domingo, 28 de enero de 2018

La Visión del Dibujante (II)

Ya fuese por la repentina sensación de extrañeza, o por lo atinado del consejo, la idea fue recibida con aceptación.

El resto del día, incluyendo la cena, fue transcurriendo en tono de moderada felicidad. Sin duda, de los tres visitantes, los más cómodos eran Marcelino y Julia, muy predispuestos a rememorar tiempo de juventud. La predisposición de Eduardo, por su parte, era el ensimismamiento y la congoja, aunque incluso en su caso el malestar se fue atemperando ante lo indudablemente agradable del lugar. 

Llegada la hora de irse a dormir llegó el primer desafío. Fue el momento de afrontar la incómoda idea, para Eduardo, de que iba dormir en el dormitorio donde su abuela murió hace treinta años. La idea de aquella muerte ya había tenido un dolor muy ramificado a lo largo de numerosos años.
Después de dar las buenas noches a los demás fue el último en retirarse a sus aposentos, proceso que por otra parte fue deliberadamente parsimonioso.  Tras abrir lentamente la puerta, se introdujo en una habitación de mobiliario sencillo: una cama, una mesa, una silla y un armario. Acomodó su ropa en éste último y dejó sus bártulos de dibujo encima de la mesa. Levemente nervioso y agitado trató de entregarse a la tarea de dormir.

Tarea que sorprendentemente consiguió con no demasiado trabajo. Sin embargo, un tiempo indefinido después,  pudo oírse un ruido sibilante, suave pero continuo. En este punto Eduardo se despertó y tratando de dominar su sobresalto, trato de averiguar el origen del ruido. Una labor que se le hacía indispensable para volver a dormir. Sin dar la luz fue recorriendo lentamente la habitación mientras los ojos se acostumbraban a la oscuridad. El ruido persistía e iba aumentando suavemente de volumen. Le llevó un rato darse cuenta de que el ruido procedía de la mesa donde había dejado los útiles de dibujo, y hacia allí se acercó. 

Una sensación de sordo asombro y pánico se apoderó de él al ver que el dibujo que había dejado a medias por la tarde estaba perfectamente completo y definido, como si los contornos hubieran sido guiados por una mano invisible. La mujer de incierto origen mostraba ahora un rastro de concreción y realismo fotográfico pavoroso, habida cuenta de que para Eduardo era muy familiar.

-A..abuela..

Al punto, una tos exagerada y decrépita le llegó a los oídos de Eduardo proveniente del pasillo, en el exterior de las habitaciones. Adicionalmente una especie de jadeo fantasmagórico añadió tensión a un cuadro ya de por sí tiranizado por el terror. Eduardo salió al encuentro de la tos de forma imperativa, como por un mandato en qué él tenía poco o nada que ver. 

Dejando el esotérico dibujo sobre el mueble, franqueó la puerta de su cuarto, y conforme sus ojos eran capaces de reconocer progresivamente formas pudo observar la inverosímil escena de una persona sentada en una silla. Un rayo de luz de foco desconocido iluminó la cara de la figura sedente, pudiéndose vislumbrar a una mujer casi anciana con el cráneo abierto y la piel apergaminada y manchada de sangre.

 Por una  macabra casualidad, de nuevo esta mujer era conocida para Eduardo. De hecho era la misma que se había hecho presente en el dibujo. Para más estupor, la aparecida farfulló una frase.

-Tu dibujo no es mi tumba.

Nada inteligible salió de la boca de Eduardo, cuyo entendimiento estaba desbordado de miedo y tenebrosa agitación al ver de nuevo en fantasmal forma a su abuela comunicarse con él. De hecho lo que fue capaz de articular fue un grito aullante. Aturullado volvió a la habitación donde comenzó a llorar profusamente, permaneciendo con la cara tapada por las manos varios minutos.

Poco después el ruido de trazos dibujándose volvió a sus oídos. No obstante la fuente del sonido parecía ser otra. Sacando, no se sabe de dónde, valor para aguzar el oído, pudo discernir que el soniquete procedía de la calle. Como un autómata Eduardo se acercó a la ventana y por tercera vez contempló una visión incomprensible. Salvo que en este caso no era su abuela. 

Era él mismo, un siniestro sosias,  dibujando su propia ventana, un duplicado de Eduardo dando fe de toda aquel apabullante delirio mediante un dibujo. Inexpresivo, inerme.  Eduardo dio un salto hacia atrás y vio como las paredes de su habitación se habían convertido en las de una cueva, por no se sabe qué birlibirloque. Sin duda eso fue ya demasiado para la debilitada cordura de Eduardo quien se puso a arañar hasta sangrar, las ahora agrestes paredes, y a gritar furiosamente.

