Qué útil resulta contar entre tus
amistades con amigos estrambóticos, aficionados entre otras cosas al esoterismo
más berroqueño y a la “New Age” más delirante. Así lo pensaban un grupo de
amigos que, tomándoselo a charanga, disfrutaban de abracadabrantes veladas en
la casa del extravagante degustador de temas paracientíficos que tienen como
colega y compañero de otras correrías muy distintas. En realidad César, tal era
el nombre del peculiar diletante, tampoco se tomaba en serio estos devaneos con
rituales y procedimientos absolutamente irracionales: desde cartomancia o
avistamientos extraterrestres, a viajes astrales.
No eran infrecuentes las reuniones
dedicadas a divertirse a costa de una baraja, salvo que en lugar de una timba a
base de apuestas, humo denso de tabaco e imprecaciones a la mala fortuna, se
jugaba con naipes menos usuales. En efecto, todos se reían con las
imprevisibles adivinaciones que salían a relucir en las cartas del tarot, sin
incurrir en ninguna preocupación sobre sus futuros avatares; antes al
contrario, aquello era un pasatiempos, una liviandad lúdica que podía mover a
hilaridad. Ni siquiera, ya decíamos, el
mismo César se tomaba en serio estas actividades.
Hubo una nueva diversión, en una
de aquellas reuniones, que una vez esbozada por César, fue acogida con una
aprobación un tanto etílica (era muy tarde y ellos muy hedonistas, como
cualquier joven) pero unánime. La idea fue tan inesperada que en un principio
fue jocosa.
-¿Hipnosis regresiva? ¿Ahora te
dedicas a rollos psicológicos? Con lo que hubiera molado interpretar los posos
del café, o probar las cartas de Zener. ¿Y regresar a dónde exactamente? Al
primer polvo, por favor. El desvirgue sigue siendo un momento fundamental, me
parece.
Esperando a que se disipasen las
risas tras el comentario de uno de sus amigos, César pasó a explicar algún pormenor.
-No me entendéis del todo,
escuchadme. No hablo de una regresión a una parte anterior de nuestra vida.
Dejad de imaginaros la curación de traumas o (esto lo dijo acompañado de una
tosecilla) de cómo follasteis por
primera vez. Hablo de ir un poco más allá, antes de vuestra existencia actual.
Hablo de regresar a una vida anterior.
La expresión de sus tres
acompañantes parecía ponderar, incluso seriamente, el disparate que acaban de
escuchar, toda vez que estaban acostumbrados a ser cómplices y copartícipes de
no pocas chifladuras. Un nuevo terreno de juego, una esotérica diversión más.
De los tres amigos, el que ideó la evocación sexual era Marcos; los otros dos
Ricardo y su novia Nuria.
-¿A otra vida? ¿De repente hemos
pegado el salto a la reencarnación? ¿De veras crees eso? Joder tío, un día
vamos a invocar a Odín o algo así.
-¿Y qué podemos perder? La
principal pega, si no pasa nada, es que os durmáis en mi sofá. Es bastante más
relajado que lo que solemos hacer. Pero imaginad que percibimos algo, que
alcanzamos a ver un rastro de lo que fuimos hace décadas, o siglos. Eso sí
sería nuestro árbol genealógico.
Había algo de desafío en aquella
proposición, una tentación pacífica pero irresistible; al alcance de la mano
podía estar una experiencia trascendente o un descargo acompañado de otra ronda
de licor. Ni una gota de decepción, tan solo una probatura empírica revestida
de juego, una veleidad inocente.
César blandió un libro amarillo
como si eso constituyera un argumento definitivo o el respaldo intelectual de
su idea.
-Lo encontré en una librería
especializada en temas ocultos.
-¿Fuiste a buscar el Necrenomicón
y no lo tenían?
Unas ligeras risas
acompañaron a la ocurrencia de Marcos.
César distendidamente, pero a la
vez de forma más progresivamente convencida, fue explicando los pormenores de
las características del libro. Al parecer fue escrito por un autor que era una
especie de mezcla de hipnólogo, santón, visionario y payaso. La créme de la
créme de los freaks con posibilidad de publicar libros.
