Cariñoso homenaje a Casablanca al cumplirse 75 años de su estreno
Diciembre de 1992
Saúl se movía por aquel pequeño
cine con un aire de orgullosa suficiencia, al modo de un celoso sacerdote que
se sabe dueño de un templo. Y quién iba a rebatir esa metáfora, a sus ojos esa
pequeña sala no envidiaba sacralidad alguna a la más suntuosa catedral gótica.
Ser dueño de un cine, solía decir, equivale a ser receptor de uno de los más
grandes privilegios a que cualquiera puede aspirar, aunque diera pérdidas; que
las daba. Mucho tiempo, dinero y denuedo hubo de emplear Saúl en comprar,
reformar y readaptar un antiguo espacio abandonado en un cine pequeño, pero
coqueto, confortable. Además allí era el rey, el monarca absoluto, pero
bienintencionado, que elegía las películas a proyectar; que por otra parte no
eran de estreno. Saúl a veces se veía sí mismo como un médium que pone en contacto
los espíritus del celuloide antiguo con la gente de hoy en día. A fin de
cuenta, ir a ver una película tiene algo de ritual. Es silencio, recogimiento
y, en muchas casos, adoración.
Cuando acababa el año 1992 Saúl
supuso que para el “Manderley” (así se llamaba el cine, “Rebeca” era una de sus
películas favoritas) sería una ocasión ciertamente especial. Había conseguido
hacerse con una copia en bastante buen estado de “Casablanca” y se estaban,
aquel año, celebrando los cincuenta años de su realización. Era casi un
imperativo moral proyectarla, llevar a quien quisiera a sentir el ritual, el
oficio casi religioso de ver “Casabanca” en una pantalla cine.
El día en que había de
proyectarse “Casablanca” Saúl anidaba una ilusión casi luminosa, semejante al
amanecer infantil de una mañana de cumpleaños o la de las cercanas navidades.
Como buen animal de costumbres cumplió con todas los pequeños rituales de los
días de proyección, incluyendo la inveterada tradición personal de sentarse
durante la película en la última fila del patio de butacas para acechar las
reacciones del público; de entusiasmo, risa, inquietud y (hay gente para todo)
aburrimiento. Normalmente el aforo, que no era particularmente grande, nunca
llegaba a cubrirse del todo y muchas caras se repetían. De hecho se había
formada una especie de club, fraternidad o círculo cinéfilo de los más
habituales, que alargaba la velada en una cafetería cercana, debatiendo,
alabando o despotricando contra la película programada. No pocas horas de
sabiduría informal y castiza compartió Saúl con aquellos parroquianos, afines
como él al brillo antiguo y a veces olvidado de las películas clásicas. En su
ensimismamiento se veían, quizá con razón, como Los Últimos de Filipinas del
celuloide.
Sin embargo el día de “Casablanca”
apenas casi si quedaba un hueco libre en el patio de butacas; “afortunadamente
a mucha aún le gente le sigue quedando París” pensó con deleite interior Saúl.
Como un predicar satisfecho de su grey fue escudriñando, desde su habitual
última fila, las reacciones a su alrededor. Nadie parecía abstraído, tibio o
indiferente; una oleada de silencio anunciaba la fascinación de aquellas
personas por aquella ya lejana historia de exiliados de la guerra, de sí mismos
y de sus fantasmas. La hipnosis colectiva fue particularmente profunda donde casi
siempre suele: el canto germánico del Mayor Strasser y sus acólitos nazis ahogado
por la volcánica energía del resto del Café de Rick entonando La Marsellesa, la
icónica despedida en el aeropuerto con la renuncia al amor y el establecimiento
de una bella amistad, y por supuesto unos cuantos momentos más. Incluso
cincuenta años después de su estreno hubo algún vítor al llegar al fundido a
negro del celuloide, y palabras entusiastas mientras el público iba abandonando
la sala. “No todo está perdido”, fue el alentador pensamiento de Saúl.
