martes, 23 de enero de 2018

La Visión del Dibujante (I)

*Nota: cualquier parecido entre la toponimia que uso en este relato (inventada repentinamente) y la realidad es pura coincidencia.


El paraje,  el lugar, no participaba de ninguna belleza, no era digno de ser reproducido en ninguna postal y era refractario a cualquier pintoresquismo. Sí tenía una especie de belleza primitiva apoyada en carreteras al borde de lo practicable, la ausencia de comercios y servicios asumidos por casi cualquiera y una eminente simplificación del modo de vida. Para cualquier urbanita con pedigrí, el campo es meramente una ausencia de ciudad, y para un urbanita estresado una terapia más o menos aceptable, eso sí, en pequeñas dosis. 

No era ninguno de estos casos el de Eduardo Vergara, natural del pueblo y ausente de él desde una fecha tan lejana que era casi imprecisa; allá en los años de juventud. Lo primero que recordó al acercarse a su lugar de nacimiento era que aquel pueblecito era, en buena medida un efecto óptico. Aposentado en una posición alta, apenas si parecía una pequeña mancha blanca sobre un fondo ni en exceso verde y arbóreo, ni en exceso yermo y terroso. 

Sin embargo una vez en él, es como si sus dimensiones se expandieran en todas las direcciones, habiendo recovecos y prolongaciones allá por donde se anduviese. Un pueblo espejismo, se le ocurrió a Eduardo mientras cotejaba sus antiguos recuerdos con la panorámica que se le ofrecía con solo mirar, y comprobó que eran como una antigua pintura craquelada. Vetustos pero sólidos.

La historia de la niñez y juventud de Eduardo fue lo suficientemente errabunda como para no echar raíces demasiado profundas en ningún sitio. Su padre fue médico durante muchos años, sufriendo varios cambios en su demarcación, en su área de actuación. Fue en su estancia en Valdearenas donde Eduardo Vergara nació hace ya 45 años. Su padre se encargaba de atender a todos los pueblos de la comarca y, para eterna duda de Eduardo, eligió Valdearenas para establecer su hogar y su centro de operaciones (metafóricamente hablando). La duda le asaltó una vez más mientras conducía camino del pueblo:

-Oye papá, repíteme una vez más por qué te asentaste en Valdearenas. Hay pueblos mucho mejores en las cercanías.

-Humm ¿puedes definir tu concepto de “mejores”?

-Cualquiera podría; más población, más servicios, más ocio….

-Creo, hijo mío, que mis respuestas nunca te satisfacen. Pero lo intentaré una vez más. Fue por instinto. Me di una vuelta por los alrededores y vi algo en el paisaje. Al contrario que muchos encontré belleza en este pueblo. Quizá fue mi ojo de dibujante, tracé muchas veces sus contornos. Tú deberías entenderlo.

El padre, Marcelino Vergara, se refería a la herencia en vida que había dejado a su hijo, su interés por el dibujo. Amateur, al carboncillo. La profesión de Eduardo era muy distinta (abogado) pero esta afición servía de cordón umbilical entre padre e hijo.

-Supongo que soy un poco menos artista que tú papá. Lo mío es el apego a las cosas materiales. Soy abogado ¿no? (el gesto irónico, torcido)

-Tu padre tiene algo de razón. En Valdearenas fuimos muy felices hasta....

-Ya, mamá. Hasta. –Añadió Eduardo velozmente.

Cuando Eduardo era un adolescente su padre progresó en su carrera y consiguió abrir una consulta en Madrid y prosperar. No solamente fue un golpe de suerte, el Dr. Vergara (como dirían en Gilda) hizo su propia suerte y movió algunos hilos; de repente la estancia en Valdearenas se volvió inesperadamente amarga. La madre del doctor murió en un accidente al caer en un pozo poco visible y peor señalizado. A pesar de todo ellos la familia Vergara guarda un agradable recuerdo de su estancia de su estancia en Valdearenas. Excepto Eduardo. De hecho, el nefasto acontecimiento hirió lo suficiente la psique del entonces casi niño e incipiente adolescente. El resultado fue (y todavía es) un miedo fóbico a los lugares subterráneos. Una sola vuelta en metro era motivo de calvario y sufrimientos lacerantes.

El motivo del regreso era relativamente prosaico pero su significación era profunda. El nieto de uno de los mejores amigos del Dr. Vergara en sus años en Valdearenas se casaba, y de manera (para qué negarlo) algo sorprendente recibió invitación tanto para él como para toda su familia. Después de abandonar el pueblo, el contacto se fue difuminando hasta quedar diluido en cualquier trastero de la memoria. 