La prosa era un fárrago
de conceptos místicos y alucinatorios. Seres esenciales transmigrándose en
sucesivos cuerpos a lo largo de la historia. Pero, cómo no, siempre queda un
registro, una huella que nos lleva al rastro de nuestras existencias
precedentes. Todo recogido en un libro, depositario de papel de una sabiduría
(según parece) ancestral.
-Por si os interesa, el método no
dista mucho de toda la parafernalia clásica sobre hipnosis. Sin embargo la
metodología es algo distinta. Se ha de ir adormeciendo el cuerpo del “viajero”,
así lo llama el libro, parte por parte; empezando por las extremidades
inferiores hasta llegar a la cabeza. Ha de estar tumbado. Esto debería
predisponer toda esencia psíquica para retroceder en su propia memoria. Y para
acabar hay un especie de texto letárgico que hay que recitar una vez que todo
el cuerpo esté sugestionado. El hipnotizador a partir de entonces hará de guía
de viajero por los recuerdos de su vida inmediatamente anterior…. Bueno chicos,
después de esta parrafada seguramente arderéis en deseos de juguetear con
vuestra esencia psíquica. Ya que tengo el libro me pido hipnotizador. ¿Quién
quiere ser el primero?
No había mucho espíritu
emprendedor para vislumbrar existencias anteriores, toda vez que esta
paparrucha parecía notablemente más aburrida e impracticable que otras ya
conocidas. La única sugerencia, evidentemente, fue más acusatoria que
desprendida. Y fue Marcos quien la pronunció, con su impávido deje jocoso.
-¿Y por qué no lo practicamos con
Ricardo? Siempre tan reservado. Estaría bien conocer algo de otras vidas suyas.
Seguro que aprendemos de él más cosas de las que él quisiera.
-Pero si soy un libro abierto, el
que no ponga en Instagram qué desayuno o qué zapatos llevo no me hace más
reservado. Sin mirar a nadie, Marcos.
-Ya salió el Pepito Grillo. ¿Y a
ti Nuria no te gustaría saber algo más de tu hombre?
-Habla por ti, para mí no tiene
secretos ni esta vida ni en las otras. Más le vale además, si no mi
reencarnación lo perseguirá a conciencia.
-Vamos tíos, cualquiera. Yo
compraría la opción de Ricardo, que me da que se tomaría un poco menos a chufla
este tema. Necesitamos gente seria para desafiar al cosmos.
Medio en broma, medio en serio al
final Ricardo se ofreció voluntario para por lo menos tener el privilegio de
que cejaran todas las insistencias sobre él. El escenario de la hipnosis iba a
ser un amplio salón que en su punto medio tenía un elegante sofá Chester
marrón. Una vez Ricardo se tumbó en él, los demás se dispusieron alrededor
colocados en sillas. César, pegado a la cabecera del sofá. En un momento de más
o menos calma comenzó la sesión de hipnosis. Ricardo, evidentemente fastidiado,
consideraba aquello un simple receso hasta la siguiente copa.
-Bien, ahora relájate y escucha
mis instrucciones. Trata, en la medida de los posible, de concentrarte, cerrar
los ojos y dejarte llevar. Ya te dije que íbamos a ir por partes, así que
empezaremos por las extremidades inferiores. Necesito que imagines que en las
piernas sientes un hormigueo, un picor insistente. Imagínalo hasta que sientas
que se ha convertido en algo real; insiste y podrás hacerlo. Después, a mi
señal, con un chasquido, dejaras de tener control sobre tus piernas, se
paralizarán y no podrán moverse por mucho que lo intentes. Aun así permanecerás
absolutamente tranquilo.
Marcos y Nuria pugnaban por
contener la risa, no era fácil dominar la hilaridad que aparece cuando se da
aire de solemnidad a algo que consideramos necio y disparatado. Pompa y
circunstancia envolviendo un artículo de broma. Sin embargo el silencio de los
otros dos iba compensando el ambiente de chanza; César parecía pensativo y
Ricardo más concentrado de lo que podría creerse al principio.
