Rafael y Andrea eran una pareja
estándar con tendencia a tener una vida acomodada. Los dos trabajaban, estaban
en la treintena y eran dueños de un piso del que podría decirse que es
agradable. O más bien eran dueños de una hipoteca que, no podía ser de otra
forma, menguaba rápidamente una buena parte de sus ahorros. Ya un poco
aburguesados, disfrutaban recibiendo visitas de sus amigos en su propio hogar.
Nada, pues, en esta descripción se sale de lo normal.
-Lo que nos pasa no es ni medio
normal.
-Ya veo que no estáis en vuestro
mejor momento, Rafa.
Quien así respondió era Félix,
uno de los dos amigos que estaban cumplimentando una visita a la sufrida
pareja. Félix era delgado, de facciones marcadas y mirada y, a veces, carácter
nervioso. Siempre daba sensación de prisa y de trajín interno. El otro amigo
era, Jesús, su perfecto complementario; grueso, de facciones redondeadas y de
un carácter que mezclaba afabilidad y pachorra.
Rafael y Andrea, era cierto,
parecían lastimados en tal medida que se asemejaban más a dos púgiles
lamiéndose las heridas que a unos anfitriones de punta en blanco. Rafael fue el
primero en hablar de su obstinada mala suerte, mientras degustaban una meritoria tarta de queso.
-Llevamos una racha de accidentes
caseros preocupante. Hace unas semanas me resbalé con una mancha de aceite en
la cocina, que a saber de dónde salió. El resultado fue una rotura de
escafoides de la mano derecha. Por si fuera poco, hace unos días estaba echando
el ojo a la cerradura de la puerta de la calle, que va un poco dura, y en ese
momento Andrea abrió la puerta. Osea, que me dejó un ojo a la funerala.
-Vaya, pobrecito mío. Te recuerdo
que también hace unas semanas me resbaló con tu pelotita de baloncesto, que
campaba por el salón, y me hice un bonito esguince de grados dos. Y que la
semana pasada al tratar de desatascar el triturador de basura casi me llevo un
dedo por delante. Tampoco está mal, mi querido Michael Jordan.
-¿Y si fuera un antitalismán?
La aportación de Jesús causó
bastante confusión, si bien éste tenía una cara de plena satisfacción; quién
sabe si por creer haber dicho algo lúcido y atinado o por su extático deleite
con la tarta de queso.
-¿Un qué?
-Un antitalismán, Rafa. Lo
contrario de un talismán. Es un objeto que en lugar de atraer la buena suerte,
obra el efecto contrario y atrae las desgracias y el infortunio.
-¿De dónde has sacado eso?
-Bueno, tengo cierto conocimiento
de causa. En el pueblo de mis padres un matrimonio, parientes lejanos, sufrió
una serie de calamidades caseras parecidas a las vuestras. Un vecino del pueblo
era una especie de santón o curandero, ya sabéis. Y les dijo que en casa había
un antitalismán. Yo tampoco había oído hablar de eso.
Andrea, no pudo evitar ser
sarcástica.
-Siendo parientes tuyos igual es
que eran torpes. Tendrías a quien parecerte.
-Solo contaba una anécdota,
Andrea. Creía que venía a colación. Aunque, por supuesto, yo también soy
escéptico.
Félix, inquieto y curioso, optó
por profundizar en la historia de Jesús.
-¿Y funcionó?
-Pues sí. Resulta que poco antes
de que comenzaran sus accidentes habían adquirido una moneda. Una moneda
antigua. No tenía gran valor pero gustaban de tener alguna antigüedad. En
cuanto el santón se la llevó mis parientes dejaron de sufrir percances. Tan
fácil como eso.
Jesús solía contar historias
familiares con más regularidad de lo que quisieran sus amigos. Se solían
dividir entre las banales y las aburridas. Ésta parecía participar de ambas.
Quizá por eso Rafael trató de volver al sarcasmo para cortar de raíz aquella
batallita.
-Pues hemos dado en el clavo. Los
santones pueblerinos que van a la caza de objetos vintage diabólicos suelen ser
muy fiables.
