miércoles, 17 de enero de 2018

Al Compás

Antonio, en su calidad de artista, siempre vio con buenos ojos vivir en lugar apartado, propicio para crear y centrarse concienzudamente en su trabajo. Finalmente, aunque con el inconveniente de un cuantioso desembolso y una laboriosa búsqueda, consiguió encontrar una casa que podía colmar sus deseos profesionales y logísticos. El término “apartada” era realmente preciso, pues no había edificaciones habitadas en un buen trecho a la redonda. 

La casa estaba situada en la sierra pero parecía que había sido trasplantada desde Inglaterra, tal era el riguroso aspecto victoriano que tenía, elegante y ominoso al mismo tiempo. Hecho éste que no suponía ningún problema habida cuenta de que sus gustos no rehuían lo brumoso o lo agreste. Su novia, Ana, no tan entusiasta de estos ambientes, encaró con deportividad y humor la mudanza.

-¿Estás seguro de que aquí no fue asesinada ninguna familia o se practicaba la brujería?

-De momento lo más terrorífico es la hipoteca. Pero da algo de tiempo, hasta cuando sea luna llena o algo así.

La ocupación de Antonio consistía en componer música, ya para anuncios, para cortos o incluso largometrajes de bajo presupuesto. Bien es cierto que no pasaba estrecheces, pero tampoco obtenía unos réditos enormes; sin embargo compensaba la ausencia de emolumentos más sustanciosos con una dedicación romántica e idealista, quizá (es el signo de los tiempos) algo trasnochada. Sin embargo lo que de verdad sostenía gran parte de su economía doméstica era el nada despreciable sueldo de Ana, cuya exitosa carrera en una farmacéutica arrojaba unas jugosas rentas. 

No es que Antonio pensara que Ana era un especie de mecenas, desde que vivían juntos (tres años ya) siempre había aportado suficientemente dentro de sus posibilidades, pero en rachas de escaso trabajo la sólida posición de Ana era una benéfica red que prevenía los saltos realmente mortales.
A los pocos días de su instalación definitiva y recordando ya la mudanza como un engorro ineludible, se dedicaron a explorar los recovecos de su recién adquirido hogar, en parte por un meticuloso afán explorador (era una casa grande; dos pisos y gran amplitud), en parte para adquirir la inspiración necesaria para una decoración que maquillara el aspecto de novela gótica que tenía el caserón.

Antonio, arquetípicamente, en un pasillo entre la cocina y el salón se topó con una puerta cuyo interior todavía no había sido hollado y que dado el aspecto de algunas estancias, podía tener algo así como su propia “terra incógnita”. Un pequeño forcejeo con el pomo permitió vislumbrar algo el interior de lo que parecía ser un sótano que, como no podía ser de otra forma, parecía mostrarse lóbrego y amenazador. En fin, al menos había un interruptor y no hizo falta recurrir a una linterna o –mejor aún- a una palmatoria para poder bajar a echar vistazo a lo que pudiera haber; las similitudes con las películas de terror habían acabado pronto. 

De hecho estaba bastante bien iluminado, prácticamente vacío y era muy diáfano. Lo único que podía merecer llamar la atención fue una estantería repleta de lo que parecían ser varios fascículos o dossiers encuadernados, en tal cantidad que parecían constreñidos, casi prisioneros del mueble que los contenía. Parecían ser decenas de volúmenes absolutamente homogéneos en su aspecto y tamaño, siendo todos de color blanco, y no muy grandes. Antonio ojeó algunos sueltos y aunque la jerga se le hacía incomprensible, pudo deducir que el tema predominante en todos los volúmenes tenía que ver con la psiquiatría; el lenguaje y la temática así parecían confirmarlo y en la portada de todos los volúmenes había una etiqueta a modo de identificación muy similar. “Dr. Alejandro Borrás. Dpto. ciencias de la conducta. Estudio área de control”.  

Con buen tino, Antonio, pensó que debían de pertenecer al anterior inquilino de la casa, que según referencias de la inmobiliaria había puesto la casa a la venta precipitadamente y había, como quien dice, desparecido del mapa. Y efectivamente era psiquiatra.