-Me pican las piernas.
Aquello sorprendió a todos,
incluso a César, que aunque fue el iniciador de la idea, jamás creyó en serio
en ningún efecto significativo. Incluso con perplejidad no dudó en chascar los dedos y preguntar a
Ricardo si podía mover las piernas.
-No puedo moverlas, están
rígidas.
-Tiene que ser una broma.
Fundamentalmente la opinión (o
deseo) de Marcos es la que rondó por la cabeza de todos. Menos por la de César.
“Dejadlo tranquilo, si es una broma veamos hasta dónde llega”. El mismo
procedimiento fue usado para el tronco, las extremidades superiores y la
cabeza. El resultado, enunciado por un quizá sugestionado Ricardo, fue
exactamente el mismo. El remate de esta primera fase era la lectura de un texto
que parecía ser un llamamiento a las esencias constantes y duraderas del alma
del individuo. Al menos sobre el papel. La lectura era fatigosa, teatral, y
difícilmente comprensible. No obstante dio finalización a esta parte de la
hipnosis. Unas miradas mutuas y César comenzó su tarea de guía
-Ricardo, escúchame. Dime qué es
lo que ves. Si te encuentras aquí con nosotros o en otro sitio.
-Estoy aquí y en otro sitio. Te
oigo pero no alcanzo a verte. No veo nada, de hecho. Aunque puedo moverme.
-Trata de buscar algo en la
oscuridad, camina hasta que veas algo que pueda parecer una salida o un
pasadizo.
Todos parecían hipnotizados en
ese momento, no solo Ricardo. Nada se decía y nada se hacía salvo prestar
atención a su amigo tumbado en el Chester.
-Veo una bola de luz girando a mi
alrededor. Es de muchos colores y parece palpitante. Como si estuviera viva.
-César, quiero que cojas esa bola
con la mano. Contacta con ella, no la rehúyas.
-Ya la he cogido, o, o, o.
Ricardo sostuvo la última vocal
de una forma completamente antinatural, con una voz transfigurada, desconocida.
Cuando volvió a hablar, esta nueva voz se había confirmado. Como si un extraño
hablase por la boca de Ricardo. En concreto un extraño con una voz mucho más
ronca y rasposa.
Todo ello generó por primera vez
la sensación de miedo entre todos los presentes, paralizados ante un hecho
imposible de predecir o de explicar. Era imposible que Ricardo hubiese hecho
teatro impostando la voz de otra persona. Al menos esa voz. Llegó el momento en
que César formuló la pregunta incómoda y necesaria.
-Por favor Ricardo, dinos qué te
ocurre, qué ves. ¿Nos estás tomando el pelo?
-Estoy en prisión, están abriendo
mi celda y me están llevando a algún sitio. No sé adónde, pero van conmigo dos
uniformados y un sacerdote. Yo me resisto. ¡Me resisto!
Un grito ensordecedor asoló la
habitación, cruzándola como un proyectil fulgurante y malévolo. A la par, el
cuerpo de Ricardo se convulsionó en un doloroso escorzo y un chorro de sangre
salió despedido de su nariz. Una especie de ente invisible estaba golpeando el
cuerpo de Ricardo; sus golpes parecían provenir del mismo aire. Como una
amenaza conjurada a través de aquella ominosa sesión de hipnosis.
-¡Me pegan porque intento
escaparme! ¡Me llevan a la muerte! ¡Me llevan al garrote! ¡Soy inocente!
La amalgama de gritos, escorzos y
pequeñas hemorragias, reavivó el ánimo de los presentes lo suficiente como para
decidirse a intervenir. Nuria estaba particularmente frenética.
-¡Joder, César! ¡Despiértalo de
una vez! ¡Haz algo!
En el momento preciso en que
Ricardo comenzaba a expulsar espuma por la boca, César se abalanzó sobre él.
