miércoles, 14 de febrero de 2018

El Otro Enemigo (II)


Momentáneamente Alberto se sintió dividido, sobrevolando el punto exacto de una frontera y sin posibilidad de decantarse a un lado o a otro de la misma. Sin embargo el don de la visión le fue devuelto de nuevo y pudo observar lo que en realidad era la siguiente secuencia. Se encontraba en una calle de viviendas unifamiliares, rigurosamente alineadas y cubiertas por un cielo de una grisura impenetrable, como de tormenta densificada. 

Al mirar a su alrededor no tardó, Alberto, en reconocer la calle donde vivía de pequeño; todo cuanto veía era familiar pero transustanciado en un algo indefinible y tétrico. Parecía que su campo de visión se iba dibujando mientras el volvía la cabeza, como si existieran unos márgenes que se van creando poco a poco.

-Así que esto debe de ser un sueño. Ya estoy dentro de mi mente.
Para confirmar que estaba en un mundo onírico y que él podía desenvolverse con cierta presteza y dominio en él, decidió hacer una prueba de índole física indicada por los tres genios chiflados que le esperaban en el mundo de la vigilia. Probó a dar un salto en vertical y el descenso hasta el suelo en lugar de ser tajante y a plomo, como sería normal, fue ralentizado y liviano; casi como si pudiese planear, o suspenderse brevemente en el aire. Aquella conculcación de la ley de la gravedad fue una buena confirmación. 

-“Pues ciertamente estoy soñando y puedo ser consciente de ello”.

Una vez asimilada la perspectiva, llegó el momento de pasar a la acción y de interactuar. Sin embargo resultó más desconcertante incluso de lo que había llegado a pensar, lo cual era bastante. De momento estaba insertado en un escenario, en un lugar sin que hubiera ningún propósito concreto. Nada pasaba. Ni siquiera su terrible enemigo, su némesis, se veía por ningún lado ¿Habrían fallado en conjurarlo para este sueño? 

No quedaba otro remedio que andar por esa calle evocada y surreal que su subconsciente había generado. Mientras lo hacía, no dejaba de ver lugares y personas familiares, pertenecientes a su niñez, si bien los percibía de forma esquiva, esquemática. De entre estos lugares y personas, algunos (Alberto tenía constancia) habían ya desaparecido o muerto; la visión, en efecto, era la que podría haber tenido en su niñez, excepto por un sustancial detalle: él seguía siendo aquí el  adulto del presente, el hombre atormentado por pesadillas y henchido de dolor.

Un lugar preciso, una visión concreta, notoria e inconfundible, hizo temblar las piernas de Alberto por primera vez. Después de caminar sin rumbo conciso había llegado a un lugar profundamente incrustado en su mente y en su corazón; se encontraba enfrente de la casa donde vivió en su niñez. O más bien ante su boceto, por más que trataba de fijar detalles, la neblina propia de los sueños velaba cualquier proporción concreta, cualquier detalle significativo; pero no había duda al respecto.

 Era su hogar. Todavía lo era incluso hoy. Sin embargo, tras vencer su perplejidad y adentrarse un par de pasos en el jardín, constató que era un hogar invadido. En verdad habían acertado a la hora de fijar la constante; su acosador, su terror más íntimo, estaba allí, en su jardín. Parecía distraído jugando con algún artefacto, indiferente ante su llegada. Alberto hubo de recordar varias veces que aquello no era más que un sueño, un campo de pruebas emocional a resguardo de heridas físicas reales, antes de dirigirse hacia él. Apenas si había andado tres pasos cuando su enemigo se volvió hacia él con un gesto raudo y completamente antinatural. 

Sus ojos eran fijos, ajenos al parpadeo, pudiera parecer un niño corriente de doce años, pero su pantalón de peto rojo y una sonrisa demente y constante lo asemejaban a algo maligno, inaceptable para la tranquilidad y el sosiego. Alberto desconocía si en sueños las funciones corporales siguen los mismos patrones que en la realidad, pero una imperativa náusea le hizo tambalearse. Por primera vez, no obstante, entonó su voz dentro del sueño; aturdida, desesperada.

-¿Qué hace aquí, Vicente?

-Oh, hermano; veo que por fin al venido. Vamos a jugar, me estaba aburriendo aquí solo. –La sonrisa tensa y el entrecejo desencajado eran motivo suficiente para no dar un paso más.

-¿Hermano? Tú no eres mi hermano, tú no vives aquí, tú no debes entrar aquí. –Cada vez más suplicante, acaso olvidando la naturaleza onírica de la situación.

- Pues claro que soy tu hermano. Ahora lo soy. Y por eso puedo estar aquí, jugando. Mira.

