-¿Qué, qué ocurre? ¿Qué ha
pasado?
-No lo sé! ¡No lo sé! ¡La he
visto en el espejo!
La obligación acuciante de ver lo
que ocurría en el espejo para apagar su curiosidad hizo que ambos fuera hacia
él. El resultado fue otro giro desconcertante. La superficie especular no
devolvía ningún reflejo de la habitación, sino de la apertura de la cueva donde
habían estado esta tarde. Casi de inmediato un grito ensordecedor se extendió
por toda la estancia, de dolor, de agonía y quebranto.
Padre e hijo se miraron
a los ojos y de un modo inexplicable pero coordinado intuyeron al unísono que
el grito surgía a través del espejo. Un golpe seco y terminante puso fin al
grito y tras un fundido en negro volvió
a verse la habitación reflejada… y de nuevo con un inquilino más, madre
y abuela de los aterrados Eduardo y Marcelino. No tuvieron más remedio que
permanecer erguidos frente al espejo pues una fuerza desconocida y
aprisionadora les impedía siquiera efectuar el más mínimo movimientos.
Vigorosamente, de manera sorpresiva, la abuela de Eduardo fue ganando en
nitidez hasta parecer un personaje dibujado con trazo grueso. De su boca brotó:
-Ven, sin seguir mis pasos.
Un tremendo golpeteo seguido de
un estruendo precedió a la rotura del espejo en múltiples cachitos que
revolotearon a su alrededor con movimiento plácido, desmintiendo la violencia
del acto. Fue precisamente este hecho el que obligó a abrir los ojos a padre e
hijo y hacerles ver la luz del incipiente amanecer desde el lecho y la silla
donde dormitaban, y desde donde habían de empezar a comprender que la siniestra
peripecia nocturna no había sido nada más que algo ilusorio, un sueño de
lucidez exacerbada.
Ambos, por instinto, miraron al espejo, el cual estaba
intacto. Por supuesto también comprobaron que los reflejos que devolvía eran
los reales y no caprichosas imágenes de aterradora verosimilitud. Los corazones
de los Vergara estaban palpitantes y sobreexcitados.
-Papá, ¿estás bien? ¿Has visto la
cueva, el espejo roto, a la abuela?
-S sí, debemos haber visto lo
mismo, como un sueño compartido. O… yo qué sé. Maldita sea. Se supone que te
habías dormido y yo estaba velando, hasta que me fije en el espejo, y…
-Me despertaste.
-Así es.
-Me despertaste a un sueño.
El rostro de Eduardo comenzó a
turbarse en una mueca de ira que, según iban pasando los instantes, acabó en
una completa transfiguración. Se había apoderado de él una frenética
determinación.
-¡Ya está bien! ¡Por el amor de
Dios, ya es suficiente! ¿Quieres que vaya? ¡Pues iré!
Habiendo dicho eso, poco más que
en pijama y alpargatas, Eduardo comenzó a correr mientras seguía farfullando
furiosamente.
-¡Me está llamando! ¡Me está
llamando!
El doctor Vergara tras una breve
pugna contra su propio asombro determinó ir a despertar a su mujer en demanda
de auxilio para intentar solucionar
aquello, no sabiendo muy cómo. Apenas si consiguió despertar a Laura cuando
Eduardo ya estaba en la calle.
-¡Por Dios Marcelino!¡Qué pasa!
-Ha podido con él. No sé el qué;
pero está trastornado ¡Ha salido corriendo de casa!
-¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
¿Adónde va?
A pesar del irrefrenable
nerviosismo, el doctor Vergara supo intuir exactamente hacia dónde se dirigía
su hijo.
Cuando Eduardo, tras una demente
carrera, llegó ante la boca de la cueva, presa del paroxismo gritó a todo
pulmón.
-¡Ya estoy aquí! ¡Ya estoy aquí!
¿Quieres que entre?
Una indefinida figura dejó
vislumbrar su presencia a unos metros dentro de la cueva, para luego echar a
correr hacia la profundidad.
-¡No te escondas!¡Soy tu nieto!
¡Tú me querías aquí!¡Para qué!¡Dejaré de tener miedo solo para
atraparte!