Con un gesto rápido dio instrucciones a sus amigos para que sujetasen a
Ricardo, cada vez más convulso, y a su vez profirió gritos que reproducían un
formulismo (según el libro de marras) para traer a Ricardo de vuelta de lo que
se supone era su vida anterior.
Un estrépito, un momento de confusa violencia y
gran estremecimiento precedió a una repentina, casi fortuita, calma. Cada cual
estaba desparramado por el suelo, tras haber salido despedidos. No obstante en
general se encontraban bien. Todos los ojos conscientes fueron a converger
hacia Ricardo, el cual parecía dormir un sueño relativamente tranquilo. Era el
descanso del alma tras una travesía de tiempo, abismos y horrores.
-Recuerdo estar en una celda;
pequeña, sucia. Muy antigua. De hecho todo rezumaba antigüedad. Por ejemplo,
los vestidos de mis acompañantes. Tanto los de los vigilantes del presidio como
el del sacerdote (que llevaba sotana) eran de otra época. Desde luego sí que
parezco haber retrocedido en el tiempo. Los vigilantes y el sacerdote estaban
allí por un motivo muy concreto. Se iba a ejecutar mi sentencia de muerte, o la
del preso que estaba allí. Ya no sé qué decir. Cuando íbamos por el pasillo que
llevaba hacia el lugar de la ejecución fui consciente de la situación. En aquel
momento era yo el preso, era a mí a quien iban a ejecutar.
Pataleé, le di un
cabezazo a uno de los vigilantes, pero el otro me propinó un puñetazo tremendo.
Veo que la sangre de la nariz ha aparecido a este lado del tiempo también. No
pude evitarlo. Llegamos al lugar del garrote. Esa era la forma de ejecutar. El
garrote vil. Antes de empezar con la ejecución leyeron en voz alta los cargos.
La acusación era por el asesinato de dos niñas pequeñas. Esa vida mía anterior
era la de un asesino.
Así esbozó Ricardo su historia,
en medio de un silencio tan denso que parecía solidificarse, agarrotar los
músculos de todo los presentes. Cualquier atisbo de duda acerca de si pudiera
tratarse de una broma o de un teatrillo, quedaba disipado por la mancha de
sangre en la alfombra y por la hinchazón en la cara de Ricardo.
-¿Y no podría ser simple sugestión
o parte de tu subconsciente que ha salido a flote? ¿Cómo un sueño provocado?
-¿Provocado e interactivo? Mira
mi cara. No, no lo creo Marcos. Además he retenido algunos datos que podrían
ayudarnos a corroborar que esa ejecución existió de verdad.
César salió de su ensimismamiento
para ser el primero en preguntar qué datos eran esos.
-Ya os dicho que leyeron los
cargos. Recuerdo el nombre del ejecutado y la fecha. Si es cierto que la
regresión ha salido bien, yo me llamaba Arcadio Lafuente y fui ajusticiado el
24 de Noviembre de 1946.
Tácitamente se construyó en días
posteriores un cordón, un tupido velo, entre las visiones, revelaciones, o
quizá ensoñaciones que Ricardo mostró aquella noche. Sin embargo en la cabeza
de todos los presentes había un hueco en blanco renuente a ser llenado mediante
sucedáneos de la razón, una puerta entreabierta intrigante y desasosegadora. Aun
así en la del propio Ricardo había una zona más sombreada, mucho más turbia.
Comenzó a tener miedo de sí mismo. Un temor a que la esencia de una supuesta
vida anterior se hubiese filtrado a la actual, convirtiéndose él mismo en un
peligro, en ejecutor de unos probables instintos homicidas. Marcos, sin duda un
poco botarate (o capullo integral) pero buen amigo al fin y al cabo, fue el primero
en recibir en confidencia tales preocupaciones.
-A ver Ricardo. Piensa. Ni
siquiera sabemos lo que pasó. No puedes juzgarte a ti mismo por algo que no has
hecho.
-No es solo lo que vi, me sentí
identificado. Era auténticamente yo. Estoy dispuesto a creer a pies juntillas
que fue una auténtica regresión a otra vida.