Y en ese momento aquel engendro mostró su juguete: una pequeña navajita ensangrentada.

-Papá y mamá me han dado permiso para venir a jugar aquí. Ven, verás como sí.

La visión de la navaja ensangrentada y la de aquella proyección maligna internándose en su casa fue un acicate para reaccionar y salir tras sus pasos; unos pasos que no tenían textura, nada sentían los pies sobre el suelo, acaso como si todo lo tangible fuera un efecto óptico. Una idea aterradora asoció aquel arma a la suerte de sus padres, que sin duda habían de hallarse dentro, quién sabe cómo. Franqueó la puerta sin tener la sensación siquiera de haberla abierto y encontró la casa en absoluto silencio, como si llevara abandonada incontables días, semanas, años; quizá, pensó, este es el aspecto que tiene ahora realmente. Unas voces, sin embargo, comenzaron a oírse provenientes de la sala de estar y aunque enmarañadas y confusas también eran familiares. 

Alberto hubo de salir de su aturdimiento para recorrer unas estancias diseñadas al milímetro por su mente y llegar hasta el origen de la pequeña algarabía. La estampa era tan cotidiana que resultaba inquietante, si bien  experimentó el desvanecimiento de la macabra idea de sus padres en peligro y al arbitrio de aquel ser deleznable. Lo que allí había era una mesa servida y repleta de platos de toda clase; todo más cercano al banquete que a una frugal cena familiar, pues allí estaba su familia. Su padre sentado a la mesa con una parsimonia imperturbable a la que daba forma leyendo el periódico, con gesto sereno, apacible; su madre, por otra parte, se afanaba en poner los últimos platos de la cena con una concentración estólida, como si la coloración de alimentos que había sobre la mesa fuesen las teselas de algún mosaico. 


Vicente sonreía al fondo de mi habitación, mientras algo cercano a la consternación hacía mella en Alberto; se sentía como encerrado en un álbum de fotos, desmintiendo el paso del tiempo junto a unos rejuvenecidos padres. Toda esta calma, es obvio, no podía durar.

-¿Papá, Mamá? ¿Sois vosotros?

- Llegas a tiempo para cenar Alberto, has estado fuera mucho tiempo. ¿Qué has estado haciendo? –La voz de su madre sonó temblorosa, cohibida; era más propia de alguien que lee nerviosamente al dictado. Además, por otra parte su rostro estaba velado por la oscuridad de la estancia y en el exterior; se podía ver por la ventana que la noche había caído de repente, en fracciones de segundo.

-¿Por qué esta Vicente aquí? ¿Ya no os acordáis de él? Dice que es mi hermano.

-Tú lo trajiste aquí Alberto, ya ni me acuerdo de cuándo. Viniste de la mano con él y le diste esa navaja. Dijiste que era tu hermano, que pasaba todos los días contigo, que nadie te conocía mejor que él. –En esta ocasión fue el padre quien habló, de forma baja casi inaudible; parecía querer esconder su voz de algún oído expectante y controlador. En voz más alta dijo:

-Estás sangrando otra vez. Luego se manchará todo.

Alberto advirtiendo que efectivamente su ropa estaba manchada de sangre, se llevó instintivamente la mano a la cara y notó una cicatriz tierna y sangrante en la mejilla derecha, tan reciente que parece que hubiera aparecido súbitamente. Anonadado, Alberto, comenzaba a diluir la frontera entre el sueño y lo verdadero y sentía un miedo que solo podía provenir de una amenaza muy real. En su cabeza daban vueltas las palabras “otra vez”.

-Ven Alberto, te limpiaré la herida.

Y su madre se acercó a él con una servilleta de papel para hacerla servir de apósito y atajar la sangre. Cuando estaba frente a ella pudo verle la cara nítidamente; la surcaba una cicatriz en la misma parte de la cara que la suya propia. La visión crispó los nervios de Alberto y un ánimo de sublevación comenzó a bullir en su corazón. No se podía tolerar desfigurar aquel rostro, pues aquel rostro era su infancia, el amor, su recogimiento. Si alguien hubiera podido curiosear en las entrañas de aquel sueño, quizá hubiera visto un par de destellos en los ojos de Alberto: uno de ira y otro de frialdad, de toma de conciencia. Pensó que en aquel lugar una navaja no era una credencial, y la sangre se puede restañar rebatiendo cualquier filo amenazante. En  aquel lugar el arma más poderosa era la furia, la determinación; encauzar el subconsciente hacia tu enemigo y arrasarlo; ser un pequeño dios.

-¡Alto!

