de corroborar que estaba en mi habitación y no en un ensueño opresivo y dantesco. Todo parecía estar en orden, sosegando un poco mi espíritu, vapuleado por sabe Dios qué angustiosas imágenes. Al punto, noté una sensación punzante donde tenía la cicatriz del navajazo, y al tratar de inspeccionar la herida pude ver que estaba ligeramente abierta. Mi pijama y las sábanas tenían algunas manchas encarnadas como resultado de la sangre vertida; aunque la hemorragia no parecía ser muy grande. De todos modos fue inevitable acudir a un hospital.

-La cicatriz estaba ya cerrada de una manera limpia y sana. Como mucho podría tener algún dolor ocasional, por dentro tarda más. O bien se ha hecho otra herida en el mismo sitio o se la ha abierto usted.

-Le digo que no, estaba perfectamente al irme a dormir y esta mañana me he encontrado con una pequeña sangría en mi cama.

-Pues entonces explíqueme cómo ha pasado esto. Una cicatriz no se abre sola. Sobre todo si tiene ya casa un año.

-Doctor, le digo que lo único que recuerdo de anoche fue tener unas horribles pesadillas.

-¿Qué tipo de pesadillas? – El semblante del doctor era el de alguien que acaba de descifrar el secreto de un número de magia-

-No las recuerdo, pero lo suficientemente aterradoras como para asustarme. Y mucho.

-Hay sueños muy vívidos señor Méndez, quizá hizo usted algo guiado por sus pesadillas.

-¿Sonambulismo?

-Similar.

-Me cuesta mucho creerlo, esa parte del cuerpo para mí es poco que intocable para mí. Como una zona cero. Nunca dejo que me roce ni la camisa.

-En fin, lo único que hemos podido hacer es volver a cerrar la herida correctamente. Espero que la cicatrización se desarrolle normalmente. Y…

-¿Sí?

-A título personal le recomendaría que visite a un profesional de la salud mental. Según nos ha dicho últimamente su estado de ánimo se había deteriorado.

Y así fue como yo, Ismael Méndez, comencé a vagabundear como un nómada por psiquiatras y psicólogos que, a su vez, me derivaban a otros homólogos suyos. Lo más cerca que estuve de algo razonable fue al oír “estrés postraumático”, pero demasiadas cosas no cuadraban. Por ejemplo el milagroso restablecimiento de la cicatriz que, casi súbitamente, se curó y volvió a ofrecer un aspecto muy seco y curado. En tan solo un par de días. Si hubiera estado atento seguramente habría percibido a mis tejidos recomponerse a simple vista. La sensación de inquietud fue duradera a lo largo de los siguientes meses, mientras se propagaba la idea de que una parte de mi cuerpo, y quién sabe si también de mi mente, escapaba a mi control

Un hábito adquirido durante todas estas dolorosas cavilaciones fue el de no pisar, bajo ningún pretexto, el lugar donde recibí la herida. Era una zona vedada no solo a mi presencia sino también a mi curiosidad, internarse en ella era fundirse en un manto de tinieblas. Una experiencia dolorosa y abismal. Esta evitación sí que fue significativa, aquel pub era objeto de frecuentes visitas por mi parte y era un lugar de reunión usual con mis amigos.

El caso es que teledirigido por la inercia y la insistencia de algunos de mis seres queridos algunos aspectos de mi vida se fueron normalizando. Me centré en el último año de mi carrera de biología y lo fui sacando con razonable holgura. No obstante, un halo negro pendía sobre mí, incansable y agotador. Nunca logré estar a gusto del todo; en ninguna situación, ni siquiera cuando tenía cierta vida social Un miedo, acrecentado por momentos, se clavaba como una espina en mi costado.

Y así llegó otro veintiuno de noviembre. Estando en mi cuarto, como quien aguarda el tajo del verdugo, podía notar cómo el tiempo se densificaba, casi como si el transcurrir de un segundo fuera un impulso nervioso de dolor. Cuando el aniversario llegaba a su hora justa, un imbatible sueño hizo presa en mí y el sopor fue demasiado como para tratar de combatirlo. Me dormí.

La imagen que siempre tendré de esa mañana (y de otras) fue ver mis manos embadurnadas de rojo, recubiertas por una película de sangre de un color tan intenso que parecía desprender un fulgor maligno. Gritos y más gritos; míos, de mis padres. Aquella mañana todas las personas parecían movidas por un titiritero demente que solo concediera movimientos espasmódicos y acelerados a sus marionetas. Esta vez la apertura de la herida fue más grave, sobre todo porque perdí muchas más sangre. Tras unos días de ingreso hospitalario y errático comportamiento por mi parte, se decidió que efectuaría un nuevo ingreso, esta vez en una institución psiquiátrica. ¿Pueden creerse que consideraban que era un peligro para mí mismo y para los demás? Todo el mundo lo creía.