La idea de aceptar la invitación, aparte de con sorpresa, fue acompañada de una profunda reflexión. El Dr. Vergara decidió dar un enfoque terapéutico y pasar la boda a un segundo plano. Acudiría, por supuesto, pero la idea era que Eduardo afrontara la raíz de sus miedos, la fuente misma de sus demonios internos. El consejo familiar de los Vergara, no exento de polémica,  acordó realizar el viaje con una enérgica salvedad por la oposición de Eduardo. El reencuentro con viejos amigos también fue, sin duda, un acicate. Incluso las cosas se habían arreglado para la estancia durante una semana entera (unos días antes de la boda).

-Tengo algo en contra del hospedaje.

-¿La antigua casa donde vivíamos?

-Justo. Me parece que te excedes en tu papel de terapeuta. Me parece incluso macabro. Me sentiré más un paciente que un invitado.

-Hijo, tienes siempre la palabra justa para ver el lado siniestro de las cosas. Piensa que es un ambiente familiar. Me parece el sitio ideal

-Lo que digas, tampoco entraré mucho. Siguiendo tu vena artística iré a pintarrajear algo por ahí.

Llegaron a Valdearenas en torno a mediodía; la entrada, con el cartel con el nombre del pueblo, provocó un ligero escalofrío en la  espalda y en el ánimo de Eduardo. Para sorpresa de todos fue capaz de conducir hasta su antigua casa de una manera automática, como si estuviese en su propio barrio. La familia Vergara se apresuró a llamar a la puerta antes de iniciar cualquier preparativo de equipaje.

-¿Marcelino? No puedo creerlo. ¡Más de treinta años después! Qué menos que un abrazo ¿no?

El anfitrión, y dueño de la casa y además arrendador de la misma a mi padre en su época de médico, parecía conocer solamente una forma risueña y bonachona de conducirse por la vida. Su inextinguible sonrisa era una de sus señas de identidad. Su nombre era Fermín Calleja. Era de la edad de mi padre pero de complexión gruesa. La incipiente alopecia con la que lo recordaban los Vergara se había visto confirmada plenamente. Su abrazo fue decidido y vigoroso. Acto seguido pasó revista a los viejos conocidos y visitantes.

-¡Por Dios, Laura! ¡Tan esbelta y bella como siempre! ¿Me permite su mano, madame?

Acto seguido, casi a la usanza decimonónica, cogió delicadamente la mano de mi madre, Laura Rebolledo, y depositó en ella un beso. La bonhomía de Fermín le absolvía de cualquier atisbo de descaro o excesiva confianza. Así lo recordaban todos. Necesariamente era yo el siguiente en el escrutinio.

-¡Y esto sí que es un cambio!¡El pequeño Eduardo ya con canas! Yo te en vi en pañales y pantalón corto, chaval.

Para tener más de setenta años, su apretón de manos fue de una fuerza lo suficientemente notable como para que los dedos me quedasen ligeramente doloridos; su fuerza directamente es proporcional a su afecto.

-¡Pilar!¡Sal aquí! ¡Han llegado el doctor y todos los Vergara!

Al punto, acudió Pilar Gómez (la mujer de Fermín) , quinta de su marido y de mi padres pero más envejecida. Según supimos, problemas de artrosis galopante. Los próximos instantes, y durante un buen rato, todo fueron parabienes, salutaciones y elogios entre sí al aspecto tan, más o menos, bien conservado al cabo de los años. Mucha efusividad por parte de todos, si bien Eduardo mantenía un recelo al lugar algo desagradable. El resto de familia, hijos y nietos de Fermín y Pilar, no estaban en ese momento. Posiblemente se pasaran para comer.

Hecho éste que ocurrió a no mucho tardar, la hora así lo requería, y más o menos a las tres, una numerosa concurrencia se reunió a la mesa. La dieta no era precisamente la que hubiera prescrito el doctor Vergara a cualquiera de sus pacientes; no faltaban chorizos, chuletas y cualquier espécimen de embutido conocido. El doctor, condescendiente, dio el visto bueno si bien aconsejó una buena excursión para neutralizar la ingesta calórica. Rasgo característico de mi padre, cuya afición a la vida sana (deformación profesional, podríamos decir) quizá fuera de los motivos que le permitía llegar a los 75 años, con salud, ánimos y aspecto bastante meritorios. 

A los contendientes al primer encuentro se añadieron el hijo y el nieto de Fermín, esto es, Juan José y Antonio. Hubo algo, por fin,  de distensión en el ánimo meditabundo de Eduardo; Juan José y él (siendo el primero algo mayor) habían sido magníficos amigos  en su día. En esta buena disposición y en medio de una enmarañada barahúnda de voces, Juan José precisamente formuló una pregunta:

-Y díganos doctor, ¿cómo es que al final se ha decido a venir? Han sido muchos años sin contacto y me ha sorprendido un poco.

