sábado, 3 de febrero de 2018

La Visión del Dibujante (III)

-¿Qué, qué ocurre? ¿Qué ha pasado?

-No lo sé! ¡No lo sé! ¡La he visto en el espejo!

La obligación acuciante de ver lo que ocurría en el espejo para apagar su curiosidad hizo que ambos fuera hacia él. El resultado fue otro giro desconcertante. La superficie especular no devolvía ningún reflejo de la habitación, sino de la apertura de la cueva donde habían estado esta tarde. Casi de inmediato un grito ensordecedor se extendió por toda la estancia, de dolor, de agonía y quebranto. 

Padre e hijo se miraron a los ojos y de un modo inexplicable pero coordinado intuyeron al unísono que el grito surgía a través del espejo. Un golpe seco y terminante puso fin al grito y tras un fundido en negro volvió  a verse la habitación reflejada… y de nuevo con un inquilino más, madre y abuela de los aterrados Eduardo y Marcelino. No tuvieron más remedio que permanecer erguidos frente al espejo pues una fuerza desconocida y aprisionadora les impedía siquiera efectuar el más mínimo movimientos. Vigorosamente, de manera sorpresiva, la abuela de Eduardo fue ganando en nitidez hasta parecer un personaje dibujado con trazo grueso. De su boca brotó:

-Ven, sin seguir mis pasos.

Un tremendo golpeteo seguido de un estruendo precedió a la rotura del espejo en múltiples cachitos que revolotearon a su alrededor con movimiento plácido, desmintiendo la violencia del acto. Fue precisamente este hecho el que obligó a abrir los ojos a padre e hijo y hacerles ver la luz del incipiente amanecer desde el lecho y la silla donde dormitaban, y desde donde habían de empezar a comprender que la siniestra peripecia nocturna no había sido nada más que algo ilusorio, un sueño de lucidez exacerbada. 

Ambos, por instinto, miraron al espejo, el cual estaba intacto. Por supuesto también comprobaron que los reflejos que devolvía eran los reales y no caprichosas imágenes de aterradora verosimilitud. Los corazones de los Vergara estaban palpitantes y sobreexcitados.

-Papá, ¿estás bien? ¿Has visto la cueva, el espejo roto, a la abuela?

-S sí, debemos haber visto lo mismo, como un sueño compartido. O… yo qué sé. Maldita sea. Se supone que te habías dormido y yo estaba velando, hasta que me fije en el espejo, y…

-Me despertaste.

-Así es.

-Me despertaste a un sueño.

El rostro de Eduardo comenzó a turbarse en una mueca de ira que, según iban pasando los instantes, acabó en una completa transfiguración. Se había apoderado de él una frenética determinación. 

-¡Ya está bien! ¡Por el amor de Dios, ya es suficiente! ¿Quieres que vaya? ¡Pues iré!

Habiendo dicho eso, poco más que en pijama y alpargatas, Eduardo comenzó a correr mientras seguía farfullando furiosamente.

-¡Me está llamando! ¡Me está llamando!

El doctor Vergara tras una breve pugna contra su propio asombro determinó ir a despertar a su mujer en demanda de auxilio para intentar  solucionar aquello, no sabiendo muy cómo. Apenas si consiguió despertar a Laura cuando Eduardo ya estaba en la calle.

-¡Por Dios Marcelino!¡Qué pasa!

-Ha podido con él. No sé el qué; pero está trastornado ¡Ha salido corriendo de casa!

-¿Por qué? ¿Qué ha pasado? ¿Adónde va?

A pesar del irrefrenable nerviosismo, el doctor Vergara supo intuir exactamente hacia dónde se dirigía su hijo.

Cuando Eduardo, tras una demente carrera, llegó ante la boca de la cueva, presa del paroxismo gritó a todo pulmón.

-¡Ya estoy aquí! ¡Ya estoy aquí! ¿Quieres que entre?
Una indefinida figura dejó vislumbrar su presencia a unos metros dentro de la cueva, para luego echar a correr hacia la profundidad.

-¡No te escondas!¡Soy tu nieto! ¡Tú me querías aquí!¡Para qué!¡Dejaré de tener miedo solo para 
atraparte!

