*Nota: cualquier parecido entre la toponimia que uso en este relato (inventada repentinamente) y la realidad es pura coincidencia.
El paraje, el lugar, no participaba de ninguna belleza,
no era digno de ser reproducido en ninguna postal y era refractario a cualquier
pintoresquismo. Sí tenía una especie de belleza primitiva apoyada en carreteras
al borde de lo practicable, la ausencia de comercios y servicios asumidos por
casi cualquiera y una eminente simplificación del modo de vida. Para cualquier
urbanita con pedigrí, el campo es meramente una ausencia de ciudad, y para un
urbanita estresado una terapia más o menos aceptable, eso sí, en pequeñas
dosis.
No era ninguno de estos casos el
de Eduardo Vergara, natural del pueblo y ausente de él desde una fecha tan
lejana que era casi imprecisa; allá en los años de juventud. Lo primero que
recordó al acercarse a su lugar de nacimiento era que aquel pueblecito era, en
buena medida un efecto óptico. Aposentado en una posición alta, apenas si
parecía una pequeña mancha blanca sobre un fondo ni en exceso verde y arbóreo,
ni en exceso yermo y terroso.
Sin embargo una vez en él, es como si sus
dimensiones se expandieran en todas las direcciones, habiendo recovecos y
prolongaciones allá por donde se anduviese. Un pueblo espejismo, se le ocurrió
a Eduardo mientras cotejaba sus antiguos recuerdos con la panorámica que se le
ofrecía con solo mirar, y comprobó que eran como una antigua pintura
craquelada. Vetustos pero sólidos.
La historia de la niñez y
juventud de Eduardo fue lo suficientemente errabunda como para no echar raíces
demasiado profundas en ningún sitio. Su padre fue médico durante muchos años,
sufriendo varios cambios en su demarcación, en su área de actuación. Fue en su
estancia en Valdearenas donde Eduardo Vergara nació hace ya 45 años. Su padre
se encargaba de atender a todos los pueblos de la comarca y, para eterna duda
de Eduardo, eligió Valdearenas para establecer su hogar y su centro de
operaciones (metafóricamente hablando). La duda le asaltó una vez más mientras
conducía camino del pueblo:
-Oye papá, repíteme una vez más
por qué te asentaste en Valdearenas. Hay pueblos mucho mejores en las cercanías.
-Humm ¿puedes definir tu concepto
de “mejores”?
-Cualquiera podría; más
población, más servicios, más ocio….
-Creo, hijo mío, que mis
respuestas nunca te satisfacen. Pero lo intentaré una vez más. Fue por
instinto. Me di una vuelta por los alrededores y vi algo en el paisaje. Al
contrario que muchos encontré belleza en este pueblo. Quizá fue mi ojo de
dibujante, tracé muchas veces sus contornos. Tú deberías entenderlo.
El padre, Marcelino Vergara, se
refería a la herencia en vida que había dejado a su hijo, su interés por el
dibujo. Amateur, al carboncillo. La profesión de Eduardo era muy distinta
(abogado) pero esta afición servía de cordón umbilical entre padre e hijo.
-Supongo que soy un poco menos
artista que tú papá. Lo mío es el apego a las cosas materiales. Soy abogado
¿no? (el gesto irónico, torcido)
-Tu padre tiene algo de razón. En
Valdearenas fuimos muy felices hasta....
-Ya, mamá. Hasta. –Añadió Eduardo
velozmente.
Cuando Eduardo era un adolescente
su padre progresó en su carrera y consiguió abrir una consulta en Madrid y
prosperar. No solamente fue un golpe de suerte, el Dr. Vergara (como dirían en
Gilda) hizo su propia suerte y movió algunos hilos; de repente la estancia en
Valdearenas se volvió inesperadamente amarga. La madre del doctor murió en un
accidente al caer en un pozo poco visible y peor señalizado. A pesar de todo
ellos la familia Vergara guarda un agradable recuerdo de su estancia de su
estancia en Valdearenas. Excepto Eduardo. De hecho, el nefasto acontecimiento
hirió lo suficiente la psique del entonces casi niño e incipiente adolescente.
El resultado fue (y todavía es) un miedo fóbico a los lugares subterráneos. Una
sola vuelta en metro era motivo de calvario y sufrimientos lacerantes.
El motivo del regreso era relativamente
prosaico pero su significación era profunda. El nieto de uno de los mejores
amigos del Dr. Vergara en sus años en Valdearenas se casaba, y de manera (para
qué negarlo) algo sorprendente recibió invitación tanto para él como para toda
su familia. Después de abandonar el pueblo, el contacto se fue difuminando
hasta quedar diluido en cualquier trastero de la memoria.
La idea de aceptar la
invitación, aparte de con sorpresa, fue acompañada de una profunda reflexión.