Marcelino Vergara se puso su clásica sonrisa diplomática y amable que era capaz de desarmar eficazmente cualquier gesto de desdén o amonestación.

-En realidad mi última conversación telefónica con tu padre fue hace un par de años. Y ya entonces planeamos volver aquí. Sin embargo la espontaneidad no es lo nuestra mejor virtud. En eso nos parecemos Fermín y yo, somos pragmáticos y planeadores. Convinimos en esperar a una… excusa. Y una boda parecía factible.

-Así es, intervino sonriente Fermín, los Calleja nos distinguimos por nuestros tempranos casamientos. Era cuestión de tiempo que Antoñito pasase por el aro.

-¿Hablasteis hace dos años y ya planeasteis esto? ¿A qué viene esta estrategia? ¿Otro tratamiento de los tuyos papá? Donde yo no pinto mucho.

Un pequeño pero significativo reproche surcó el rostro del doctor.

-¿Y qué más da que te lo dijera hace dos años o hace un mes? Dime hijo, ¿qué está habiendo de malo en el día de hoy? Tampoco te obligué a venir aquí.

Efectivamente, nadie le había obligado. Sin embargo la sapiencia de Marcelino Vergara en el manejo de la voluntad de las personas era digna de encomio. Sutilmente supo escorar a Eduardo hacia el lado planeado por él. Tal como en este instante Eduardo hubo de rectificar para no parecer hostil.

-No papá, hoy no tiene nada de malo. De hecho comentaba con Juanjo algunas correrías nuestras, de nuestra infancia. Además las reuniones como las de hoy, se escapan al reinado del terror de tus dietas hipocalóricas.

En ese momento, tras una breve proliferación de risas, Laura se añadió a la conversación.

-Yo me acuso de ser cómplice, Eduardo. Al menos de guardar silencio. Yo también me alegro de volver, uno no siempre elige los lugares importantes en su vida. Y éste llegó a ser muy importante. En muchos sentidos

Poco más se habló de temas de excesiva trascendencia en lo que quedó de comida, dejando lugar a una salteada crónica de lo ocurrido en los últimos treinta años. Tras la comida llegó el momento de inspeccionar la casa y distribuir las habitaciones, lo que además de resultar una labor logística fue un intenso ejercicio de introspección, particularmente para Eduardo. Las estancias presentes y las pretéritas y recordadas se fundían en una fantasmal superposición. 



En realidad la casa no había variado mucho. Era una casa rural, amplia, con paredes de blanco yeso y mobiliario sencillo.  El espíritu era, sin duda, acogedor. La construcción constaba de dos pisos y un desván, encontrándose los dormitorios en el segundo piso. El cicerone era Fermín.

-Bueno Eduardo, ésta es tu habitación. No es tu antiguo cuarto, ése está ahora de obras. Tenía una gotera de tamaño XXL.

La mirada de Eduardo se enturbió ligeramente; de inmediato se volvió hacia Fermín y hacia su padre con voz tremolante, casi temerosa.

-¿Ésta no era la habitación de la abuela?

Sí, pero ya te digo que tenemos tu antigua habitación de obras y la única habitación con cama de matrimonio es para tu padres.

-¿Dónde murió la abuela? Supongo que habréis cambiado el colchón por lo menos.

Se hizo necesaria la intervención del doctor.

-Ya está bien Eduardo, es una habitación no una morgue, y tampoco está bajo tierra. Colabora un poco y relájate. Vamos Eduardo, acomódate.

Esta última frase, en esencia imperativa, fue pronunciada en un tono de severa prudencia. No era tanto una orden enojada como una paternal reconvención.

-¿Estáis de coña? Os supongo al corriente de los problemas psíquicos y emocionales que me produjo la muerte de la abuela. Acepté venir aquí porque en el fondo soy un sentimental y también guardaba ciertos recuerdos agradables. Pero esto ya es pasarse.

-Mira Eduardo, no te enfades. A ver si puedo arreglar otro sitio.

El azoramiento de Fermín era del todo genuino. No obstante, al momento el doctor Vergara volvió a intervenir.

-No Fermín, no será necesario. Por favor, Eduardo entra conmigo.

Poniendo una mano en el hombro de su hijo entro en la habitación causante de la controversia. Eduardo,  a pesar de todo, obedeció. Al punto el doctor se sentó en la cama.