Acto seguido, entró en la cueva en pos de la figura ignorando su ya larga fobia a lugares subterráneos y sitios afines. Ya dentro de la cueva la oscuridad se adhería a él como un pegajoso elemento sólido, todo en derredor eran tinieblas que no se esclarecían por mucho que pudieran dilatarse las pupilas; además la enajenación de la que era víctima nubló el más elemental sentido común evitando que cogiera una linterna o cualquier iluminación. 

La privación sensorial era absoluta, teniendo en cuenta que las pisadas eran (inexplicablemente) silenciosas. La cueva, conviene decirlo, es peligrosa y no faltan trampas naturales. La abuela de Eduardo sufrió su accidente al caer en un profundo hoyo, del que la sacaron demasiado tarde para restañar sus ya de por sí graves heridas. Eduardo avanzaba por la cueva ignorando cualquier tipo de fobia cuando oyó una especie de gemido suave y misterioso.

-¿Dónde estás? ¿Ahora me evitas? ¡Ven aquí!

-Eduardo, ¡ayúdame! ¡Necesito ayuda, por favor!


Si bien la locura envalentonada de Eduardo esperaba oír una voz, aquella frase  lo sumió en una confusión añadida que le paralizó totalmente. No era la voz que esperaba oír. Era su madre, y no su abuela, la que pedía ayuda. Aquejado por la paranoia con foco en toda suerte de terrores, la capacidad de raciocinio de Eduardo estaba completamente anulada.




-¿Mamá, qué haces aquí? Tú no eres, tú no me has llamado.

-Eduardo soy yo, he venido a buscarte. Estoy herida, me he caído en un hoyo. ¡Por favor ayúdame!

Eduardo, sin saber ni qué pensar ni qué creer, pero conducido por un automatizado instinto, trato de seguir el curso de la voz hasta llegar a su origen. Los quejidos se escuchaban cada vez más cerca y sin embargo progresivamente profundizaba cada vez más en un mar de agobiantes tinieblas, presionando su alma y cerniéndose sobre él. Eduardo se convirtió en un pelele sin vista, ni 
orientación, apenas guiado por un extraño acontecimiento.

-Eduardo, estoy a tus pies. Sácame de aquí.

Dejándose guiar por la voz Eduardo se agacho y usando el tacto identificó un agujero en el suelo desde el fondo del cual llegaba la voz de su madre.

-Mamá, ¿cómo puedes ser tú? Estabas durmiendo y yo he salido corriendo de casa. ¿Qué pasa aquí?

-¿Es que no reconoces mi voz? Soy tu madre. Me he roto algo y creo que tengo una brecha y sangro.

Los gimoteos de la voz, rayana en el llanto, velaron cualquier defensa lógica que pudiera quedar en el espíritu de Eduardo, desesperado y contrito a un tiempo.

-Mamá, escucha, voy a alargarte la mano. Te noto cerca, esto tendrá dos metros y pico de profundidad. Cógela y tiraré fuerte de ti para sacarte.

Apenas hubo dicho esto y hecho el gesto de alargar la mano, un tirón repentino, casi violento, arrastró a Eduardo hacia el fondo. A pesar del fenomenal topetazo que recibió, tuvo la sensación de que el impactó fue acolchado, o al menos aminorado, por lo que parecían ser unos brazos, tan providenciales como traidores.

-¡Pero qué haces! ¡Me has tirado dentro! ¡Me he hecho daño y ahora estamos los dos adentro!
Hubo un instante de silencio durante el cual, dolorido y furibundo, Eduardo recorrió el agujero agitando los brazos y gritando imprecaciones. No tardo mucho, sin embargo, en obrarse lo que parecía otro hecho inexplicable. La oscuridad en derredor se fue aclarando suavemente, con enervante parsimonia, hasta dejar que se pudo ver aceptablemente el fondo del pozo. La luz era azulada y de un origen completamente desconocido, inefable e inhumana, y pesar de todo sedante.

-Lo has hecho muy bien Eduardito.