Después de la proyección siempre
hay que hacer diligencias para limpiar, recoger, cerrar e irse a casa y Saúl no
se escamoteaba a tales cometidos; podía ser el dueño de aquello, pero con una
especie de obstinación proletaria acompañaba y ayudaba a los pocos empleados en
sus tareas. De hecho, fue Saúl el que
aquella noche decidió limpiar y echar un último vistazo a la sala de
proyección, acaso para empaparse del buen sabor de boca que todavía campaba por
allí. Con sorpresa vio a un anciano, fácilmente podría rebasar los setenta, todavía sentado en su butaca, inmóvil, pero
como atento a imágenes que ya desfilaron hace rato.
-Disculpe señor, tiene que
abandonar la sala. Vamos cerrar.
El anciano, algo confuso, miró a
Saúl con extrañeza pero sin perder un semblante cálidamente apacible.
-Oh, perdone. Siempre me pasa lo
mismo cada vez que veo Casablanca y puedo jurarle que debo haber visto todas
las proyecciones que ha habido en Madrid.
Un tanto intranquilo Saúl trató,
no obstante, de seguir siendo obsequioso con él.
-Pero ¿se encuentra bien? ¿Vive
por aquí cerca? Quizá pueda ayudarle o llamar a un taxi.
-No, por Dios. Me encuentro muy
bien, siempre que veo Casablanca me animo mucho. ¿Sabe que yo fui a su estreno
en Madrid en 1946? Aquí llegó más tarde, eran… -en este momento paró como para
reflexionar- otros tiempos. Duros, oscuros. Con Gilda pasó algo parecido y sin
embargo en ambos casos la expectación acabó siendo enorme ¿sabe?
Saúl no era de los que rehusaban
una conversación cinéfila, sobre todo si ésta bebe de fuentes originales; aquel
hombre podría ser su padre pero parecía tener mucha mili en la mochila en
materia de cine. Sin más consideraciones, ni deliberaciones internas decidió
posponer brevemente los preparativos para el cierre de la sala.
-Sí, eso tengo entendido. ¿Qué
recuerda sobre el estreno de Casablanca?
Aquel hombre adoptó una mueca
inexpresiva pero concentrada, parecía querer conjurar a unos viejos recuerdos
apiñados, ya hace mucho, en algún trastero de su subconsciente.
-Pues no recuerdo mucho ya, han
sido muchas películas y muchos tacos de calendario. Pero hay cosas que nunca
olvidaré. Por ejemplo, yo iba muy elegante; echando el resto. Llevaba traje,
abrigo y sombrero. Muy emperifollado, pero por un buen motivo. Tenía una cita
con una chica, Blanca. Era un intento de impresionarla supongo.
Ahora la cara del anciano
mostraba una especie de jubilosa melancolía, como si todas estas evocaciones le
complacieran y le entristecieran a un tiempo. Saúl iba a abrir la boca cuando
su contertulio continuo hablando casi de forma automática, sin dar opción a
intervenir.
-¿Sabe cuándo me empezó a
cautivar Casablanca? Fue por una pequeña identificación. Verá, conocemos a Rick
justamente en el momento en que está jugando al ajedrez consigo mismo, ensimismado entre los cliente de su café.
Solo. Serio. Yo por aquel entonces hacía lo mismo, me encantaba el ajedrez pero
casi no podía jugar con nadie. Ninguno de mis amigos sabía y mi padre, que fue
quien me enseñó, no tenía mucho tiempo. Usted no sé acordará pero por aquellos
años era muy popular Arturito Pomar, un niño prodigio del ajedrez que ya ponía
en serios apuros desde mozalbete a grandes maestros internacionales. Yo quería
ser como él. Y además me sentía a veces solo, como Rick. Pero por lo menos
aquella tarde no lo estaba, estaba Blanca conmigo.
Mientras seguía perorando de esta
manera, Saúl tuvo la tentación de interrumpirle y no alargar demasiado aquel
encuentro. No obstante, había algo magnético dentro de aquel relato, como si
aquellos viejos recuerdos fueran el argumento de una película dentro de otra
película. Aprovechando un parón del anciano para coger algo de resuello, Saúl
intervino yendo hacia terrenos más concretos.