Acto seguido, entró en la cueva
en pos de la figura ignorando su ya larga fobia a lugares subterráneos y sitios
afines. Ya dentro de la cueva la oscuridad se adhería a él como un pegajoso
elemento sólido, todo en derredor eran tinieblas que no se esclarecían por
mucho que pudieran dilatarse las pupilas; además la enajenación de la que era
víctima nubló el más elemental sentido común evitando que cogiera una linterna
o cualquier iluminación.
La privación sensorial era absoluta, teniendo en
cuenta que las pisadas eran (inexplicablemente) silenciosas. La cueva, conviene
decirlo, es peligrosa y no faltan trampas naturales. La abuela de Eduardo
sufrió su accidente al caer en un profundo hoyo, del que la sacaron demasiado
tarde para restañar sus ya de por sí graves heridas. Eduardo avanzaba por la
cueva ignorando cualquier tipo de fobia cuando oyó una especie de gemido suave
y misterioso.
-¿Dónde estás? ¿Ahora me evitas?
¡Ven aquí!
-Eduardo, ¡ayúdame! ¡Necesito
ayuda, por favor!
Si bien la locura envalentonada
de Eduardo esperaba oír una voz, aquella frase lo sumió en una confusión añadida que le
paralizó totalmente. No era la voz que esperaba oír. Era su madre, y no su
abuela, la que pedía ayuda. Aquejado por la paranoia con foco en toda suerte de
terrores, la capacidad de raciocinio de Eduardo estaba completamente anulada.
-¿Mamá, qué haces aquí? Tú no
eres, tú no me has llamado.
-Eduardo soy yo, he venido a
buscarte. Estoy herida, me he caído en un hoyo. ¡Por favor ayúdame!
Eduardo, sin saber ni qué pensar
ni qué creer, pero conducido por un automatizado instinto, trato de seguir el
curso de la voz hasta llegar a su origen. Los quejidos se escuchaban cada vez
más cerca y sin embargo progresivamente profundizaba cada vez más en un mar de
agobiantes tinieblas, presionando su alma y cerniéndose sobre él. Eduardo se
convirtió en un pelele sin vista, ni
orientación, apenas guiado por un extraño
acontecimiento.
-Eduardo, estoy a tus pies.
Sácame de aquí.
Dejándose guiar por la voz
Eduardo se agacho y usando el tacto identificó un agujero en el suelo desde el
fondo del cual llegaba la voz de su madre.
-Mamá, ¿cómo puedes ser tú?
Estabas durmiendo y yo he salido corriendo de casa. ¿Qué pasa aquí?
-¿Es que no reconoces mi voz? Soy
tu madre. Me he roto algo y creo que tengo una brecha y sangro.
Los gimoteos de la voz, rayana en
el llanto, velaron cualquier defensa lógica que pudiera quedar en el espíritu
de Eduardo, desesperado y contrito a un tiempo.
-Mamá, escucha, voy a alargarte
la mano. Te noto cerca, esto tendrá dos metros y pico de profundidad. Cógela y
tiraré fuerte de ti para sacarte.
Apenas hubo dicho esto y hecho el
gesto de alargar la mano, un tirón repentino, casi violento, arrastró a Eduardo
hacia el fondo. A pesar del fenomenal topetazo que recibió, tuvo la sensación
de que el impactó fue acolchado, o al menos aminorado, por lo que parecían ser
unos brazos, tan providenciales como traidores.
-¡Pero qué haces! ¡Me has tirado
dentro! ¡Me he hecho daño y ahora estamos los dos adentro!
Hubo un instante de silencio
durante el cual, dolorido y furibundo, Eduardo recorrió el agujero agitando los
brazos y gritando imprecaciones. No tardo mucho, sin embargo, en obrarse lo que
parecía otro hecho inexplicable. La oscuridad en derredor se fue aclarando
suavemente, con enervante parsimonia, hasta dejar que se pudo ver
aceptablemente el fondo del pozo. La luz era azulada y de un origen
completamente desconocido, inefable e inhumana, y pesar de todo sedante.
-Lo has hecho muy bien Eduardito.
Súbitamente recordó que así le
llamaba su abuela y efectivamente la faz que veía ahora gracias a la luz azulada
era la de su abuela, no la de su madre.