Súbitamente recordó que así le llamaba su abuela y efectivamente la faz que veía ahora gracias a la luz azulada era la de su abuela, no la de su madre.

-No hay nada que perdonar, Eduardito.

Por si hiciera falta una confirmación de la presencia de su abuela allí, el vocativo “Eduardito” lo confirmaba, de toda la gente cercana durante su niñez solamente ella le llamaba así.

Lentamente la luz se fue apagando hasta que se produjo de nuevo la total oscuridad, acompasada de nuevo por el silencio. Una paz sepulcral que narcotizó a Eduardo, sin posibilidad de reacción o respuesta. Las voces llegaron poco después desde no esperaba; venían de fuera del pozo. También vio luces, esta vez más familiares y sin duda procedentes de linternas. El rumor era de varias personas, la voz sin duda la del doctor Vergara.

-¡Eduardo, Eduardo! Por favor, dinos si estás ahí. Por favor, dinos algo.

Tras un pequeño instante de quedar completamente obnubilado Eduardo dio señales de vida:

-¡Aquí, estoy aquí! ¡Estoy bien!

De inmediato las luces de linternas iluminaron el pozo, lo que le sirvió a Eduardo (aparte de para situarse) para comprobar que estaba completamente solo en el pozo. Ni rastro de apariciones, madres o abuelas. Los que portaban las linternas eran sus padres y Fermín, todos preocupados por él y por su huida súbita y desquiciada. Venían oportunamente pertrechados con cuerdas y elementos suficientes para el rescate.

La intuición del doctor Vergara aunque certera no se había materializado en un plan de manera particularmente rápida. Las maniobras de rescate fueron fatigosas y no exentas de peligro pero fueron llevadas a buen término. Una vez terminados estos trabajos, al lado mismo del pozo, Eduardo se fundió en un abrazo con sus padres. Poco más recordó de su traslado de nuevo al pueblo; se encontraba entre ausente, pero de algún modo apaciguado. Una serie de imprecisas imágenes desembocaron en un despertar en la cama donde unas horas antes le  habían asaltado pesadillas y  alucinaciones.


-Eduardo, ¿cómo te encuentras? Tienes un buen golpe pero nada roto. Creo que convendría ir a un hospital.

-¿Me crees no? ¿Crees lo que he visto? Compartimos un sueño.

-Y bien, ¿qué viste en la cueva?

Su tono era preocupado pero conminatorio. Había un poso de irreductible escepticismo que no fue menguando cuando Eduardo fue contando, más bien inconexamente, lo que había ocurrido en la cueva.

-Creo que la expresión “dar la razón como a los locos” está cobrando vida en ti. ¿No te acuerdas del espejo, del sueño?

-De hecho he estado vueltas sobre el asunto mientras estabas inconsciente; con más intensidad de la que crees. Hijo, todo trato de verlo desde la perspectiva clínica, a ello he dedicado mi vida.

-¡Olvida la clínica! Encuentra una razón a esto. ¿Acaso puedes?

El doctor Vergara suspiró.

-Quizá sí. No soy un experto, he pensado que podía ser un caso de “Folie á Deux”. ¿Sabes lo que es?

-¡Ya está bien! ¡Lárgate ya de aquí, solo crees lo que está bajo tu control! No sirve de nada hablar contigo.

El doctor Vergara continuó aparentemente sin esfuerzo, como si su hijo no hubiera dicho nada.

-La “Folie á Deux” hace que una idea delirante o paranoide sea compartida por dos personas. Puede llegar a tener las mismas alucinaciones. No descartaría ese hipótesis.

-Para empezar, lo que compartimos fue un sueño, no una alucinación. Creo que hay una diferencia.

-¡Y qué prefieres creer! ¿Qué el espíritu de tu abuela vive en un espejo? ¿En una cueva? ¿Qué intentaba atraerte a la cueva? ¿Para qué?

-Para curarme. Papá antes de que me salgamos hacia el hospital o hacia un sanatorio mental déjame hacerte una pregunta. ¿Qué ocurrió esa tarde entre la abuela y yo? Creo haberlo olvidado casi desde siempre. Quizá no lo haya mencionado ni en terapia.