-¿Y qué sintió durante la
película? ¿Tenía la sensación de que estaba ante algo histórico?
-Pues no sé qué decirle. Me gustó
mucho, claro; ya se lo he dicho. Pero supongo que el término obra maestra lo
atribuye el tiempo. Sin embargo le diré que Rick me cayó simpático desde el
principio, era un témpano pero con corazón; un alma tierna rodeada de una
coraza. Cínico y romántico a la vez. Supongo que yo creía verme de la misma
manera –en este punto el anciano sonrió-, pero el caso es que yo me llevé a la
chica. Blanca tiempo después sería mi esposa.
-Lo celebro –la sonrisa de Saúl
parecía, y era, abiertamente franca.
-Supongo que lo más común es que
la gente, las parejas, tengan su canción. Pues bueno, Blanca y yo teníamos
nuestra película. Y todas las veces que Casablanca caía en algún cine de
reestreno, allá que íbamos ella y yo. Y le aseguro que era tan o más especial
que cualquier aniversario. Pero hoy…
En este punto Saúl se sintió
intensamente azorado, parecía que el relato de aquel anciano llegaba a su
sector melancólico; la cara del hombre se tornó desorientada, meditabunda. Era
evidente que su mujer no estaba allí, y aunque Saúl no sabía la causa,
presentía que no sería nada agradable. Solo podía vacilar.
-Su mujer…
-¿Mi mujer? Es extraño, debería
estar aquí. ¿Cómo íbamos a perdernos Casablanca? Juraría que he venido con ella
de casa, pero no está. ¿Por qué no está conmigo?
Ahora en la mirada del hombre
había algo extraviado, alarmante, cercano a la enfermedad. Saúl, temeroso de
algún síntoma de senilidad trató de mantener
la calma y reconducir la situación. Y al anciano a su casa. O donde se
ocuparan de él. En cualquier había que apremiarse, la lividez del rostro del
anciano era ya casi albina.
-Tranquilícese, por favor,
atienda. Creo que debería ir a casa, necesito que me dé alguna dirección, algún
teléfono de alguien que pueda recogerle. O puedo llamar a urgencias. ¿Me oye?
-Blanca, Blanca…
-Por favor, espéreme un momento.
Llamaré a una ambulancia. No se mueva.
Saúl salió disparado al teléfono
que había junto a la entrada del cine, tratando de aquietar su nerviosismo, que
apenas le permitía hilvanar pensamientos. Afortunadamente no tardaron en coger
el teléfono y el envío de una ambulancia se gestionó rápidamente. Ahíto por la
carrera y el nerviosismo, se detuvo un momento antes del volver a entrar en la
sala. Justo entonces, dando un pequeño susto, apareció Nacho, el
proyeccionista.
-Saúl, joder, ¿qué pasa? ¿qué son
esas carreras?
-¿Que qué pasa? Tengo un anciano
que parece que le ha dado un telele, ahí en las butacas. ¿Te parece poco? Ven a
echarme una mano.
Ambos se aprestaron a entrar en
la sala y ocuparse del pobre vejete cinéfilo; Saúl maldecía cualquier tardanza
que pudiera haber. Por eso la sorpresa fue mayúscula.
-Saúl, aquí no hay nadie. ¿De qué
me estás hablando?
Sorprendido hasta la conmoción,
Saúl escrutaba todos los rincones de la sala y se puso a hacer un presuroso
registro. ¿Podría haber caído entre dos filas de butacas? No obstante no hubo
respuesta alguna.
-A ver Saúl ¿cómo es eso de que
tenías un anciano al borde del telele y ahora no está? Aquí no hay nadie.
Decías que estaba muy alterado, igual se ha escapado corriendo. Yo que sé.
-Ya ¿y cómo? He ido al teléfono
de la entrada y la he estado viendo todo el rato mientras tanto. Por allí no ha
pasado nadie. ¿No habrá subido arriba a la sala de proyección?
-Te digo lo mismo por mi parte,
vengo de arriba y allí no hay nadie.