El siguiente acto que se dio, fue incorporarse horriblemente sobresaltado en una cama perfectamente hecha, en una habitación sin hechuras de cueva, vagamente iluminada por un amanecer. Le llevo algo más de un instante comprender que aquello era ya el epílogo de un ominoso mal sueño. Sin embargo en uno sus primeros movimientos, casi espásticos e involuntarios, tras la pesadillo divisó el dibujo perfectamente acabado que incluía a su abuela. ¿Acaso una señal traspapelada por alguna brecha entre su subconsciente y la realidad? Una diluida realidad.

-¿Sonambulismo? ¿Así se explica el que haya terminado el dibujo?  Resulta que tengo mejor técnica dormido que despierto. Además no es precisamente dibujar lo que recuerdo en mi pesadilla.

-Las parasomnias pueden tener un componente patológico. Tú tienes tus traumas, bien lo sabes. Además los sonámbulos no hacen lo que están soñando.

El estruendoso despertar de Eduardo había puesto en pie a sus padres, situados en la habitación aneja. Ambos se dirigieron rápida al lecho de su hijo, presa de un miedo cerval, vigorosamente irracional. Tras una breve charla inicial, indicada sobre todo para contener el furor inicial, el doctor Vergara se quedó a solas con Eduardo tratando la cuestión desde una óptica más clínica.

-Bien, creo que he tensado demasiado la cuerda. Es obvio que todo esto te está afectando mucho más de lo que me pensaba. En fin, iré a casa de Fermín y le diré que nos vamos lo antes posible. Me excusaré con lo obvio, lo entenderá perfectamente. No te preocupes, no se azorará mucho, salvo para pedirte perdón por las molestias psicológicas.

Sin embargo la respuesta de Eduardo sorprendió notablemente incluso al estólido doctor Vergara.

-No, nos quedamos.

-Eduardo, de verdad que no te entiendo. Nunca te has sentido cómodo con este viaje, ni cuando era un plan, ni desde que llevamos aquí. Para ti era algo patológico, un mal trago al que solo accediste a probar gracias a mi insistencia. ¿Y ahora delirante y paranoide quieres quedarte? Dejemos de joder (el doctor perdiendo la paciencia) es obvio que no estás bien.

-Muy agudo papá. Pues claro que no estoy bien, pero no puedo ignorar lo que ha pasado. ¿Te aferras a psicologismos? ¿Eso es lo que interpretas?

-No me hace falta ser doctor en medicina para interpretarlo, es la misma idea que te traumatiza desde hace treinta años. La abuela murió accidentalmente  al internarse en una cueva y murió aquí mismo. Hasta el más tonto estudiante de primero de psicología vería el problema.

-No, no lo veo así. Es demasiado inexplicable como para ser tan sencillo. Creo que esto ha pasado por algo. En esto no puede haber azar, aquí la clínica no vale. Y ¡joder! Tener miedo no me exime de querer luchar contra él, al menos por una vez. Si huyo esto me perseguirá y no habrá lugar en el que esconderse.

-Te felicito por tu recién adquirido coraje, Eduardo, pero espero que sepas cuando abandonar. 

Escucha bien, no diremos nada a los del pueblo, y esta noche reverdeciendo laureles, me quedaré velando el sueño de un paciente. Tú en este caso. Y ya puedes deleitarte saboreando tu antigua medicación porque vas a tomar una dosis supervisada por mí. Fue una fortuna que insistieras en traerlas. ¿Entendido?

-Papá, una pregunta.

-¿Qué pasa?

-¿Sabrías guiarme a la cueva? Yo ni me acuerdo de dónde está.




Durante todo el día el contacto con sus antiguos amigos fue dentro de lo normal. Comida, charla, nostalgia de sobremesa. El trabajo de disimular el siniestro tumulto que bullía dentro de los Vergara fue relativamente agotador, pero no muy largo. No mucho después de las cinco de la tarde, en pleno apogeo de calor, padre, madre e hijo salían en pos de no se sabía muy bien qué. O quién.

-Aquí es. Te invito por última vez a que te olvides de toda esta morralla esotérica. ¿pretendes hacer una ouija con bloc y carboncillos? Te recuerdo además con quién quieres contactar.

