-Ése era mi enemigo, el que
tantas veces me golpeó, el que me hacía sangrar y bufar como un animal. Mis
padres tardaron más en saberlo, estuve mucho tiempo solo. Estábamos en un
especie de aula, solo que en lugar de pizarra había un gran espejo. Solos él y
yo. Me vi forzado, como uno se ve forzado en los sueños, a acercarme a él;
medroso, atemorizado. Estaba sentado en un pupitre situado en el centro y se le
veía afanado, pero en nada relacionado con deberes, ejercicios o cualquier
labor intelectual. Él era incapaz de eso.
Estaba, de hecho, haciendo algo
impropio del lugar en que estábamos. Estaba comiendo; cuidadosa, y a la par
groseramente; cortando pedacitos de una carne poco hecha, sangrante. Llego
hasta su altura e identifico cuál es el alimento que mi enemigo come con
deleite. Es mi propio rostro. Mis propias facciones troceadas y desfiguradas
campaban en el plato de aquel miserable. En ese momento me llevo la mano al
rostro y no distingo pómulos, labios o nariz. El comensal, sin parar de
engullir, señala al gran espejo que sustituye a la pizarra; sin duda para que
me mire en él. Me doy la vuelta y obedezco, no sé si tanto por ver cuál era mi
apariencia o porque me lo ha ordenado. La proximidad al espejo me muestra una
fantasmagoría inaceptable, una especie de máscara de cera es lo único que tengo
por rostro.
Mi cara era un mazacote informe donde los únicos habitantes
legítimos que conservaba eran mis ojos. Una risotada enorme de mi agresor me
atemoriza, pero lo que contribuye a desatar un miedo atroz es que soy tal como
soy hoy; adulto, no soy el estudiante que era cuando nos conocíamos y sin
embargo el sí que conserva su aspecto de niño de doce años; lo veo tal como le
conocí. Por eso al despertar tengo la sensación de que llevo echadoa la espalda
una especie de maldición, un fardo con un alma maldita.
-¿Sigue teniendo ese tipo de
sueños con frecuencia?
-Sí, doctor. Sueño con mi agresor
muy a menudo. Creí haber olvidado el acoso escolar y las palizas.
Pero estos
sueños me han devuelto el recuerdo del miedo; de amanecer, levantarme e ir al
colegio. Aunque de aquello hace más de veinticinco años.
-¿A qué cree que se deben esto
sueños?
-Ahora tengo otro enemigo.
Hay un gris, ya casi perpetuo, en
las existencias y convivencias consolidadas y duraderas, un fluir
indiferenciado de tiempo por el que no es fácil navegar sin aburrirse. Así
sucedía en las vidas de Alberto y Ángela, que seguramente no hubieran podido
decir nada bueno o malo de su vida hasta hace poco. Es difícil emitir juicios
de valor, cuando se está en manos de la inercia. Sin embargo desde hace no
mucho esa plácida modorra había iniciado una decadencia poderosa y paralizante.
Tal es el poder del miedo.
-Sigo sin entender por qué no me
lo dijiste antes Alberto, tuve que esperar a verte llorar para saber lo que te
pasa en la oficina.
-No es mi estilo, lo reconozco.
Me viene pasando desde de niño, recibo golpes y a cambio solo ofrezco silencio.
Pero todo es susceptible de explotar.
- Ya, pues antes del
explotar hazte a un lado. ¿Y el
psicoanálisis te sirve de algo?
-Me ha servido para saber que mi
cobardía es ancestral. Algo es algo.
-Yo te propondría hacer algo más
expeditivo. O dejar el trabajo o enfrentarte a tu jefe, ¿te ha dicho esto
también tu psicoanalista?
-Sí, junto con todo el
mundo. Te recuerdo que tenemos muchos
gastos, incluyendo hipoteca. Si me voy, a saber cuándo volvería a trabajar. Y
solo con tu sueldo no salimos de pobres.
-Bueno, pues como quieras. Yo
tengo que ir me ya. Esta noche me cuentas. Y…
-¿Sí?