Como la psiquiatría no se encuentran ni entre las aficiones, ni entre los temas de interés de Antonio, finalmente está a punto de optar por dejar cualquier inspección de los volúmenes; sin embargo de uno de ellos cae inopinadamente un objeto tremendamente familiar para Antonio: una partitura. En una acción casi puramente refleja y guiada por su instinto de músico, la recoge y la examina con fruición. Su cara primero se llena de curiosidad, a posteriori de perplejidad.

-Es una partitura extrañísima, contiene música que no tiene ni pies ni cabeza. Son casi todo notas aleatorias. En sentido estricto creo que no es ni música, es un caos; una pura cacofonía.

-Igual estaba estudiando el efecto de la música de vanguardia sobre los desdichados oyentes.

-Ya, tú ríete; pero instintivamente tiene algo de… fascinante. El volumen donde estaba es el más abstruso de todos; está todo lleno de correcciones a mano, hojas sueltas y divagaciones extrañísimas. He leído un poco en diagonal pero creo habla de música y sus efectos desde el punto de vista psiquiátrico. Algo de química cerebral, subconsciente o no sé qué. Muy árido todo.

-Lo que yo te decía –la risa de Ana había pasado del ligero sarcasmo a la manifiesta sorna-

-Tengo una idea.



Entre los enseres de la casa había un detalle que a Antonio se le figuró como una señal para lanzarse a comprarla. Había un piano, vetusto pero en condiciones aceptables. Para un músico una casa así era, precio a parte, casi edénica; dispuesta a ser habitada por el inquilino perfecto, por supuesto, el propio Antonio. La idea de Antonio fue llevada a cabo de formas casi inmediata, precipitadamente; casi a impulsos. Puso la partitura frente a él, descubrió el teclado del piano y se aprestó a tocar la extraña melodía, movido por una curiosidad inusualmente intensa. 

Una curiosidad propia del entusiasmo de quien se dispone a desentrañar un hermético misterio o a adentrarse en una rareza fascinante.  Tras poner las manos en posición comenzó a interpretar la extravagante pieza, lo que dio paso a usa sensación particularmente extraña; tenía nervios en las manos. Las manos pasaron a ser lo único que parecía estar dotado de movimiento, toda vez que todo cuanto lo rodeaba se había convertido en una imagen fija, una instantánea en la que él interactuaba haciendo brotar sonidos del piano. 

Antonio era ahora una especie de autómata sin capacidad consciente ni para gobernar ni sus actos, ni sus pensamientos. Simplemente tocaba música impelido por un imperativo tiránico y desconocido que no admitía réplica. Los extraños y caóticos acordes acogotaban y herían la cabeza de Antonio como si se tratara de un taladro; mientras tanto volvió a ver la imagen fija que le rodeaba suspendida en el tiempo, sobre todo la figura –en extraño escorzo, de Ana, cuyo rostro era una mueca esculpida entre el miedo y la reprobación. Tras eso sobrevino una gran oscuridad. Y después la nada.

El manager de Antonio encontró los cuerpos embadurnados en sangre al día siguiente, cuando se disponía a visitar a su representado. Ambos presentaban heridas por arma blanca provocadas por un cuchillo de cocina que Antonio asía cuando lo encontraron. La investigación de la policía no arrojó excesiva luz en sus primeras diligencias, salvo que Antonio había asesinado a Ana y luego se había suicidado él mismo. Una de las pruebas más herméticas e interesantes era una especie de cuadernillo blanco que estaba identificado de esta forma: “Dr. Alejandro Borrás. Dpto. ciencias de la conducta. Estudio área de control. Informe para la operación Kircher”. Al inspector al cargo le llamo poderosamente la atención un párrafo perteneciente a lo que parecía ser el registro de conclusiones de un psiquiatra, paradójicamente, chiflado:

“Mis trabajos con el Dr. Osdark están adquiriendo un tinte terrorífico y derivando en algo poderosamente maligno. Cuando comenzamos el estudio de control mental, encomendado por el Servicio, jamás pensé que se pudiera encontrar un detonante tan bello, elemental y –en última instancia- fatídico. Osdark parecía estar convencido de la existencia de un conocimiento esotérico que vinculaba la música de cierto tipo al control de la mente. Si bien él usó el término “alma”. 