Fue como si Alberto invocara un poder colosal que tuvo el efecto de congelar a todas las personas de la habitación, de suspender el sueño en un fotograma parado. Con parsimonia se dirigió hacia el asiento de su padre, se acercó a su rostro y vio otra idéntica cicatriz en idéntico lugar. Parsimoniosamente recorrió con la vista la estancia con ojos de dominio; la sensación de pertenencia era casi fanática.

-No voy a dejarte dañar esto Vicente, ya has marcado y has dejado doloridas demasiadas cosas en mi vida. Nunca has debido tratar de acercarte a mi hogar o a mis padres. No a la pureza.

Decía esto mientras se iba acercando a Vicente, también paralizado, quieto como una estatua aterradora.

-Ahora despiértate Vicente.

La maléfica figura recobró su vitalidad y miró a Alberto casi de forma desconcertada.

-¿Qué ocurrirá si meto mi mano en el bolsillo de mi chaqueta, Vicente? ¿Qué crees que encontraré? Probemos.

Alberto rebuscó en sus bolsillos con parsimonia, dueño por primera vez de todo cuanto le rodeaba, de todo el espacio y el tiempo.

-Vaya si resulta que yo también tengo una navaja. –Y mirando fijamente a Vicente dijo lo que ya parecía inevitable. Ahora sí quiero jugar.

La navaja que había conseguido materializar era exactamente igual que la del monstruo de peto rojo, destellaba letalmente, casi como si desprendiera rabia. Y allí estaban ambos plantados, estáticos, ante el inminente comienzo de una surrealista batalla entre la consciencia  de Alberto y la proyección de sus miedos. Fue el siniestro símbolo el que dio el primer paso y avanzando, deslizándose de forma inaudita, asestó un navajazo a Alberto en el abdomen. 

No manó sangre alguna, ni hubo quejidos, ni tan siquiera herida; Alberto se limitó a mirarse la zona que debería de haberse lastimado, para después ir subiendo lentamente la cabeza hasta el nivel de su enemigo; un enemigo que miraba con extrañeza, tratando de explicarse lo inesperadamente incruento de su ataque.

-Deberías de estar sangrando, deberías de agonizar.

-Qué esperabas, gilipollas, éste es mi sueño y he tomado el control. Por supuesto matarte a ti es matar a una parte de mí que, por cierto, no necesito. No todos los días tenemos la ocasión de poder aniquilar a nuestros miedos. Así que, si eres tan amable, mírame fijamente a los ojos. No creo que te duela, no a los procesos mentales. O lo que coño seas.

El rostro de Alberto se convirtió en un centro de gravedad vedado a toda escapatoria y el enemigo de Alberto volvió a petrificarse fantasmalmente, sus ojos incapaces de escapar de los ajenos.

-Creo que voy a ganar yo.

Cogiendo la punta del cuchillo por la punta, Alberto lo arrojó hacia Vicente, su nefasto símbolo, su proyección, su lúgubre herida. Dando vueltas por el aire acabó impactando en su frente, clavándose férreamente, horadando todo lo que pudiera ser aquella figura. Un fluido negruzco, que quién sabe si podía ser sangre, fue manando parsimoniosamente de la herida, fluyendo con el ritmo de una fuente perezosa. Los ojos del Vicente onírico se abrieron de forma espástica hasta completar una indefinible muesca de exasperación, su boca se abrió pero no emitió ningún sonido; un grito mudo fue todo el quejido.

Levemente aquella pesadilla trasmutada en figura se fue disolviendo en pequeñas partículas, como polvo disperso ante una racha de aire. En un instante la amenaza se volatilizó. Alberto seguía mirando la estancia con un rictus de infinita fijeza, sus ojos eran dos sables de agudísimo filo. Un segundo después exhaló un grito primario, animalesco, cercano a la catarsis, mientras en torno suyo una soporífera penumbra enmascaró el tránsito hacia otra habitación. 

En ella había tres hombres con miradas de asombro y algo de espanto. Alberto fue apagando su voz hasta que identificó a sus tres instigadores del sueño. Su voz resonaba cada vez menos en el sótano.

El edificio de la gestoría era de una simpleza insípida; estaba situada en el segundo piso de un bloque anodino y gris. Mientras Alberto subía las escaleras camino de su oficina iba repasando mentalmente si aquello, como se suele decir, iba a ser el primer día del resto de su vida, el inicio de una demasiado pospuesta emancipación. Al entrar en su departamento una figura de mirada intensa y arrogante, que blandía unos papeles a modo de intimidación, estuvo a punto de cercenar su incipiente voluntad. Pero la consiguió, consiguió adoptar aquella mirada fija y traspasadora como un par de sables. Aquella figura, plena de la arrogancia de una mala digestión de la jefatura, se quedó atónita, como mirando una figura transfigurada.

-Hola, jefe.






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