El Dr. Vergara decidió dar un enfoque terapéutico y pasar la boda a un segundo
plano. Acudiría, por supuesto, pero la idea era que Eduardo afrontara la raíz
de sus miedos, la fuente misma de sus demonios internos. El consejo familiar de
los Vergara, no exento de polémica,
acordó realizar el viaje con una enérgica salvedad por la oposición de
Eduardo. El reencuentro con viejos amigos también fue, sin duda, un acicate.
Incluso las cosas se habían arreglado para la estancia durante una semana
entera (unos días antes de la boda).
-Tengo algo en contra del
hospedaje.
-¿La antigua casa donde vivíamos?
-Justo. Me parece que te excedes
en tu papel de terapeuta. Me parece incluso macabro. Me sentiré más un paciente
que un invitado.
-Hijo, tienes siempre la palabra
justa para ver el lado siniestro de las cosas. Piensa que es un ambiente
familiar. Me parece el sitio ideal
-Lo que digas, tampoco entraré
mucho. Siguiendo tu vena artística iré a pintarrajear algo por ahí.
Llegaron a Valdearenas en torno a
mediodía; la entrada, con el cartel con el nombre del pueblo, provocó un ligero
escalofrío en la espalda y en el ánimo
de Eduardo. Para sorpresa de todos fue capaz de conducir hasta su antigua casa
de una manera automática, como si estuviese en su propio barrio. La familia
Vergara se apresuró a llamar a la puerta antes de iniciar cualquier preparativo
de equipaje.
-¿Marcelino? No puedo creerlo.
¡Más de treinta años después! Qué menos que un abrazo ¿no?
El anfitrión, y dueño de la casa
y además arrendador de la misma a mi padre en su época de médico, parecía
conocer solamente una forma risueña y bonachona de conducirse por la vida. Su
inextinguible sonrisa era una de sus señas de identidad. Su nombre era Fermín
Calleja. Era de la edad de mi padre pero de complexión gruesa. La incipiente
alopecia con la que lo recordaban los Vergara se había visto confirmada
plenamente. Su abrazo fue decidido y vigoroso. Acto seguido pasó revista a los
viejos conocidos y visitantes.
-¡Por Dios, Laura! ¡Tan esbelta y
bella como siempre! ¿Me permite su mano, madame?
Acto seguido, casi a la usanza
decimonónica, cogió delicadamente la mano de mi madre, Laura Rebolledo, y
depositó en ella un beso. La bonhomía de Fermín le absolvía de cualquier atisbo
de descaro o excesiva confianza. Así lo recordaban todos. Necesariamente era yo
el siguiente en el escrutinio.
-¡Y esto sí que es un cambio!¡El
pequeño Eduardo ya con canas! Yo te en vi en pañales y pantalón corto, chaval.
Para tener más de setenta años,
su apretón de manos fue de una fuerza lo suficientemente notable como para que
los dedos me quedasen ligeramente doloridos; su fuerza directamente es proporcional
a su afecto.
-¡Pilar!¡Sal aquí! ¡Han llegado
el doctor y todos los Vergara!
Al punto, acudió Pilar Gómez (la
mujer de Fermín) , quinta de su marido y de mi padres pero más envejecida.
Según supimos, problemas de artrosis galopante. Los próximos instantes, y
durante un buen rato, todo fueron parabienes, salutaciones y elogios entre sí
al aspecto tan, más o menos, bien conservado al cabo de los años. Mucha
efusividad por parte de todos, si bien Eduardo mantenía un recelo al lugar algo
desagradable. El resto de familia, hijos y nietos de Fermín y Pilar, no estaban
en ese momento. Posiblemente se pasaran para comer.
Hecho éste que ocurrió a no mucho
tardar, la hora así lo requería, y más o menos a las tres, una numerosa
concurrencia se reunió a la mesa. La dieta no era precisamente la que hubiera
prescrito el doctor Vergara a cualquiera de sus pacientes; no faltaban
chorizos, chuletas y cualquier espécimen de embutido conocido. El doctor,
condescendiente, dio el visto bueno si bien aconsejó una buena excursión para
neutralizar la ingesta calórica. Rasgo característico de mi padre, cuya afición
a la vida sana (deformación profesional, podríamos decir) quizá fuera de los
motivos que le permitía llegar a los 75 años, con salud, ánimos y aspecto
bastante meritorios.
A los contendientes al primer encuentro se añadieron el
hijo y el nieto de Fermín, esto es, Juan José y Antonio. Hubo algo, por
fin, de distensión en el ánimo meditabundo
de Eduardo; Juan José y él (siendo el primero algo mayor) habían sido
magníficos amigos en su día. En esta
buena disposición y en medio de una enmarañada barahúnda de voces, Juan José
precisamente formuló una pregunta:
-Y díganos doctor, ¿cómo es que al
final se ha decido a venir? Han sido muchos años sin contacto y me ha
sorprendido un poco.
