martes, 5 de diciembre de 2017

Residencia en Casablanca


Cariñoso homenaje a Casablanca al cumplirse 75 años de su estreno


Diciembre de 1992

Saúl se movía por aquel pequeño cine con un aire de orgullosa suficiencia, al modo de un celoso sacerdote que se sabe dueño de un templo. Y quién iba a rebatir esa metáfora, a sus ojos esa pequeña sala no envidiaba sacralidad alguna a la más suntuosa catedral gótica. Ser dueño de un cine, solía decir, equivale a ser receptor de uno de los más grandes privilegios a que cualquiera puede aspirar, aunque diera pérdidas; que las daba. Mucho tiempo, dinero y denuedo hubo de emplear Saúl en comprar, reformar y readaptar un antiguo espacio abandonado en un cine pequeño, pero coqueto, confortable. Además allí era el rey, el monarca absoluto, pero bienintencionado, que elegía las películas a proyectar; que por otra parte no eran de estreno. Saúl a veces se veía sí mismo como un médium que pone en contacto los espíritus del celuloide antiguo con la gente de hoy en día. A fin de cuenta, ir a ver una película tiene algo de ritual. Es silencio, recogimiento y, en muchas casos, adoración.




Cuando acababa el año 1992 Saúl supuso que para el “Manderley” (así se llamaba el cine, “Rebeca” era una de sus películas favoritas) sería una ocasión ciertamente especial. Había conseguido hacerse con una copia en bastante buen estado de “Casablanca” y se estaban, aquel año, celebrando los cincuenta años de su realización. Era casi un imperativo moral proyectarla, llevar a quien quisiera a sentir el ritual, el oficio casi religioso de ver “Casabanca” en una pantalla cine.

El día en que había de proyectarse “Casablanca” Saúl anidaba una ilusión casi luminosa, semejante al amanecer infantil de una mañana de cumpleaños o la de las cercanas navidades. Como buen animal de costumbres cumplió con todas los pequeños rituales de los días de proyección, incluyendo la inveterada tradición personal de sentarse durante la película en la última fila del patio de butacas para acechar las reacciones del público; de entusiasmo, risa, inquietud y (hay gente para todo) aburrimiento. Normalmente el aforo, que no era particularmente grande, nunca llegaba a cubrirse del todo y muchas caras se repetían. De hecho se había formada una especie de club, fraternidad o círculo cinéfilo de los más habituales, que alargaba la velada en una cafetería cercana, debatiendo, alabando o despotricando contra la película programada. No pocas horas de sabiduría informal y castiza compartió Saúl con aquellos parroquianos, afines como él al brillo antiguo y a veces olvidado de las películas clásicas. En su ensimismamiento se veían, quizá con razón, como Los Últimos de Filipinas del celuloide.

Sin embargo el día de “Casablanca” apenas casi si quedaba un hueco libre en el patio de butacas; “afortunadamente a mucha aún le gente le sigue quedando París” pensó con deleite interior Saúl. Como un predicar satisfecho de su grey fue escudriñando, desde su habitual última fila, las reacciones a su alrededor. Nadie parecía abstraído, tibio o indiferente; una oleada de silencio anunciaba la fascinación de aquellas personas por aquella ya lejana historia de exiliados de la guerra, de sí mismos y de sus fantasmas. La hipnosis colectiva fue particularmente profunda donde casi siempre suele: el canto germánico del Mayor Strasser y sus acólitos nazis ahogado por la volcánica energía del resto del Café de Rick entonando La Marsellesa, la icónica despedida en el aeropuerto con la renuncia al amor y el establecimiento de una bella amistad, y por supuesto unos cuantos momentos más. Incluso cincuenta años después de su estreno hubo algún vítor al llegar al fundido a negro del celuloide, y palabras entusiastas mientras el público iba abandonando la sala. “No todo está perdido”, fue el alentador pensamiento de Saúl.