-¿Y qué? Joder; asumamos esa
hipótesis. Que te encarnaras en un asesino hace más de setenta años, no
significa que tú lo seas ahora. No son las mismas circunstancias, ni entorno ni
nada. No sabemos nada de lo que pasó. Y todavía no estoy seguro de que no fuera
un sueño muy vívido. Con sangre y todo.
-Puedo asegurarte que no fue una
sugestión y puedo asegurarte también que sí sabemos algo. Al menos yo he
averiguado cosas.
-¿De qué vas? ¿Cómo puedes saber
algo?
-¿Y me lo preguntas tú? ¿El
hombre informática? Busqué donde se conocen hoy todos los datos que se quieran
saber. En internet.
Las cejas de Marcos casi formaron
un signo de interrogación ante aquella seguridad sobre datos nuevos. Al parecer,
supuso, tienen que ser de los más inquietantes. Ambos estaban en la habitación
de Ricardo, una estancia silenciosa, apagada, acaso como el resto de la casa.
No había nadie salvo ellos. Con un gesto Ricardo hizo indicaciones a su amigo
que se aproximara al ordenador.
-En realidad es algo muy
evidente. Basta con poner “Arcadio Lafuente” en un buscador cualquiera. Y sale
esto.
-Hay muy pocos resultados.
–Marcos acercándose lanzó una mirada escrutadora-.
-En efecto. Casi todos son de
Arcadios Lafuente que viven actualmente y que por mera casualidad se llaman
como el asesino. Sin embargo mira la última entrada.
Al momento se metieron en una
página que parecía estar hecha por un diletante de la criminología. Menudeaban
crímenes célebres, incógnitas irresolutas y unas hipótesis tan alambicadas como
inverosímiles. Ricardo fue haciendo de cicerone de la página y en un apartado
de la misma se podía leer: “Crímenes olvidados”. Tal como el título indicaba se
refería a crímenes, que aunque dolorosos y lacerantes, no habían trascendido a
ningún libro de historia y apenas a la prensa. Sometidos a pena de olvido.
Allí podían encontrar la crónica de algunos
de ellos. Como fuente de información, entre otras, se mencionaba a un libro que
llevaba por nombre “Sombras sobre Madrid” y como subtítulo. “Crímenes
enigmáticos del Madrid de la posguerra”.
-Y aquí el motivo de que
apareciese en el buscador. Mira la reseña que hace del libro.
Marcos fue leyendo.
-“El autor de este libro, ya
absolutamente descatalogado, realizó un esfuerzo digno de encomio rebuscando
entre hemerotecas y sumarios judiciales para dar cuenta de varios hechos
truculentos sucedidos en Madrid en los años 40. Libro básico para entender una
parcela sociológica clave, y poco estudiada, de aquellos tiempos. Se trata de
sucesos incómodos para el régimen y que por lo tanto se maquillaron y ocultaron
en la medida de lo posible. El procedimientos policial dice mucho de la
sociedad de una época y aquélla tuvo muchas y desgraciadas sombras. Algunos
sucesos los he descrito en este apartado, pero merece la pena conocer otros como…”
Se sucedían una serie de nombres y al final de todos constaba: “Arcadio
Lafuente. Infanticida. Ajusticiado en 1946”.
Marcos fue dirigiendo lentamente
la vista hasta encontrarse con los ojos de Ricardo. Demasiada fatalidad y
demasiada casualidad. Un silencio fúnebre pareció convertir aquella habitación
en un siniestra imagen fija, en un daguerrotipo amenazante.
-Bueno, ¿todavía crees que es una
sugestión?
-Puede que hayas oído hablar de
él alguna vez y la regresión te lo trajera a colación.
-Venga Marcos, junta las
convulsiones, la sangre, y la escasísima probabilidad de haber oído hablar de
un asesino de los años 40. Cuando descartamos lo que no puede ser, lo que
queda, aunque sea improbable, es la verdad
-¿Y que seas la reencarnación de
un asesino te parece la verdad, te parece aceptable?