Marcelino Vergara se puso su
clásica sonrisa diplomática y amable que era capaz de desarmar eficazmente
cualquier gesto de desdén o amonestación.
-En realidad mi última
conversación telefónica con tu padre fue hace un par de años. Y ya entonces
planeamos volver aquí. Sin embargo la espontaneidad no es lo nuestra mejor
virtud. En eso nos parecemos Fermín y yo, somos pragmáticos y planeadores.
Convinimos en esperar a una… excusa. Y una boda parecía factible.
-Así es, intervino sonriente
Fermín, los Calleja nos distinguimos por nuestros tempranos casamientos. Era
cuestión de tiempo que Antoñito pasase por el aro.
-¿Hablasteis hace dos años y ya
planeasteis esto? ¿A qué viene esta estrategia? ¿Otro tratamiento de los tuyos
papá? Donde yo no pinto mucho.
Un pequeño pero significativo
reproche surcó el rostro del doctor.
-¿Y qué más da que te lo dijera
hace dos años o hace un mes? Dime hijo, ¿qué está habiendo de malo en el día de
hoy? Tampoco te obligué a venir aquí.
Efectivamente, nadie le había
obligado. Sin embargo la sapiencia de Marcelino Vergara en el manejo de la voluntad
de las personas era digna de encomio. Sutilmente supo escorar a Eduardo hacia
el lado planeado por él. Tal como en este instante Eduardo hubo de rectificar
para no parecer hostil.
-No papá, hoy no tiene nada de
malo. De hecho comentaba con Juanjo algunas correrías nuestras, de nuestra
infancia. Además las reuniones como las de hoy, se escapan al reinado del
terror de tus dietas hipocalóricas.
En ese momento, tras una breve
proliferación de risas, Laura se añadió a la conversación.
-Yo me acuso de ser cómplice,
Eduardo. Al menos de guardar silencio. Yo también me alegro de volver, uno no
siempre elige los lugares importantes en su vida. Y éste llegó a ser muy
importante. En muchos sentidos
Poco más se habló de temas de
excesiva trascendencia en lo que quedó de comida, dejando lugar a una salteada
crónica de lo ocurrido en los últimos treinta años. Tras la comida llegó el
momento de inspeccionar la casa y distribuir las habitaciones, lo que además de
resultar una labor logística fue un intenso ejercicio de introspección,
particularmente para Eduardo. Las estancias presentes y las pretéritas y
recordadas se fundían en una fantasmal superposición.
En realidad la casa no
había variado mucho. Era una casa rural, amplia, con paredes de blanco yeso y
mobiliario sencillo. El espíritu era,
sin duda, acogedor. La construcción constaba de dos pisos y un desván, encontrándose
los dormitorios en el segundo piso. El cicerone era Fermín.
-Bueno Eduardo, ésta es tu
habitación. No es tu antiguo cuarto, ése está ahora de obras. Tenía una gotera
de tamaño XXL.
La mirada de Eduardo se enturbió
ligeramente; de inmediato se volvió hacia Fermín y hacia su padre con voz
tremolante, casi temerosa.
-¿Ésta no era la habitación de la
abuela?
Sí, pero ya te digo que tenemos
tu antigua habitación de obras y la única habitación con cama de matrimonio es
para tu padres.
-¿Dónde murió la abuela? Supongo
que habréis cambiado el colchón por lo menos.
Se hizo necesaria la intervención
del doctor.
-Ya está bien Eduardo, es una
habitación no una morgue, y tampoco está bajo tierra. Colabora un poco y
relájate. Vamos Eduardo, acomódate.
Esta última frase, en esencia
imperativa, fue pronunciada en un tono de severa prudencia. No era tanto una
orden enojada como una paternal reconvención.
-¿Estáis de coña? Os supongo al
corriente de los problemas psíquicos y emocionales que me produjo la muerte de
la abuela. Acepté venir aquí porque en el fondo soy un sentimental y también
guardaba ciertos recuerdos agradables. Pero esto ya es pasarse.
-Mira Eduardo, no te enfades. A
ver si puedo arreglar otro sitio.
El azoramiento de Fermín era del
todo genuino. No obstante, al momento el doctor Vergara volvió a intervenir.
-No Fermín, no será necesario.
Por favor, Eduardo entra conmigo.
Poniendo una mano en el hombro de
su hijo entro en la habitación causante de la controversia. Eduardo, a pesar de todo, obedeció. Al punto el doctor
se sentó en la cama.