Después de la proyección siempre hay que hacer diligencias para limpiar, recoger, cerrar e irse a casa y Saúl no se escamoteaba a tales cometidos; podía ser el dueño de aquello, pero con una especie de obstinación proletaria acompañaba y ayudaba a los pocos empleados en sus tareas.  De hecho, fue Saúl el que aquella noche decidió limpiar y echar un último vistazo a la sala de proyección, acaso para empaparse del buen sabor de boca que todavía campaba por allí. Con sorpresa vio a un anciano, fácilmente podría rebasar los setenta,  todavía sentado en su butaca, inmóvil, pero como atento a imágenes que ya desfilaron hace rato.

-Disculpe señor, tiene que abandonar la sala. Vamos  cerrar.

El anciano, algo confuso, miró a Saúl con extrañeza pero sin perder un semblante cálidamente apacible.

-Oh, perdone. Siempre me pasa lo mismo cada vez que veo Casablanca y puedo jurarle que debo haber visto todas las proyecciones que ha habido en Madrid.

Un tanto intranquilo Saúl trató, no obstante, de seguir siendo obsequioso con él.

-Pero ¿se encuentra bien? ¿Vive por aquí cerca? Quizá pueda ayudarle o llamar a un taxi.

-No, por Dios. Me encuentro muy bien, siempre que veo Casablanca me animo mucho. ¿Sabe que yo fui a su estreno en Madrid en 1946? Aquí llegó más tarde, eran… -en este momento paró como para reflexionar- otros tiempos. Duros, oscuros. Con Gilda pasó algo parecido y sin embargo en ambos casos la expectación acabó siendo enorme ¿sabe?

Saúl no era de los que rehusaban una conversación cinéfila, sobre todo si ésta bebe de fuentes originales; aquel hombre podría ser su padre pero parecía tener mucha mili en la mochila en materia de cine. Sin más consideraciones, ni deliberaciones internas decidió posponer brevemente los preparativos para el cierre de la sala.

-Sí, eso tengo entendido. ¿Qué recuerda sobre el estreno de Casablanca?

Aquel hombre adoptó una mueca inexpresiva pero concentrada, parecía querer conjurar a unos viejos recuerdos apiñados, ya hace mucho, en algún trastero de su subconsciente.

-Pues no recuerdo mucho ya, han sido muchas películas y muchos tacos de calendario. Pero hay cosas que nunca olvidaré. Por ejemplo, yo iba muy elegante; echando el resto. Llevaba traje, abrigo y sombrero. Muy emperifollado, pero por un buen motivo. Tenía una cita con una chica, Blanca. Era un intento de impresionarla supongo.

Ahora la cara del anciano mostraba una especie de jubilosa melancolía, como si todas estas evocaciones le complacieran y le entristecieran a un tiempo. Saúl iba a abrir la boca cuando su contertulio continuo hablando casi de forma automática, sin dar opción a intervenir.

-¿Sabe cuándo me empezó a cautivar Casablanca? Fue por una pequeña identificación. Verá, conocemos a Rick justamente en el momento en que está jugando al ajedrez consigo mismo,  ensimismado entre los cliente de su café. Solo. Serio. Yo por aquel entonces hacía lo mismo, me encantaba el ajedrez pero casi no podía jugar con nadie. Ninguno de mis amigos sabía y mi padre, que fue quien me enseñó, no tenía mucho tiempo. Usted no sé acordará pero por aquellos años era muy popular Arturito Pomar, un niño prodigio del ajedrez que ya ponía en serios apuros desde mozalbete a grandes maestros internacionales. Yo quería ser como él. Y además me sentía a veces solo, como Rick. Pero por lo menos aquella tarde no lo estaba, estaba Blanca conmigo.

Mientras seguía perorando de esta manera, Saúl tuvo la tentación de interrumpirle y no alargar demasiado aquel encuentro. No obstante, había algo magnético dentro de aquel relato, como si aquellos viejos recuerdos fueran el argumento de una película dentro de otra película. Aprovechando un parón del anciano para coger algo de resuello, Saúl intervino yendo hacia terrenos más concretos.

-¿Y qué sintió durante la película? ¿Tenía la sensación de que estaba ante algo histórico?