-Ese es el problema, que no es
aceptable. Si hay algo persistente de Arcadio en mí, volveré a hacer daño a
alguien. No sé exactamente cómo, pero esto me está influyendo. Temo que haya
una parte de mí que esté despertando.
-Déjate de chifladuras, no puedes
juzgarte a ti mismo por lo que hizo un tarado hace décadas. Se supone que tú te
conoces a ti mismo y de ese Arcadio no conoces nada.
-En esto último sí que estoy
completamente de acuerdo. Y me ocuparé de ello, el autor de la página tiene
varios ejemplares del libro y parece que estaría dispuesto a vender alguno de
ellos si el precio es razonable. Es hora de aprender.
Marcos se desesperaba; su
paciencia desbordada por insensatos temores.
-¿A qué?
-A qué parte de mí tengo que
doblegar para no ser Arcadio Lafuente. Si es que puedo.
Los siguientes días fueron para
Ricardo de un intenso sufrimiento propio de una mente en suplicio y víctima de
unos fantasmas que a cada paso iban colonizando su mente. Es un tormento estar
asustado de uno mismo, de tu propia bestialidad interna. Varias situaciones
agravaron la perturbación hasta niveles alarmantes. En una de ellas se quedó
solo en la cocina con su hermana tras haber comido. En la encimera había un
cuchillo que a él se le antojó refulgente, hipnótico.
El pensamiento se dirigió
en ese momento hasta Arcadio y una sombra se cernió sobre su cabeza. ¿Qué haría
él en esta situación? Cogería el cuchillo y amenazaría a su hermana, la haría
daño. Hubo de hacer un gran esfuerzo de voluntad para no blandir el cuchillo y
acercarse a su hermana. Afortunadamente su autocontrol fue incontestable. Su
hermana salió de la cocina sin idea de aquella batalla interna y de aquel
siniestro dilema. Ricardo se decía en voz baja: “es la obsesión, es la obsesión…”
Hubo otras ocasiones similares en
las que Ricardo se veía intolerablemente atormentado ante la idea de dañar a
alguien a quien amaba sinceramente. Veía el bien y el mal como algo fortuito y
aleatorio. Esperaba con impaciencia la llegada del libro sobre crímenes de
posguerra por si aquello pudiera servir de vacuna, de dique de contención.
Finalmente para recibir el pedido habían dado la dirección de Marcos, Ricardo
no quería inducir a sospechas a nadie de su familia. Todo lo relacionado con
Arcado Lafuente debía quedar lejos de su casa. Mientras el libro tardaba en llegar la fatiga
de Ricardo se acrecentaba abismalmente.
Quizá la mayor flaqueza del
hombre es dudar de quién es en realidad y la mayor tortura asimilarlo solo,
lejos de toda luz, como si la esperanza hubiera sido clausurada. Ricardo optó
por el miedo a ser algo que no era y hacerlo de manera inexplicable, inducido
por una anomalía de la lógica. Quién sabe en qué momento Ricardo decidió
proteger a los suyos anulándose el mismo, anudándose una soga en el cuello y
desapareciendo de la vida. Una mente lúcida corrompida por la extrañeza y el
miedo.
Ese mismo día, aún en la feliz ignorancia, Marcos se dirigía a casa de
su amigo con el libro criminológico que acababa de recibir. Tuvo la curiosidad
de ojearlo antes y hubo un pasaje que era urgente comentar con Ricardo: “Gran
error fue el del proceso a Arcadio Lafuente, luego que se descubriera que un
inocente había sido ajusticiado. Al cabo de seis meses, tras la ejecución, el
verdadero asesino fue a confesar a las autoridades, seguramente corroído por
los remordimientos o por su vil demencia. Asimismo ofreció datos que no habían
salido a la luz y que solo el comitente del crimen podía saber. Casi todos los
números de prensa que iban a hacerse eco del error fueron secuestrados por el
gobierno. En aquellos años una autoridad supuestamente garante y depositaria
del bien y de la seguridad no podía ser falible, más aún cuando en el proceso
de investigación hubo numerosas irregularidades…”
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