Saúl, dominado por el pánico, y
Nacho, por la confusión y la incredulidad, registraron de cabo a rabo todo el
cine. Después, Saúl, se exigió a sí mismo continuar la búsqueda por los
alrededores: bares, calles, plazas. Nada supo del anciano. De regreso al cine
se quedó un rato mirando el cartel de Casablanca. Quizá buscando la absolución
de Rick y de Ilsa.
Diciembre 2017
Ahora que los tiempos no
solamente son malos para la lírica, sino también para cualquier disciplina
artística que pueda imaginarse, Saúl ya no podía regentar un pequeño cine. Tal
como haría un hombre apasionado aventuró hacienda, bienes y dinero para poder
abrir un pequeño cine club. Ni que decir tiene que también fue llamado “Manderley”.
A decir verdad era una cafetería que
tenía habilitada una pequeña sala en la trastienda, un lugar coqueto y acogedor
para los que gustaban deleitarse, particularmente, con el cine clásico. Los
parroquianos habituales incluían, cómo no, a la vieja cuadrilla de amigos
cinéfilos que persistía desde los tiempos del antiguo “Manderley”. Casi sin
reparar en la extraña peripecia de hace veinticinco años y, como si de un
evento circular se tratara, aprovechando que se cumple el setenta y cinco aniversario
de Casablanca, Saúl decide que era inevitable programarla. Y además una
satisfacción, así fueran decenas las veces que había visto la película. Las
obras maestras son infinitas, nunca se sale del todo de ellas.
El día de la proyección se
cumplieron las expectativas y un buen ambiente se alojó en el pequeño cine
club. Cómo faltar a la cita con Rick, Ilsa, Victor Laszlo, Renault o Sam; para
muchos de aquellos cinéfilos gente más cercana, familiar y reconocible que
algunos de sus propios allegados. Saúl naturalmente se quedó en los asientos
traseros, como presidiendo aquella
reunión. No se privó de hacer un homenaje a Rick Blaine llevando un smoking
blanco y una pajarita negra, atuendo con el que Bogart hacía de anfitrión de la
errabunda concurrencia de su café. Era todo lo más lejos que había de llegar en
cuestión de conmemoraciones textiles; salir a la calle con la clásica gabardina y sombrero hubiera sido una
extravagancia demasiado llamativa.
No hubo, durante la proyección,
ni tan siquiera una mínima ráfaga de ruido; no hubo ni rastro de cuchicheos,
susurros, exclamaciones de asombro u otras intemperancias demasiado habituales
en las salas de cine. El mismo Saúl, otras veces atento a la expresión de sus
parroquianos, se dejó llevar por la clandestinidad bohemia del Café de Rick
durante todo el largometraje. El encendido de las luces depositó a todos de
nuevo en la realidad y la sensación general fue la del asombro de unos viajeros
por el tiempo y el espacio al encontrarse en un sitio distinto del que estaban
hace unos segundos. Un inesperado despertar. Tras el aterrizaje ocurrió el
clásico coloquio informal de cinéfilos; un desestructurado pero divertido
intercambio de pareceres que tras unos minutos fue desplazando su centro de
gravedad a la cafetería aneja.
No tardaría mucho Saúl en
reunirse con los demás; el tiempo que llevara recoger la sala y dejarlo todo en
un razonable estado de revista. Durante esta rutina fue cuando advirtió que no
estaba solo allí; percibió por el rabillo del ojo un bulto indiferenciado e
inmóvil que sin duda habría de ser algún asistente rezagado. Con un leve
escorzo corroboró que eran dos personas, una pareja de ancianos, los que
estaban allí anclados, inmóviles. Por la mente de Saúl se pasearon varias
hipótesis, todas ellas disparatadas, para tratar de explicar cómo es posible
que conociese a una de las dos personas y que se siguiera conservando igual que
hace veinticinco años. Cuando lo vio por última vez. Y a su memoria acudió con una lucidez
alarmante el recuerdo de aquel anciano enajenado y desorientado, súbitamente
desaparecido de su cine. Tampoco hacía falta esforzarse mucho, aquel evento
había dejado señal entre sus recuerdos; cada vez más difusa pero irreductible
al paso del tiempo. Y en esta ocasión tenía compañía.