-No hay nada que perdonar,
Eduardito.
Por si hiciera falta una
confirmación de la presencia de su abuela allí, el vocativo “Eduardito” lo
confirmaba, de toda la gente cercana durante su niñez solamente ella le llamaba
así.
Lentamente la luz se fue apagando
hasta que se produjo de nuevo la total oscuridad, acompasada de nuevo por el
silencio. Una paz sepulcral que narcotizó a Eduardo, sin posibilidad de
reacción o respuesta. Las voces llegaron poco después desde no esperaba; venían
de fuera del pozo. También vio luces, esta vez más familiares y sin duda
procedentes de linternas. El rumor era de varias personas, la voz sin duda la
del doctor Vergara.
-¡Eduardo, Eduardo! Por favor,
dinos si estás ahí. Por favor, dinos algo.
Tras un pequeño instante de
quedar completamente obnubilado Eduardo dio señales de vida:
-¡Aquí, estoy aquí! ¡Estoy bien!
De inmediato las luces de
linternas iluminaron el pozo, lo que le sirvió a Eduardo (aparte de para
situarse) para comprobar que estaba completamente solo en el pozo. Ni rastro de
apariciones, madres o abuelas. Los que portaban las linternas eran sus padres y
Fermín, todos preocupados por él y por su huida súbita y desquiciada. Venían
oportunamente pertrechados con cuerdas y elementos suficientes para el rescate.
La intuición del doctor Vergara aunque certera no se había materializado en un
plan de manera particularmente rápida. Las maniobras de rescate fueron
fatigosas y no exentas de peligro pero fueron llevadas a buen término. Una vez
terminados estos trabajos, al lado mismo del pozo, Eduardo se fundió en un
abrazo con sus padres. Poco más recordó de su traslado de nuevo al pueblo; se
encontraba entre ausente, pero de algún modo apaciguado. Una serie de
imprecisas imágenes desembocaron en un despertar en la cama donde unas horas
antes le habían asaltado pesadillas
y alucinaciones.
-Eduardo, ¿cómo te encuentras?
Tienes un buen golpe pero nada roto. Creo que convendría ir a un hospital.
-¿Me crees no? ¿Crees lo que he
visto? Compartimos un sueño.
-Y bien, ¿qué viste en la cueva?
Su tono era preocupado pero
conminatorio. Había un poso de irreductible escepticismo que no fue menguando
cuando Eduardo fue contando, más bien inconexamente, lo que había ocurrido en
la cueva.
-Creo que la expresión “dar la
razón como a los locos” está cobrando vida en ti. ¿No te acuerdas del espejo,
del sueño?
-De hecho he estado vueltas sobre
el asunto mientras estabas inconsciente; con más intensidad de la que crees.
Hijo, todo trato de verlo desde la perspectiva clínica, a ello he dedicado mi
vida.
-¡Olvida la clínica! Encuentra
una razón a esto. ¿Acaso puedes?
El doctor Vergara suspiró.
-Quizá sí. No soy un experto, he
pensado que podía ser un caso de “Folie á Deux”. ¿Sabes lo que es?
-¡Ya está bien! ¡Lárgate ya de
aquí, solo crees lo que está bajo tu control! No sirve de nada hablar contigo.
El doctor Vergara continuó
aparentemente sin esfuerzo, como si su hijo no hubiera dicho nada.
-La “Folie á Deux” hace que una
idea delirante o paranoide sea compartida por dos personas. Puede llegar a
tener las mismas alucinaciones. No descartaría ese hipótesis.
-Para empezar, lo que compartimos
fue un sueño, no una alucinación. Creo que hay una diferencia.
-¡Y qué prefieres creer! ¿Qué el
espíritu de tu abuela vive en un espejo? ¿En una cueva? ¿Qué intentaba atraerte
a la cueva? ¿Para qué?
-Para curarme. Papá antes de que
me salgamos hacia el hospital o hacia un sanatorio mental déjame hacerte una
pregunta. ¿Qué ocurrió esa tarde entre la abuela y yo? Creo haberlo olvidado casi
desde siempre. Quizá no lo haya mencionado ni en terapia.