-Nada, buen día.
Ángela pensó en la noche, no muy
lejana, en que su marido llegó a casa presa de un indecible nerviosismo;
alienado y lloroso por un evento recién ocurrido en su oficina. La escena que
refirió fue incomodísima, indigna de haber ocurrido entre adultos. Así Ángela
pudo saber cómo su marido se había convertido en el chivo expiatorio de su jefe
de departamento; pudo saber cómo un animal con mando en plaza se había colocado
detrás de Alberto, escrutando cada movimiento, censurando a gritos cualquier
nadería, lanzando al aire los papeles de su mesa y humillándole delante de sus
colegas.
Ángela, que como su marido, se movía a base de rutinarios y
acomodaticios días, no fue capaz de dar un consuelo preciso a su marido, sin
embargo podía percibir la pena, el patetismo, el miedo. El amor que quedaba en
ella se apiadaba de Alberto, del mismo modo que tenía la desagradable sensación
de que todo habría de ir a peor. A la hora de regresar a casa Ángela, que no
estaba exenta de cuitas y servidumbres laborales, había relegado la
preocupación por Alberto.
No obstante al llegar a su hogar, un aseado chalet en
las afueras, las luces estaban encendidas, e interiormente Ángela intuyó
aquello como un funesto presagio. Alberto siempre solía llegar más tarde. Al
entrar vio a Alberto nuevamente transfigurado en un ser apoquinado y
debilitado; en un alfeñique indefenso.
-Alberto, por Dios, ¿qué ha
pasado hoy?
- Nada de particular solo me han
insultado un poco más, en realidad lo de hoy ha sido una minucia –Alberto
sonreía extraviado, con un rictus indefinible que podría significar un millar
de cosas; todas desalentadoras-. Incluso he salido antes y me ha dado tiempo a
echar una cabezada. Hace nada, me acabo de despertar. Y he vuelto a soñar con
él. ¡Joder, con él!
Ángela tembló, presintiendo que
una vuelta de tuerca iba a dar paso a otro peldaño descendido hacia la
demencia.
-Con mi acosador. He vuelto a los
doce años para seguir sufriendo.
Sería un tratamiento
absolutamente heterodoxo y probablemente desaconsejado por algunos de mis
doctos colegas; quizá por todos; por no mencionar que circunvala no pocas
disposiciones médicas y legales. Sin embargo confío en la gente que lo practica,
he visto resultados estimables. Su problema, señor Calderón, es sumamente
inquietante.
El sueño en el que su antiguo acosador vuelve a agredirle, de
algún modo ha pasado de ser un sueño recurrente a ser rigurosamente diario.
Según los relatos que tengo anotados, en
base a sus palabras, ha sido oníricamente no solamente canibalizado sino
también torturado, emasculado y sepultado vivo. Entre otras cosas. Bien, creo
que hay una relación entre la agresión que ejerce sobre usted su actual jefe y
la de aquel niño. ¿Cómo dejó de tener contacto con su acosador escolar?
-Le expulsaron, pero no por mi
acusación. Ya sabe que no la hubo; nunca la hubo. Nunca le opuse resistencia.
-Señor Calderón, los eventos
traumáticos no resueltos nunca se van. A veces se adormecen hasta que otro
evento similar lo despierta. Su herida se ha vuelto a abrir. Su herida sigue
ahí, agrandada por su propia inacción. Desde que llevo psicoanalizándolo ha
quedado bien clara su aversión a la ira, su represión de cualquier instinto de
defensa; no digamos ya de la violencia.
-¿Acaso debería ser violento?
-No como modo de conducta,
afortunadamente es usted un neurótico y no un psicópata. Ni hablo de violencia
física, hablo de afán de supervivencia. Nada de considerar la inmanencia una
opción ante la agresión. Comprendo que cualquier enfrentamiento requiere
reciprocidad y que usted, llegado el caso, puede salir lastimado y eso le
aterra. Su objetivo no es convertirse en un luchador, es protegerse. Aguantar.