La pregunta redujo la beligerancia del doctor a cambio dejarlo desarmado.

-¿Qué?

-Me enfadé con ella ¿verdad? Hoy he ido recordando. Cuando estaba en la cueva.

-Casi lo había olvidado yo también. Ella te regañó, sí, por un trastada que habías hecho con Juanjo y esa tarde estabas de morros. No sé si te acuerdas, pero muchas tarde yo tenía que visitar a pacientes y tú solías jugar con la abuela. Esa misma tarde lo hubierais hecho, pero tú te fuiste al campo, por tu lado y ella por el suyo. Acabó en la cueva contra toda lógica… o quizá no. Ya había dicho varias veces que quería entrar en la cueva, era más aventurera de lo que creías.

-Una triste e inesperada sonrisa surgió en el rostro del doctor. Por su parte Eduardo se preparaba para hacer la pregunta con más énfasis que había hecho en su vida; la vida de un abogado.

-Papá, tú conoces mi fobia y sabes de los problemas que he pasado. Todos los trastornos, todos los traumas, ¿pudieron tener su raíz en la culpabilidad por no estar con la abuela esa tarde? Si no hubiera estado enfadado con ella el accidente no hubiera tenido lugar. Quizá he cargado con un peso que ni siquiera era consciente de que lo acarreaba.


-Por Dios, no tiene sentido pensar en eso ahora. Que yo sepa no tenías la faculta de leer el futuro. ¿A qué viene culparse ahora?

-No me culpo. Tengo la sensación de que me han exculpado. “Ni enfados, ni miedos Eduardito”. Me siento absuelto, liberado.

- De modo que tenemos hasta ahora dos hipótesis. A ver si las entiendo. Una aparición sobrenatural de tu abuela que mediante sueños, trances artísticos y tretas varias hace que entres a la cueva a pesar de tu fobia, adquiere la forma de tu madre para enfrentarte a todo lo que te aterra y luego te absuelve de unas faltas que te estaban atormentando por dentro. A resultas de todo esto has conseguido aligerar tu alma y has vencido tus traumas. Yendo directo al corazón de las tinieblas. Por intercesión de tu abuela que, sin duda alguna, habrá encontrado mayor descanso. ¿Voy bien?

-A tu estilo, pero sí. ¿Cuál es tu refutación? ¿Cuál tu alternativa? Un complejísimo trastorno mental, ya de por sí extrañísimo estadísticamente, y manifestado de una forma probablemente inaudita en la historia de la psiquiatría. Y encima con un enfoque autocurativo. No sé si la respuesta más plausible es la sobrenatural o una pseudocientífica que parece inspirada en “Origen” ¿Voy bien?

No había ningún acervo reproche ni una sorna agresiva, la leve sonrisa con que acompañó su razonamiento era cálida, rehuía la confrontación. Parecía una invitación a firmar tablas aun manteniendo una firme e íntima convicción. De algún modo el doctor Vergara así lo interpretó y suavizó su rictus.

-Me sentiré más tranquilo cuando vayamos a un hospital y cuando te hagan todo tipo de pruebas.

-Claro que sí. Me duele casi todo.

-No me refería tanto a ese tipo de pruebas.

-Papá, ¿prefieres justificar tu hipótesis o alegrarte de que me encuentre mejor?

-Si vuelves a hacerme esa pregunta te golpeo con el espejo.

Ambos se permitieron reír durante un instante, seguido de un silencio más prolongado de lo habitual.

-Descansa mientras voy preparando el coche y algunos bártulos, el hospital está a unos 50 km.

-De acuerdo papá, siempre hay que hacer caso al médico. O casi.

Eduardo dijo esto acompañado de un guiño que fue correspondido por una franca sonrisa de Marcelino Vergara. Mientras cerraba la puerta escrutó la habitación sin saber muy bien qué buscaba, quizá la inspiración, la respuesta a cuál de los dos historias prefería creer. Sin embargo, aunque no se dio demasiada cuenta, su sonrisa permaneció en su cara un rato después mientras se dirigía al encuentro de los demás y a por el coche.










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