La pregunta redujo la
beligerancia del doctor a cambio dejarlo desarmado.
-¿Qué?
-Me enfadé con ella ¿verdad? Hoy
he ido recordando. Cuando estaba en la cueva.
-Casi lo había olvidado yo
también. Ella te regañó, sí, por un trastada que habías hecho con Juanjo y esa
tarde estabas de morros. No sé si te acuerdas, pero muchas tarde yo tenía que
visitar a pacientes y tú solías jugar con la abuela. Esa misma tarde lo
hubierais hecho, pero tú te fuiste al campo, por tu lado y ella por el suyo.
Acabó en la cueva contra toda lógica… o quizá no. Ya había dicho varias veces
que quería entrar en la cueva, era más aventurera de lo que creías.
-Una triste e inesperada sonrisa
surgió en el rostro del doctor. Por su parte Eduardo se preparaba para hacer la
pregunta con más énfasis que había hecho en su vida; la vida de un abogado.
-Papá, tú conoces mi fobia y
sabes de los problemas que he pasado. Todos los trastornos, todos los traumas,
¿pudieron tener su raíz en la culpabilidad por no estar con la abuela esa
tarde? Si no hubiera estado enfadado con ella el accidente no hubiera tenido
lugar. Quizá he cargado con un peso que ni siquiera era consciente de que lo
acarreaba.
-Por Dios, no tiene sentido
pensar en eso ahora. Que yo sepa no tenías la faculta de leer el futuro. ¿A qué
viene culparse ahora?
-No me culpo. Tengo la sensación
de que me han exculpado. “Ni enfados, ni miedos Eduardito”. Me siento absuelto,
liberado.
- De modo que tenemos hasta ahora
dos hipótesis. A ver si las entiendo. Una aparición sobrenatural de tu abuela
que mediante sueños, trances artísticos y tretas varias hace que entres a la
cueva a pesar de tu fobia, adquiere la forma de tu madre para enfrentarte a
todo lo que te aterra y luego te absuelve de unas faltas que te estaban
atormentando por dentro. A resultas de todo esto has conseguido aligerar tu
alma y has vencido tus traumas. Yendo directo al corazón de las tinieblas. Por
intercesión de tu abuela que, sin duda alguna, habrá encontrado mayor descanso.
¿Voy bien?
-A tu estilo, pero sí. ¿Cuál es
tu refutación? ¿Cuál tu alternativa? Un complejísimo trastorno mental, ya de
por sí extrañísimo estadísticamente, y manifestado de una forma probablemente
inaudita en la historia de la psiquiatría. Y encima con un enfoque
autocurativo. No sé si la respuesta más plausible es la sobrenatural o una
pseudocientífica que parece inspirada en “Origen” ¿Voy bien?
No había ningún acervo reproche
ni una sorna agresiva, la leve sonrisa con que acompañó su razonamiento era
cálida, rehuía la confrontación. Parecía una invitación a firmar tablas aun
manteniendo una firme e íntima convicción. De algún modo el doctor Vergara así
lo interpretó y suavizó su rictus.
-Me sentiré más tranquilo cuando
vayamos a un hospital y cuando te hagan todo tipo de pruebas.
-Claro que sí. Me duele casi
todo.
-No me refería tanto a ese tipo
de pruebas.
-Papá, ¿prefieres justificar tu
hipótesis o alegrarte de que me encuentre mejor?
-Si vuelves a hacerme esa
pregunta te golpeo con el espejo.
Ambos se permitieron reír durante
un instante, seguido de un silencio más prolongado de lo habitual.
-Descansa mientras voy preparando
el coche y algunos bártulos, el hospital está a unos 50 km.
-De acuerdo papá, siempre hay que
hacer caso al médico. O casi.
Eduardo dijo esto acompañado de
un guiño que fue correspondido por una franca sonrisa de Marcelino Vergara.
Mientras cerraba la puerta escrutó la habitación sin saber muy bien qué
buscaba, quizá la inspiración, la respuesta a cuál de los dos historias
prefería creer. Sin embargo, aunque no se dio demasiada cuenta, su sonrisa
permaneció en su cara un rato después mientras se dirigía al encuentro de los
demás y a por el coche.
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