Devolver. Puede que solo se requiera dialéctica. En todo caso un primer paso
simbólico en un entorno relativamente controlado puede ser de alguna utilidad.
Y aquí empieza mi proposición. ¿Ha oído hablar de los sueños lúcidos?
-Me temo que no.
-Imagínese un sueño en que usted
es consciente de estar soñando y que puede controlar sus propios movimientos y
reacciones. Ser dueño consciente de sí mismo dentro de un sueño. El control sería parcial claro, uno no puede
controlar o diseñar el escenario, esto no es “Origen” y a fin de cuentas el
sueño sigue basándose en la liberación del subconsciente. No sé si sabe, o va
deduciendo, cuál sería mi idea.
-¿Está hablando de que pueda
luchar contra mi agresor en sueños? ¿Ése es para usted el entorno controlado?
- En esencia sí, pero hay un
enfoque que debe cambiar. No se trata de luchar contra su agresor, ese abusón a
saber dónde estará. No; la batalla es contra sí mismo, contra el símbolo que su
subconsciente ha generado en sus pesadillas y que se ha convertido en el
arquetipo de su sumisión, de la coacción sufrida mansamente. Si, digamos,
consigue vencer a esa proyección podríamos decir que ha vencidos a “sus
miedos”. Siguiendo con mi comparativa cinematográfica, tampoco esto es
“Pesadilla en Elm Street”
- En la vida había oído hablar de
ese método, ¿cómo puede ser posible? Parece mala ciencia ficción.
-Señor Calderón, ya le he dicho
que ha habido resultados fiables. Otra cosa es que no hayan sido publicados. Si
desea acceder, le ruego que sea discreto y no lo divulgue.
-¿Debo percibir una amenaza?
No, señor Calderón. Pero nosotros
negaremos lo que haya sucedido hasta donde haya que defenderlo. Quizá no haga
falta mucho, después de todo quien le escuchase lo consideraría mala ciencia
ficción.
-Haremos lo siguiente, nuestro
procedimiento se basa en la sedación y en la hipnosis. Primeramente le
administraremos un compuesto de varios medicamentos que producirá una imbatible
sensación de bienestar y de dejación física; es de suponer que de todos modos
conserve una capacidad de concentración suficiente para hacer una tarea
imprescindible si queremos que todo resulte bien. Esta tarea consiste en lo que
llamamos “fijación de la constante”, y consiste en concentrarse fuertemente en
el elemento repetitivo que siempre aparece en sus pesadillas. Ese elemento es
la esencia del tratamiento, destinado para este tipo de obsesión subyacente.
Posteriormente
la sugestión hipnótica reconducirá ciertos procesos oníricos hasta un sueño,
donde en base a la actuación sobre la química cerebral y el subconsciente usted
podrá ser plenamente consciente de sus actos.
No era para nada tranquilizador
el lugar donde se iba a llevar a cabo este rocambolesco proceso que Alberto
hubiera definido como “ceremonia” en lugar de otra cosa. A la opacidad y
oscuridad del lugar, que no era una consulta médica ni por asomo, se unía el
semblante circunspecto de tres hombres con la catadura más próxima a la de un
sacerdote guardián de secretos arcanos, que a la de un científico. La situación
exacta del lugar era un amplísimo sótano, con la guisa casi de un almacén,
situado en el extrarradio. “La penumbra ayudará al proceso, por eso la luz es
tenue y estaremos casi a oscuras mientras estemos aquí”; eso le habían dicho
esta mezcla de chamanes y “mad doctors” que en base a una extrañísima sucesión
de acontecimientos le habían traído hasta aquí. El miedo puede mover montañas
de superior envergadura a las de la fe y hacernos recurrir a soluciones
alejadas de toda verosimilitud y razón.
Y Alberto supuraba miedo; era ya un
lacayo de sus temores. Uno de los dos científicos (denominación quizá
apresurada) que acompañaban a su psicoanalista se aproximó a Alberto. Era alto,
enormemente delgado y de mirada irritantemente impasible; casi parecía que no
le era necesario pestañear.