Saúl se aproximó con el miedo
paralizante que se tiene ante lo inexplicable, casi prefiriendo estar alucinado
que lúcido; sin querer aceptar del todo una realidad volátil y anormal.
-Usted no puede estar aquí.
-¿Qué ocurre? Espero que no
hayamos molestado a nadie.
-¿No se acuerda de mí? – la voz
de Saúl tremolaba, se asemejaba a un edificio a punto de derrumbarse.-
-Su cara no me es desconocida
ahora que lo dice. Pero habrá de perdonarme, mi memoria es mala desde hace
mucho tiempo. Incompleta. ¿De qué me recuerda?
Tratando de componer recuerdos e
hilvanando algunos datos, en realidad cada vez más evanescentes, Saúl apuntó
con la cabeza levemente a la acompañante del anciano.
-¿Blanca?
-Esto sí que es una sorpresa,
¿recuerda el nombre de mi mujer?
Parecía sorprendido por tal
revelación, no obstante su rostro era manso y apacible. Como una
materialización de la parsimonia. Hecho, por cierto, tranquilizador para el
atribulado Saúl.
-Usted me habló de ella, hace
tiempo. En un cine.
El anciano parecía hacer memoria.
Mientras, Blanca sonreía haciendo un pequeño asentimiento de cabeza, quizá a
modo de saludo.
-Seguramente sí. Mi mayor
satisfacción es ir al cine, y voy muy a menudo. Siempre con mi mujer ¿Y de qué
hablamos?
-Pues de Casablanca y…
-¡No diga más! Tuvo que ser así,
es nuestra película favorita. No faltamos a ni un reestreno.
Blanca, como si la hubieran
interpelado, entró de súbito en la conversación.
-No se hace usted idea. También
la veíamos, ya más tarde, en VHS, pero no era lo mismo –acompañó esto último
con un ligero gesto de desdén-. Llegamos a decir incluso que es la película
donde querríamos vivir.
- Donde querrían vivir… -Saúl
dejó en el aire la repetición de la frase de Blanca, no entendiéndola muy bien.
Entre otras cosas.
-Verá, mi marido le cogió gusto a
esto del cine… y escribió en su juventud en una revista cinéfila, “Nido de
Estrellas”. Una vez hizo un artículo precioso donde decía que cuando abandonase
esta vida le gustaría mudarse a Casablanca, a la película. Estar de algún modo
en contacto con ella. Repetir incesantes veces la sensación de estar apegado a
Casablanca. Yo en cuanto ley el artículo le dije que estaría muy contenta de
acompañarle en ese viaje. ¿No es encantador?
Un silencio espeso, como de
argamasa, siguió a continuación. Preservando miradas, ideas y gestos.
-Claro… pero la última vez que vi
a…
-Modesto.
-¿Cómo?
-Me llamo Modesto Benítez, creo
que debemos presentarnos. –La sonrisa amplia y parsimoniosa parecía habitar a
perpetuidad en la cara del antiguo crítico. Y usted es…
-Saúl Gonzaga… lo que iba a
decirle es que cuando le vi la otra vez, usted estaba solo. No estaba con
Blanca.
Saltaron todas las alarmas cuando
Modesto volvió a poner la cara de hace veinticinco años; desorientación y
miedo. Sin embargo ésta fue un amago, casi al instante recobró su antiguo
semblante.
-Pudiera ser, no estoy seguro.
Pero ahora tengo la facultad de recordar a conveniencia. Ya no tengo por qué
preocuparme por las épocas grises. En ésas, está uno muy perdido.
-Pero señor Benítez, cuando le vi
hace 25 años usted…
-¡Saúl tío, sal ya! La peña
quiere que sirvas una ronda. Acaba pronto.
Quien así habló, desde el umbral
de la puerta de entrada a la sala, fue uno de los habituales al cine club y las
tertulietas; un viejo compañero de andanzas y fotogramas. Saúl, por puro
instinto y por lo tanto de forma ingobernable, giró la cabeza hacia su colega,
distrayendo su atención de la insólita pareja.