-Eduardo, ejercí más de cuarenta años como médico y no fueron pocos los pacientes que perdí. Muchos en Madrid y también algunos aquí en Valdearenas; gente conocida, amiga, aliada. En sus propias camas muchas veces. Yo no llevaba ningún remedio milagroso en mi maletín y las asistencias no estaban cerca. Eso le ocurrió a la abuela; cuando la trajeron a esta casa, la nuestra, ya estaba muy malherida y yo no pude hacer nada. Tú crees que hace tiempo dejó de afectarme, como si hubiera corrido un velo de olvido, pero no es así. No hay día que no sopese si pude haber hecho algo más. Un médico tiende a hacer eso; es muy probable que una parte del médico tienda a morir también. Así que imagínate, era mi madre. Sin embargo nuestra profesión provee de cierta filosofía, vemos tan de la mano la vida y la muerte que si no tuviéramos una entereza prácticamente infinitesimal enloqueceríamos. Si obramos de buena fe, nuestro mejor homenaje a los que dejamos atrás es salvar a los siguientes. Tú abuela te quería una enormidad, así que no creo que quisiera verte enfermo. Y creo que esto podría curarte…Y aquí estamos… Sé que te llevo ventaja, yo ya he visto muchas camas desiertas por el adiós de gente cercana. Pero… inténtalo. Vence a lo que temes.

Fermín asistió paciente y comprensivo al discurso del doctor mientras éste iba penetrando en Eduardo. Podemos suponer que así fue, sin embargo no se pudo deducir precisamente de la respuesta.

-En fin, perdonad por la escena. Si no os importa voy afuera, al campo, a pintarrajear un poco.

La tarde fue distribuyendo a cada cual según sus gustos o estado de ánimo, casi como un automatismo. El doctor Vergara, Fermín y sus dos hijos emplearon su tiempo en una pequeña excursión al monte cercano a Valdearenas; un monte sin excesos exuberantes pero lo suficientemente profundo y denso como para dar un hálito misterioso al corazón del bosque. Laura y Pilar, ambas de excelente ánimo, se quedaron en la entrada del pueblo poniéndose al día después de tantos años.

Por su parte, Eduardo, cumplió lo que había dicho y pertrechado de un cuaderno de dibujo y unos carboncillos se imbuyó de lleno en la tarea de dibujar. Tal actividad aumentaba considerablemente sus reservas de placidez y bienestar, no pocas veces socavadas por varios avatares laborales y personales. El dibujo era como una especie de hipnosis que nacía y moría en él, una autosugestión sanadora. Sus ojos, de común fríos y adustos, se henchían de intensidad, logrando ser más penetrantes que en sus mejores momentos como letrado. El paisaje que pintaba estaba a pocos minutos del pueblo y no era otro que un barranquillo (más o menos largo eso sí) desde cuya cima se podía divisar una notable porción de paisaje; un complejo tapiz a base de sembrados de forma cuadrangular, otros pueblecillos dispersos e hileras de árboles siguiendo la ribera del río. 

A pesar de su ensimismamiento los movimientos de Eduardo eran rápidos, transformando un abstracto aglutinamiento de trazos en un paisaje cada vez más tangible. Justo cuando una forma definitiva estaba a punto de salir de sus manos, Marcelino Vergara y Juan José Calleja se acercaron hasta él cuando estaban en el punto final de su excursión campestre.

-Y éste es mi hijo en su versión artística, todo papeles y carboncillos. ¿Podemos ver tu pequeña obra Eduardo? En esto sin duda tienes más talento que yo.
Eduardo salió de su somnolienta inmanencia.

-No sé si talento es la palabra, solo es un paisaje normal y corriente. Mis talentos están tan ocultos que en 43 años nadie ha tenido noticie de ellos, je. Mirad si queréis.

-Tu insolente molestia te precede. Humm. No está nada mal. Siempre dije que eras más ágil y certero que yo.

-Haz caso a tu padre, Eduardo. De dibujo no sé nada pero a mí me gusta. Incluso has  tenido inventiva y has añadido algo.

Eduardo frunció el ceño extrañado.

-¿Perdón? ¿Qué he añadido?

-Pues…  esa mujer.

Eduardo volvió los ojos hacia su propio dibujo y conturbado observó una figura femenina apenas esbozada. El doctor Vergara razonó rápida y coherentemente.

-¿Una mujer ha pasado por ese camino mientras pintabas?

-Que… que yo sepa no. Además es extraño, mira hacia aquí; como si se dirigiera a donde estoy. Me habría dado cuenta. No me extasío hasta ese punto.

Los tres hombres  quedaron en silencio durante un momento; lo único audible fue el viento que, además, soplaba con cierta fuerza.


-Hijo, como médico no suelo prodigar estos consejos, pero creo que te vendría bien una copa. Ven con nosotros al bar, si es tan decente como lo recuerdo estaremos bastante bien.

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