-Bueno, bueno, yo solo lo cuento.
Ya os digo que es solo una curiosidad, nada más. El primero en no creerlo soy
yo.
Félix, sin embargo persistía en
prolongar la conversación sobre el tema.
-¿Y habéis metido vosotros algo
nuevo en la casa antes de que empezarais a lastimaros?
En cruce de miradas involuntario,
pero perfectamente sincronizado, dio a entender que sí. Rafael comenzó el
escrutinio.
-Bueno, yo compré por esas fechas
un soldado de plomo. Ya sabéis que hago colección. En concreto es un húsar de
las guerras napoleónicas.
Lo dijo un poco bajo, como si
hubiera cometido un dispendio superfluo.
-Sí amor, genial. Así podremos
recrear por un módico precio la batalla de Friedland. Y además podría ser un
antitalismán.
El tono de Andrea no era de
reproche o enfado, sin embargo Rafael pareció tomarlo más en serio de la
cuenta.
-Pues te recuerdo que tú también
tienes a un candidato a antitalismán. ¿No has pensando en tu librito?
-Mi “librito” es una antología rara de la
Generación del 27, que compró mi madre
en una librería de viejo. Y que yo sepa el librero no ha sufrido calamidades.
-Ya; ¿y el que me vendió el
soldado sí?
Jesús intentó atajar una probable
escalada de tensión mientras miraba con melancolía su plato; vacío y ya sin
tarta de queso.
-Venga chicos olvidad esta
cuestión, solo era historieta tonta. Está claro que ni el soldadito ni, ni el
libro son culpables de vuestra mala suerte. Es solo una superstición
pueblerina.
A partir de ahí la velada siguió
de un modo automático, funcionarial; pero inesperadamente una fragancia de
extrañeza se apoderó de todos.
Parece que hubo una tregua en la
sucesión de desdichas y accidentes dentro de la casa de Andrea y Rafael.
Durante unos días, el comentario del antitalismán era apenas una pequeña brizna
de resquemor. Algo, no obstante, vino a perturbar esta pequeña paz. Fue una
tarde en la que Rafael llegó a casa con una cara mustia y sombría.
-Me han despedido, Andrea. Me
acaban de echar
-¿Perdón?
-Lo que oyes. Por un maldito
error, 8 años trabajando allí y me echan por un jodido error. Hace unos días
autoricé un pago con un cero de más. 500.000 € en lugar de 50.000. Maldita sea,
es un error subsanable, el dinero se puede traer de vuelta. No hay
justificación para darme la patada.
-¿Y se lo has dicho así a tus
jefes? ¿Te has venido sin más?
-Pues ya que lo preguntas sí; les
he dicho que les demandaré por despido improcedente. Pero muchas gracias por no
poder esperar para ponerme los puntos sobre las íes.
-Lo siento Rafael, perdona.
Ciertamente es un palo.
-No es nada. Pero tendremos que
estirar tu sueldo para si quiera cubrir gastos. En fin, voy a la ducha.
Necesito despabilarme.
En el camino a la ducha, Rafael
lanzó una rencorosa mirada al libro de la Generación del 27. Rencorosa y más
larga de normal. A su espalda Andrea lo observó con suspicacia.
Unos días más tarde Andrea y
Rafael estaban tranquilamente leyendo en su salón cuando recibieron una llamada
telefónica. Fue ella quien se encargó de contestar. Según iba escuchando a su
interlocutor, Rafael se dio cuenta de que a su novia se le iba marchitando el
rostro.
-¿Cómo ha sido?
Por las respuestas de Andrea,
Rafael iba deduciendo que seguramente se trataba de un acontecimiento funesto.
-Mi hermana ha tenido un
accidente con la moto y está muy grave. Me han llamado desde el hospital.
-Dios mío. Y si…
-¿Qué?
-Nada, pero pensé que quizá.. En
fin, lo del antitalismán. Es mucha mala suerte de nuevo y…
Andrea, que estaba entre
lágrimas, no daba crédito a lo que decía Rafael.