-Siempre te gustó ser un médico heterodoxo papá. Yo estaré bien, aunque solo sea porque tú estarás  cerca. Si no pasa nada  nos marcharemos y no chistaré. Me gustaría evitar a mi familia pasar por todo este delirio y no lo haré más de lo necesario. Sin embargo lo vengo haciendo desde hace mucho ¿no?

-Cállate ya. ¿Cuándo empezamos?

-Por mí ahora. Escucha, me pondré a dibujar de cara a la cueva. Lo haré como de costumbre, será más un automatismo que algo deliberado. Vosotros dos estaréis controlándome todo el rato. Os pido que no interfiráis salvo que notéis que parezca en apuros. El término “apuros” lo dejo a vuestro criterio; alucinaciones, convulsiones, gritos. Pensad lo peor. Quisiera dibujar de un tirón. Lo más que pueda.

-Ya has propuesto el experimento. ¿Cuál es tu tesis y que esperas demostrar?

-Papá cuando tú ejercías. ¿Actuabas para demostrar algo?

-Claro que sí, a la enfermedad se la combate demostrando que existe y que es la causa del mal, de los síntomas.

-Yo creo que podré dibujar mi mal. Ver es combatir. Mi actuación será por instinto. Pretendo demostrar que hay esperanza. Cuando paradójicamente más miedo tengo.

-Yo ya tenía esperanza.

-Y aquí estamos. Voy a empezar. Extiendo el mantel. Manteneos relativamente cerca pero notablemente lejos de mi campo visual.

Sin apenas pompa ni ceremonia Eduardo, con una mal fingida rutina de normalidad, comenzó su pequeño ritual de dibujante. A unos cuantos metros de distancia Marcelino y Laura serenamente preocupados comenzaron a conversar.

-¿Sabes de quién me acuerdo, Marcelino?

-Ni siquiera yo me acuerdo ahora de mucho.

-Me acordaba del dr. Montañés. Era amigo tuyo ¿no?

-¿Te acuerda de ese tarado? Por Dios. Un prestigioso psicólogo clínico convertido en cazafantasmas.

-El creo que prefería el término “parapsicólogo” .

-Estupendo. El problema es que añadió un prefijo a su antigua disciplina y pasó de ser un brillante terapeuta a jugar con cartas de Zener. ¿Por qué te acuerdas de él ahora?

-¿Te acuerdas tú de la razón que te dio para que se interesase en la parapsicología? Decía que los… espíritus…

-Fantasmas, habla con, ejem, propiedad.

-Como quieras. Decía que los fantasmas tenían sus propios traumas, sus propios dolores y cargas y que estos tenían casi siempre un acontecimiento relacionado con un humano, un vivo, como causa de su desdicha. Tu amigo Montañés decía que podía ser útil en ambos sentidos, para vivos y muertos. Curando los males de ambos, en conexión.

-Qué gran filantropía patrocinada por Cuarto Milenio. Supongo que también te acordarás de que hay otro motivo para que el doctor Montañés abrazara las paraciencias. Su mujer murió dos años antes. La parapsicología para él fue la manera de creer que la vida su mujer se había perpetuado de algún modo. Como después de la Primera Guerra Mundial muchos abrazaron el espiritismo.

-Marcelino, mira la cueva. ¿Tú qué ves? Estamos viendo exactamente lo mismo que Eduardo.
La pregunta tenía una respuesta enigmáticamente inefable; mirar la cueva era mirar un espejo oscuro, una vorágine de tinieblas que no deja escapar ningún rayo de luz. En un último amago de concentración Marcelino Vergara estuvo a punto de ser engullido por unas fauces surgidas de la oquedad como por obra de un gigantesco animal apostado.

-Es un lugar de muerte. Bien lo sabes. No sé cómo transigí en venir aquí.

Fue un segundo después justo cuando ocurrió una escena que rompió la calma dando lugar a una alarma que requería acción inmediata. Eduardo se había levantado y se dirigía hacia la entrada de la cueva, encorvado, sin fuerza motriz apenas. El doctor Vergara, encorajinado, saltó en dirección a su hijo.
-¡Eduardo!¡Eduardo!¡Qué coño haces! ¡Detente!

Con una velocidad inusitada consiguió llegar hasta su hijo y cogerle del hombro antes de que entrara en la cueva. Eduardo parecía completamente ido.

-Papá, he estado ahí dentro. Tengo la sensación de haber estado ahí dentro siempre. No sé qué es, no sé por qué. Deja que me siente, es como si hubiera andado mucho.