Sus bases eran tan legendarias como evanescentes: las sirenas homéricas, la música de ciertos ritos vudú, o incluso los sucesos acaecidos en Hamelin  (Baja Sajonia) a finales del siglo XIII y recogidos en forma de leyenda por los hermanos Grimm. Mi colega había recorrido durante años el mundo consultando antiquísimos tratados de musicología y visitando a todo tipo músicos excéntricos. Sin embargo lo más extremo fue la ardorosa búsqueda de infinitas permutaciones de secuencias de acordes hasta encontrar uno que diese acceso a la mente del ser humano. 

Por la naturaleza de mis investigaciones, el Servicio se puso en contacto conmigo (mi tesis doctoral tocaba abiertamente el MK Ultra y el efecto de la hipnosis) y al entrar en su organización pude ver como un sujeto del grupo experimental era sumido en un estado de sugestión hipnótica, dócil ante cualquier orden, haciéndole escuchar algo mediante unos cascos. Yo verifiqué su estado y estudié todo tipo de efectos y consecuencia en la psique del individuo. Salvo una intensa ansiedad al despertar –mediante otra combinación de acordes-  y duradera durante los dos o tres días siguientes, no había ningún efecto grave. El sujeto no recordaba nada. 

Como todo descubrimiento, es susceptible de ser usado en su vertiente más perversa y grotesca, dando lugar al horror. Las subsiguientes fases del experimente fueron asumidas por otros asesores, pero por casualidad pude dar con las anotaciones que Osdark efectuó. Es terrible imaginar actos de extrema violencia efectuados por gente, per se, inofensiva, pero convertida en sicario tras escuchar la fatal sucesión de notas. 

Según he podido saber el siguiente paso consiste en generar automatismos; la logística de la recepción de la música por parte de los oyentes escogidos es relativamente difícil pero la de transmitir la orden lo es mucho más. Osdark, fanático de furor incontenible, está empleando toda su trastornada lucidez en buscar una combinación de notas que incluya sugestión y una inminente orden. 

Cosa que ha conseguido… a medias. En base a las anotaciones de sus últimas sesiones, ha conseguido una “melodía” que de un primer aguijonazo predispone hipnóticamente al sujeto y en una inmediata oleada posterior inocula el imperativamente la orden: “mata tolo lo que esté alrededor”. Sin embargo, lo más terrorífico, es que esa música demoníaca ha surtido un excesivo efecto pues también acaba matándose a sí mismo el oyente. Estoy completamente horrorizado, he secuestrado la partitura y algunos ejemplares con anotaciones sobre el experimento. 

Por Dios, los límites de mis escrúpulos o de mi ceguera han sido rebasados hace mucho. Tengo que hacer algo, esta intentona de control mental puede ser usada por el Servicio para asesinar impunemente y traspasar la culpa a lo que pudiera parecer un lunático, pero es en realidad  una marioneta. Ni siquiera se altera la morfología cerebral, todo este proceso no deja huella. Temo que me hayan vigilado, sus ramificaciones y capacidad de vigilancia son muy altas. De momento me refugiaré en la casa me proporcionó el Servicio…”

-Inspector, parece ser que el anterior inquilino abandonó la casa de golpe. También que la casa pertenecía realmente a una especie de empresa o corporación. Estamos indagando más datos. ¿Encontró algo en esos volúmenes?

La piel del inspector se tornó cerúlea inmediatamente, víctima de un miedo inoculado, expandido por la lectura de aquellas funestas páginas. En el móvil del agente comenzó a sonar un tono de llamada en forma de canción.

-Por favor –balbució el inspector, apague eso inmediatamente.


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