-¿Cómo? ¿Esas son tus
condolencias? ¿Lo primero que me dices es sobre la mierda esa de superstición?
-Deja que me explique.
-Nada de explicaciones. Me voy al
hospital ahora mismo. ¿Vienes tú o qué?
-Claro, me arreglo y salimos.
Perseverar abiertamente en la
idea del antitalismán era una pésima idea; Andrea se enojaba enormemente con
solo mencionar ese tema. Sin embargo, internamente la preocupación de Rafael
era clara y diáfana. Decidió que lo mejor era consultar con las fuentes
primarias sobre el asunto, pero sin que su novia se enterase. De tal modo que
citó a Jesús en la Cafetería La Plata por si el pudiera aportar algún
conocimiento.
-¿En serio me estás preguntando
por la superstición esa del santón de mi pueblo? Por favor Rafael, olvídalo. Es
una pésima idea atribuir a un objeto todas las desventuras que sufrís.
-Pero es que no es normal, Jesús.
Todo nos sale mal. Lo que yo quería preguntarte es si la maldición incluye
también desgracias fuera del hogar y si puede afectar a otras personas.
-A ver Rafael, escucha. No voy a
alimentar esta paranoia, simplemente deja de pensar en ello. Se supone que
somos personas mínimamente racionales.
En este momento Rafael subió el
tono.
-¡Jesús, por favor!
-¿Quieres bajar la voz? Te ruego
que no creas lo que voy a decirte; yo no lo hago tampoco. Pero según creo
recordar el antitalismán puede ocasionar todo tipo de desgracias a los
habitantes de la casa en la que esté. No hay límite. Incluso podría,
teóricamente, afectar a conocidos, sí. De todos modos, Rafael, mírame.
-¿Qué?
-¿Tú me ves preocupado? Porque
según lo que dices, yo podría estar en peligro. Soy una persona cercana a ti.
Pues ya ves que no lo estoy. Y tú ni mucho menos deberías. Y ya que estamos ¿Se
lo has dicho a Andrea?
-¿Andrea? Creo que Andrea me odia.
Andrea desde luego no estaba
pasando un buen día. Venía triste del hospital y se disponía a entrar en casa.
En ninguno de los dos sitios las perspectivas eran halagüeñas. Para templar
nervios tenía pensado leer la rara antología de la Generación del 27. Pero al
llegar a la estantería del salón de estar, encontró un hueco donde debería
estar el libro. La primera reacción fue volverse hacia sí misma y pensar que lo
habría extraviado en cualquier lugar de la casa; casi al instante, sin embargo,
atinó a una explicación más intranquilizadora.
-Rafael, ¿estás es casa? Creo que
te oigo por el dormitorio.
-Sí cariño, por supuesto que
estoy aquí. Espera, ya voy.
Sin ningún tipo de apresuramiento
se oían los pasos de Rafael en su trayecto hasta el salón. Al llegar, su rictus
era hierático como el de una deidad egipcia.
-¿Cómo estás, cariño?
-Nada de “cariño”. ¿Tienes que
ver algo tú con que mi libro de la Generación del 27 ya no esté en su sitio?
Dime que has olvidado ya la chaladura del antitalismán.
-¿Chaladura? Tú eres la que no
quiere ver las cosas como son. Pero, mírate. Das pena, tienes mal aspecto y
pareces muy nerviosa. Qué desastre. Te lo contaré lo que he hecho para
solventar nuestro problema. He cogido tu libro he ido a un descampado del
extrarradio y lo he quemado en un bidón.
Nuestra maldición ya solo es cenizas.
-¡Nuestra maldición eres tú
mismo, cabrón! Era un regalo de mi madre. ¡No tenías derecho a hacer eso,
pirado!
En este punto, Rafael
repentinamente se encrespó.
-¡Deja de llamarme así! No soy ningún chalado. He hecho todo lo que
había que hacer para protegernos.
Andrea aceptó el desafío
implícito en la mirada y el tono de voz de Rafael.
-No, aún quedan cosas por hacer.
¡Aún hay cosas que destruir! Recuerda que tu jodido soldadito también tenía su
candidatura a atraer desgracias.