-¿Qué pasa, Saúl?
-No, nada es que… y dirigiendo la
mirada a la fila donde estaban Modesto y Blanca comprobó con debilitante
estupor que nadie ocupaba ya esas localidades. Visto esto, apenas pudo tenerse
en pie y necesitó el concurso de una butaca para no caerse. El aturullamiento
tuvo un efecto casi paralizador.
-¿Saúl, joder, estás bien?
-No lo sé, realmente no lo sé.
-Eso es todo lo que artículó a
decir.
La noche fue intranquila para
Saúl, llena de extravagantes respuestas a preguntas inexplicables. Ver un
fantasma. Mejor dicho, dos. Esa era la explicación más brillante a cuanto había
sucedido. Una curiosidad intranquila le exigió hacer una alguna averiguación,
quizá exigua pero tal vez fructífera. Modesto Benítez; así se llamaba la
aparición. O lo que fuese. La respuesta más instintiva fue lanzarse a un
buscador de Internet para ver si había algún rastro, siquiera una breve mención
a aquel crítico. Un sola huella que permita husmear un rastro, en cuyo final
sabe Dios lo que habrá. Tras rozar el desistimiento, encontró un breve apartado
referido a “Modesto Benítez” en la hemeroteca digital de un periódico. “Fallece
de cáncer Modesto Benítez, antiguo crítico de cine y espectáculos. Su viuda
Blanca Ordóñez y sus dos hijos ruegan una oración por su alma”.
Una esquela. Había encontrado su
rastro en una maldita esquela. Sin embargo el dato más significativo, por estremecedor,
fue la fecha de la misma: 24 de Noviembre de 1992. Saúl, cada vez más fatigado
mentalmente, efectuó pesadamente un
cálculo de fechas y recordó perfectamente que su primer encuentro con el
crítico fue en Diciembre de ese año. La cronología dictaba una sentencia
inapelable. En efecto, había visto fantasmas.
Al día siguiente, dada la gran
aceptación que siempre tenía Casablanca, tenía planeado un segundo pase.
Ojeroso y algo apoquinado, no obstante, decidió continuar con lo planeado a
pesar de los extraños y ominosos pensamientos y presagios que tenía. En el
momento de la proyección, cobijado por las sombras de la oscuridad de la sala,
no prestó gran atención hasta más o menos el momento de La Marsellesa. Ya en el
preludio de la escena, poco antes del arranque musical, se fijó en unos
figurantes que apenas representaban un atisbo, una molécula de un fotograma.
Los mismos figurantes, observó, aparecían también algo más adelante. Cerca del
clímax, y del grito de “Vive La France”, pudo escudriñar a esa pareja de
ancianos que apenas aportaban figuración a la película.
Modesto y Blanca, sentados en una
mesa del Café de Rick al fondo de la escena, parecían participar de la catarsis
del momento; la victoria moral sobre los nazis.
Aterrorizado y maravillado en idéntica proporción focalizó toda
concentración, energía e inteligencia en tratar de encontrar otra vez a esa
anciana pareja que, de algún modo, se habían introducido en un mundo de
celuloide. Sin embargo le fueron esquivos. No los vio más.
Ya con las luces encendidas
permaneció, como tallado en mármol, largo rato en el patio de butacas.
Progresivamente recuperó la conciencia de sí mismo y resolvió moverse hacia la
zona de la cafetería. El estupor había pasado, cediendo el turno a una
sensación muy difícil de describir en un solo concepto. Sin embargo se había
alejado de la turbiedad, del regusto a mal sueño, previo a la proyección.
Incluso se permitió sonreír. Sus parroquianos intuían algo anómalo.
-Desde luego Saúl llevas dos días
de lo más extraño. ¿A qué viene esa cara de alucinado?
Al punto, la ligera euforia de
Saúl se hizo más terrenal. Incluso inició una conversación. Lo hizo, sin
embargo, para avivar la curiosidad de sus contertulios por el estado de su
amigo.
-Escuchad ¿en qué película os
gustaría vivir?
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