-Bien, señor Calderón empezamos
la primera parte. Le inyectaré este compuesto que tendrá una particular acción
sedante; aparte del relajo, empezará a tener un efecto liberador sobre su
subconsciente. Lo que conllevará a alteraciones en la percepción, en todo caso
leves. No puedo decirle qué en concreto, cada persona es un mundo. De todos
modos no perderá del todo el sentido de la realidad y podrá obedecer,
suponemos, nuestras instrucciones. ¿Preparado?
La pregunta sin duda fue retórica,
en el acto una aguja hipodérmica se introdujo en su piel y poco a poco se fue
inoculando la sustancia que se supone había de llevar a Alberto hasta un estado
de conciencia (alterado) adecuado. Hubieron pasado unos segundos, mientras mis
tres acompañantes me miraban concentrados y serios, cuando empecé a notar una
sutil extrañeza en el ambiente, al principio leve y luego trastornada.
Los
contornos de los objetos y la textura de las paredes se iban reblandeciendo
hasta casi hacerse acuosas; todo parecía dúctil y maleable, como una
remembranza de los relojes blandos dalinianos. La coloración de todo cuando
rodeaba a Alberto fue lo siguiente que sufrió el atropello de aquella sustancia
perturbadora. Cuando los tres científicos, a falta de un nombre mejor, interrogaron a Alberto sobre lo que percibía,
lo pudo describir de una forma vaga y balbuciente.
-Les distingo a ustedes por los
colores, cuando hablan sale de su boca una rayo coloreado. Cada cual tiene su
color. Como si les viera a través del sonido.
-Sinestesia… interesante. –Con un
gesto el psicoanalista fue anotando sus impresiones en un cuadernillo y al
instante tomó el mando de la situación.- Bien, concéntrese todo lo que pueda en
lo que voy a decirle. Lo que haremos constará para usted de dos pasos:
primeramente ha de “fijar la constante”, piense en el acosador que aparece
todas las noches en sus pesadillas, intente recrearlo con su mente de la forma
más vívida posible, como si su imaginación pudiera engendrar un ser vivo. Tiene
que llegar a visualizarlo. Por favor, indíqueme cuando obtenga esa imagen
mental.
Se notaba en Alberto una riña
interior, a pesar de su mirada perdida y escasamente expresiva. En un momento
dado comenzó a temblar casi reaccionando como una presa ante la funesta
presencia de un depredador. Sin embargo no decía nada.
-Alberto, en la medida de lo que
pueda dígame si ya está viendo a la constante. Me basta con que haga un gesto
afirmativo.
El esperado gesto finalmente
llegó, ejecutado por Alberto de forma lenta y titubeante, pero clara e inequívoca.
-Bien Alberto, ahora le
tumbaremos y le pediré que dé el segundo paso. Le voy a mostrar un reloj de
pulsera analógico. Quiero que fije la imagen en el segundero y vaya contando
mentalmente los segundos que van pasando. Cuando llegue a quince sentirá un
sopor que irá aumentando progresivamente, a los treinta apenas será ya
consciente de lo que pase y a los cuarenta y cinco se habrá dormido
plácidamente. Por favor, refuerce su concentración y como último consejo le
aconsejaría aquello de Roosevelt: no
tema nada salvo el propio temor. Empecemos pues; tranquilo ya le dije que
cualquier daño que sufra oníricamente, no se reflejará en el plano real.
Una imagen de un reloj apareció enfrente de los ojos de Alberto, contorsionada, llena de dobleces; sin duda el efecto daliniano se había reproducido con alarmante exactitud. Apenas si pudo distinguir el segundero, que más bien parecía una pequeña flecha huidiza y de rumbo aleatorio; esquiva a su mirada. No obstante, la progresiva somnolencia iba dominando cada vez más su cabeza y, ya fueran cuarenta y cinco segundos o varios minutos, una oscuridad densa se cernió sobre él, abarcándolo, casi apresándolo. Curiosamente en ningún momento llegó a perder la consciencia, más bien parecía que había sufrido una especie de cinematográfico fundido a negro que le llevaría hasta la siguiente secuencia.
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