-No te atrevas a tocar el soldado
de plomo. Es ridículo. Si hay algo maldito tiene que ser un libro, no una figurita.
-Pues vamos a asegurarnos,
cretino.
-Para, Andrea. Ni un paso más. Te
lo advierto.
Pero Andrea estaba lo
suficientemente furiosa como para reparar en las amenazas de Rafael. Cuando se
dirigía hacia los soldaditos de plomo para devolver la tropelía, Rafael la
empujó fuertemente, cayendo ella al suelo y golpeándose con estrépito. Justo
después un hilo de sangre caía de la comisura del labio derecho de Andrea, que
aterrorizada miraba a Rafael acercándose con una mirada tan desprovista de
compasión que infundía ineludiblemente temor. Andrea comenzó a gritar.
Realmente Andrea tuvo la gran
fortuna, casi insólita, de que sus vecinos al oír los gritos pudieron avisar
con celeridad a la policía. Rafael fue arrestado justo a tiempo, antes de que
pudiera infligir daños irreparables a Andrea.
Pasaron unas pocas semanas y
Andrea continuó su vida sola, toda vez que la justicia parece que consiguió
mantener a raya a Rafael. La casa parecía ahora un refugio solitario y agorero,
incapaz de restañar la antigua felicidad. Tenía gente que se preocupaba por
ella, entre ellos Jesús y Félix; en su recuerdo y en sus conversaciones Andrea
aparecía con frecuencia. Una tarde en las consabidas conversaciones de
cafetería, Jesús recordó así el evento.
-Todavía tengo en mente lo que ocurrió con Rafael y Andrea; me da
mucho que pensar.
-Desde luego, quién iba a pensar
que Rafael… Siempre había de lo más equilibrado.
-No; pero piensa un poco más. En
el conjunto. Hemos visto disolverse una pareja bien consolidada por algo que ni
siquiera existe. Bastó que yo mencionase
algo fuera de lo común para que arrasara con ellos… Basta meter un elemento
extraño y a veces germina de manera inesperada. Creo que me culpo un poco.
-No deberías, convertir una
anécdota en algo monstruoso supone que había un monstruo… que quizá no había
mostrado su cara.
-En cualquier caso, me siento
responsable. Por eso es por lo que voy ahora a verla. ¿Te vienes?
-Ya sabes que no puedo, he
quedado con Lucía. ¿Por qué no lo dejas para otro día y vamos juntos?
-Ya he dicho que iba y me sabe
mal desdecirme. En fin, ya es la hora de ejercer de buen samaritano. Y además
hoy invito yo.
-Gracias por venir a verme Jesús,
se me hacen cuesta arriba todo esto estos días.
-Ni lo menciones, no es ninguna
molestia. Además ya sabes que la mención maldita del antitalismán… fue mía.
-No, no te culpes Jesús. Algo
extraño le pasó a Rafael, pero fue culpa suya; supongo que no lo conocíamos del
todo.
Andrea, con una presencia de
ánimo no del todo natural, decidió que podía ser beneficioso algo de
distracción.
- En fin, voy a arreglarme y
salimos a tomar algo ¿de acuerdo? Las paredes se me caen encima.
-Claro, esperaré en la sala de
estar.
Mientras esperaba a Andrea, Jesús
se acercó lentamente a un jarrón hasta quedarse justo a su lado. Lo escrutaba
con cuidado mientras introducía su mano en él y sacaba una moneda. Una moneda
antigua. Jesús sonreía mientras pensaba:
“Y pensar que los antitalismanes
sí que existen, y que además se pueden preparar para un propósito concreto…
aunque lo de la hermana y su accidente fue un exceso. Rafael era un buen amigo,
pero Andrea es demasiado preciosa. Ya hice bien en dejar la moneda en el jarrón
para maldecir su unión. He de felicitar a mi amigo el santón. Ahora me toca a
mí mover ficha con Andrea. Ya tenía ganas de dejar de dejar de ser el gordito
afable…”
-Bueno, ya estoy lista. Vámonos.
-Claro, estás preciosa.
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