Del año siguiente recuerdo poco, porque en esencia hay poco que recordar. Supongo que lo que mejor me definía eran los eufemismos de “interno” o, por Dios, “residente”. Aunque quizá no he sido del todo claro y sí que haya algo que recordar. La curación de la cicatriz fue de nuevo extremadamente rápida y sorprendente. Quise mostrar esa señal como un prodigio que corroborase mi cordura, pero todos los que me rodeaban preferían asumir una negligente indiferencia ante lo fantástico y optaron por lo “real”; lo que ellos catalogaron como tal. Me ignoraron.  

También hice un amigo; un celador comprensivo conmigo y que no caía en la condescendencia. A su manera quizá me creía.

Qué rápido paso el año y cómo se aproximó, de nuevo, el 21 de Noviembre. Dando vueltas los días previos, por el sanatorio mental, fui sintiendo la congoja de los que ven amenazada su vida de modo ineludible. Sin embargo podía hacer algo al respecto. O eso pensé. Y para ello necesitaba a mi amigo, el celador. La noche del aniversario le puse sobre aviso.

-Oye, necesito un favor. De eso que hemos hablado desde hace mucho.

-¿Hoy es la noche? – la curiosidad del celador parecía genuina-.

-Sí, amigo mío. Necesito que me observes durante esta noche. Yo no podré hacerlo, de algún modo me quedaré dormido aun en contra de mi voluntad. Quiero que veas…

-La sangre –interrumpió el celador, serio y concentrado.

-Sí, quiero que veas cómo se me abre la herida, que estés en mi habitación y veas qué ocurre. Y lo grabarás. Con tu móvil, que supongo que tendrá cámara. Puede que así probemos que yo no me lesiono, que todo esto es algo raro.

-Mira, no creo que esto nos pueda servir como prueba. Y quizá nos metamos en un lío.
Tras un prolongado silencio decidí poner coto a cualquier duda y temor con una fórmula sencilla y universal.

-Tú hazlo y ya veremos.
Era madrugada, no sé a qué hora, cuando unos gritos ahogados que parecían provenir desde una infinita  distancia me despertaron. Es un decir, apenas si podía abrir los párpados y no era capaz ni de ejecutar un leve  movimiento, todo era negrura a mi alrededor. Y luego volví a las tinieblas.

Mi siguiente despertar fue en una lo que parecía ser una UCI, donde yo yacía monitorizado, sondado, y tenazmente vigilado.  Un dolor intensísimo en la zona de la vieja y voluble herida fue suficiente para comprender qué había pasado, justo antes de volver a cerrar los ojos. Oscuridad duradera de nuevo.

Cuando vuelvo en mí ya no me duele casi, y estoy en una habitación normal y corriente. Mis padres y el celador están en la habitación. Mi padre es el que me habla.

-¿Ismael? ¿Me oyes? ¿Cómo te encuentras?

-Sorprendentemente bien, supongo.

Un incomodísimo silencio nos dejó a todos temerosos de mover siquiera un músculo.

-¿Ha vuelto a suceder? ¿Se ha abierto la herida?

-Sí hijo, y esta vez has perdido muchísima sangre. Afortunadamente Miguel, el celador, estaba muy cerca según parece y dio la alarma enseguida.

-Miguel, tú estabas allí. ¿Qué viste? No pude ser yo.

-No, no fuiste tú. –Miguel contestó entre serio y pensativo-.

-Joder, ahí lo tenéis. No estoy me autolesiono. Esto lo cambia todo…

-Sencillamente comenzaste a echar sangren; nada más. Como por arte de magia. No sé si cambia algo, pero no sabemos qué te demonios te ocurre. Y cada año va a peor.

En este punto mi madre se vio impelida a intervenir. Parecía transfigurada, un boceto expresionista; sus facciones tremendamente crispadas.

-Y tu herida hijo mío, tu herida…

Con paciente resignación empecé a entender y casi a acatar las circunstancias del último aniversario.

-Está casi cerrada ya ¿no es cierto?,

Fue Miguel el que asintió levemente y el que también encontró más coraje para hilvanar un pensamiento coherente.

-Sí, y tienes a mucha gente intrigada. Los especialistas que seguían tu caso están desconcertados. Solo hay uno que ha lanzado una idea al aire.

-¿Cuál? –Temblé-


(continuará)

No hay comentarios:

Publicar un comentario