-Eduardo, ejercí más de cuarenta
años como médico y no fueron pocos los pacientes que perdí. Muchos en Madrid y
también algunos aquí en Valdearenas; gente conocida, amiga, aliada. En sus
propias camas muchas veces. Yo no llevaba ningún remedio milagroso en mi
maletín y las asistencias no estaban cerca. Eso le ocurrió a la abuela; cuando
la trajeron a esta casa, la nuestra, ya estaba muy malherida y yo no pude hacer
nada. Tú crees que hace tiempo dejó de afectarme, como si hubiera corrido un
velo de olvido, pero no es así. No hay día que no sopese si pude haber hecho
algo más. Un médico tiende a hacer eso; es muy probable que una parte del
médico tienda a morir también. Así que imagínate, era mi madre. Sin embargo
nuestra profesión provee de cierta filosofía, vemos tan de la mano la vida y la
muerte que si no tuviéramos una entereza prácticamente infinitesimal
enloqueceríamos. Si obramos de buena fe, nuestro mejor homenaje a los que dejamos
atrás es salvar a los siguientes. Tú abuela te quería una enormidad, así que no
creo que quisiera verte enfermo. Y creo que esto podría curarte…Y aquí estamos…
Sé que te llevo ventaja, yo ya he visto muchas camas desiertas por el adiós de
gente cercana. Pero… inténtalo. Vence a lo que temes.
Fermín asistió paciente y
comprensivo al discurso del doctor mientras éste iba penetrando en Eduardo.
Podemos suponer que así fue, sin embargo no se pudo deducir precisamente de la
respuesta.
-En fin, perdonad por la escena.
Si no os importa voy afuera, al campo, a pintarrajear un poco.
La tarde fue distribuyendo a cada
cual según sus gustos o estado de ánimo, casi como un automatismo. El doctor
Vergara, Fermín y sus dos hijos emplearon su tiempo en una pequeña excursión al
monte cercano a Valdearenas; un monte sin excesos exuberantes pero lo
suficientemente profundo y denso como para dar un hálito misterioso al corazón
del bosque. Laura y Pilar, ambas de excelente ánimo, se quedaron en la entrada
del pueblo poniéndose al día después de tantos años.
Por su parte, Eduardo, cumplió lo
que había dicho y pertrechado de un cuaderno de dibujo y unos carboncillos se
imbuyó de lleno en la tarea de dibujar. Tal actividad aumentaba
considerablemente sus reservas de placidez y bienestar, no pocas veces
socavadas por varios avatares laborales y personales. El dibujo era como una
especie de hipnosis que nacía y moría en él, una autosugestión sanadora. Sus
ojos, de común fríos y adustos, se henchían de intensidad, logrando ser más penetrantes
que en sus mejores momentos como letrado. El paisaje que pintaba estaba a pocos
minutos del pueblo y no era otro que un barranquillo (más o menos largo eso sí)
desde cuya cima se podía divisar una notable porción de paisaje; un complejo
tapiz a base de sembrados de forma cuadrangular, otros pueblecillos dispersos e
hileras de árboles siguiendo la ribera del río.
A pesar de su ensimismamiento
los movimientos de Eduardo eran rápidos, transformando un abstracto
aglutinamiento de trazos en un paisaje cada vez más tangible. Justo cuando una
forma definitiva estaba a punto de salir de sus manos, Marcelino Vergara y Juan
José Calleja se acercaron hasta él cuando estaban en el punto final de su
excursión campestre.
-Y éste es mi hijo en su versión
artística, todo papeles y carboncillos. ¿Podemos ver tu pequeña obra Eduardo?
En esto sin duda tienes más talento que yo.
Eduardo salió de su somnolienta
inmanencia.
-No sé si talento es la palabra,
solo es un paisaje normal y corriente. Mis talentos están tan ocultos que en 43
años nadie ha tenido noticie de ellos, je. Mirad si queréis.
-Tu insolente molestia te
precede. Humm. No está nada mal. Siempre dije que eras más ágil y certero que
yo.
-Haz caso a tu padre, Eduardo. De
dibujo no sé nada pero a mí me gusta. Incluso has tenido inventiva y has añadido algo.
Eduardo frunció el ceño
extrañado.
-¿Perdón? ¿Qué he añadido?
-Pues… esa mujer.
Eduardo volvió los ojos hacia su
propio dibujo y conturbado observó una figura femenina apenas esbozada. El
doctor Vergara razonó rápida y coherentemente.
-¿Una mujer ha pasado por ese
camino mientras pintabas?
-Que… que yo sepa no. Además es
extraño, mira hacia aquí; como si se dirigiera a donde estoy. Me habría dado
cuenta. No me extasío hasta ese punto.
Los tres hombres quedaron en silencio durante un momento; lo
único audible fue el viento que, además, soplaba con cierta fuerza.
-Hijo, como médico no suelo
prodigar estos consejos, pero creo que te vendría bien una copa. Ven con
nosotros al bar, si es tan decente como lo recuerdo estaremos bastante bien.
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