El doctor facilitó todo tipo de atenciones paternas y médicas a Eduardo. En unos minutos adquirió mejor aspecto. Un vistazo de refilón le recordó una pregunta importante.

-Eduardo ¿cómo es que has dibujado esto? Por mucho que digas no te hemos perdido de vista y no has entrado dentro.

En el cuaderno de dibujo de Eduardo de nuevo podía verse a su abuela, no había ni rastro de la entrada de la cueva. Sin embargo en esta ocasión la abuela aparecía aplastada contra el suelo, extremadamente malherida en lo que parecía ser el fondo de una fosa. Impelido por una súbita ira, y al borde del llanto,  Marcelino Vergara  se encaró con su hijo a voz en grito.

-¿Por qué joder haces esto? ¿Te estás vengando por haberte traído a Valdearenas? ¿No ves lo que estás haciendo?

Eduardo había recuperado la suficiente prestancia como para repelar la interpelación de su padre.

-¡Yo no he hecho nada! Solamente recuerdo ponerme a dibujar e ir moviendo las manos sin apenas control. ¡Deja de comportante comportarte como si esto fuera una locura o una conspiración contra ti!
Laura, hubo de intervenir y poner calma. Los tres, caóticamente juntos, parecía que iban a ser engullidos por la vasta oquedad de la cueva.

-Escúchame bien Eduardo, te concedo esta noche tal como te prometí y nada más. Mañana por la mañana habrá un imprevisto y tendremos que partir a Madrid. Allí tendremos oportunidad de hablar de esto muy seriamente.

El regreso al pueblo fue harto penoso para todos, cegados por la pesadumbre cualquier paso era un esfuerzo sobrehumano. Descansaron unos minutos antes de entrar en Villaarenas a fin de poder adquirir una compostura razonable, sin atisbos de amargura, pendencias o apariciones. La cena transcurrió dentro de las circunstancias normales, excepto por un hálito de solemnidad que ninguno que no fueran los Vergara podía decir a qué se debía. 

No hubo confidencias acerca de la turbulencia interna de los huéspedes, razonablemente supeditada al disimulo y a la prudencia.

Llegó la hora de dormir, lo que la familia Vergara en su fuero interno consideraba que iba a ser un momento decisivo. Todo tuvo lugar del modo que se había pactado previamente y así más o menos se llevó a cabo.

-Bien, ahora me toca a mí proponer el experimento. Me sentaré a tu lado y vigilaré mientras duermes. No sé si tardarás mucho en coger el sueño, he preferido no sedarte de una manera muy fuerte. Puedes realizar cualquier ritual previo, desde leer un libro a conversar conmigo. Siempre y cuando la charla sea intrascendente; hablar de nuestro descenso a los infiernos sería de lo más enervante. Cuando estés ya predispuesto apaga la luz y ponte a ello. Si bien no creo que tengas muchos problemas, habida cuenta de cómo caíste en trance enfrente de la cueva.

-Papá, siento mucho todo esto. No sé qué pasará, pero lo terrible sería que nos desuniera.

-Yo tampoco lo quiero, pero ahora hay demasiadas cosas que no sé. Sea como sea, comienza la cuenta atrás.


Tal como hubo predicho el Dr. Vergara, Eduardo no tardó mucho en dormirse; acaso unos diez minutos. Marcelino Vergara  fue a apagar la luz justo antes de observar el rostro de su hijo, el cual parecía mostrar signos de placidez onírica, de descanso acariciante y reparador. Todo transcurrió con normalidad durante un buen rato, cuando aproximadamente a las dos horas una anormalidad espoleó el ánimo vigilante del doctor. 

El espejo, próximo a los pies de la cama, se fue ennegreciendo hasta que no fue capaz de devolver brillo alguno. Visto esto se acercó hacia el espejo,  y al llegar a su altura comprobó que había recuperado sus virtudes reflectantes; su figura podía verse vagamente reflejada entre las tinieblas de la habitación. No obstante no era la única figura que se reflejaba; una silueta se iba manifestando paulatinamente hasta que pudo verse con cierta claridad la figura de la madre de doctor. El pasmo dejó paso a una enloquecedora sensación de terror cuando la fantasmal silueta puso delicada, casi cariñosamente su mano sobre el hombro de Marcelino. 

Él podía ver la imagen de su madre en el  espejo y sentir el tacto de su mano, sin embargo visualmente él pudo comprobar que en su habitación no había nadie más salvo su hijo. En un acto reflejo, el doctor acometió un saltó que le llevó hasta la cabecera de la cama de Eduardo.

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