-Pues no sé qué decirle. Me gustó mucho, claro; ya se lo he dicho. Pero supongo que el término obra maestra lo atribuye el tiempo. Sin embargo le diré que Rick me cayó simpático desde el principio, era un témpano pero con corazón; un alma tierna rodeada de una coraza. Cínico y romántico a la vez. Supongo que yo creía verme de la misma manera –en este punto el anciano sonrió-, pero el caso es que yo me llevé a la chica. Blanca tiempo después sería mi esposa.

-Lo celebro –la sonrisa de Saúl parecía, y era, abiertamente franca.

-Supongo que lo más común es que la gente, las parejas, tengan su canción. Pues bueno, Blanca y yo teníamos nuestra película. Y todas las veces que Casablanca caía en algún cine de reestreno, allá que íbamos ella y yo. Y le aseguro que era tan o más especial que cualquier aniversario. Pero hoy…

En este punto Saúl se sintió intensamente azorado, parecía que el relato de aquel anciano llegaba a su sector melancólico; la cara del hombre se tornó desorientada, meditabunda. Era evidente que su mujer no estaba allí, y aunque Saúl no sabía la causa, presentía que no sería nada agradable. Solo podía vacilar.

-Su mujer…

-¿Mi mujer? Es extraño, debería estar aquí. ¿Cómo íbamos a perdernos Casablanca? Juraría que he venido con ella de casa, pero no está. ¿Por qué no está conmigo?

Ahora en la mirada del hombre había algo extraviado, alarmante, cercano a la enfermedad. Saúl, temeroso de algún síntoma de senilidad trató de mantener  la calma y reconducir la situación. Y al anciano a su casa. O donde se ocuparan de él. En cualquier había que apremiarse, la lividez del rostro del anciano era ya casi albina.

-Tranquilícese, por favor, atienda. Creo que debería ir a casa, necesito que me dé alguna dirección, algún teléfono de alguien que pueda recogerle. O puedo llamar a urgencias. ¿Me oye?

-Blanca, Blanca…

-Por favor, espéreme un momento. Llamaré a una ambulancia. No se mueva.

Saúl salió disparado al teléfono que había junto a la entrada del cine, tratando de aquietar su nerviosismo, que apenas le permitía hilvanar pensamientos. Afortunadamente no tardaron en coger el teléfono y el envío de una ambulancia se gestionó rápidamente. Ahíto por la carrera y el nerviosismo, se detuvo un momento antes del volver a entrar en la sala. Justo entonces, dando un pequeño susto, apareció Nacho, el proyeccionista.

-Saúl, joder, ¿qué pasa? ¿qué son esas carreras?

-¿Que qué pasa? Tengo un anciano que parece que le ha dado un telele, ahí en las butacas. ¿Te parece poco? Ven a echarme una mano.

Ambos se aprestaron a entrar en la sala y ocuparse del pobre vejete cinéfilo; Saúl maldecía cualquier tardanza que pudiera haber. Por eso la sorpresa fue mayúscula.

-Saúl, aquí no hay nadie. ¿De qué me estás hablando?

Sorprendido hasta la conmoción, Saúl escrutaba todos los rincones de la sala y se puso a hacer un presuroso registro. ¿Podría haber caído entre dos filas de butacas? No obstante no hubo respuesta alguna.

-A ver Saúl ¿cómo es eso de que tenías un anciano al borde del telele y ahora no está? Aquí no hay nadie. Decías que estaba muy alterado, igual se ha escapado corriendo. Yo que sé.

-Ya ¿y cómo? He ido al teléfono de la entrada y la he estado viendo todo el rato mientras tanto. Por allí no ha pasado nadie. ¿No habrá subido arriba a la sala de proyección?

-Te digo lo mismo por mi parte, vengo de arriba y allí no hay nadie.

Saúl, dominado por el pánico, y Nacho, por la confusión y la incredulidad, registraron de cabo a rabo todo el cine. Después, Saúl, se exigió a sí mismo continuar la búsqueda por los alrededores: bares, calles, plazas. Nada supo del anciano. De regreso al cine se quedó un rato mirando el cartel de Casablanca. Quizá buscando la absolución de Rick y de Ilsa.

Diciembre 2017

Ahora que los tiempos no solamente son malos para la lírica, sino también para cualquier disciplina artística que pueda imaginarse, Saúl ya no podía regentar un pequeño cine. Tal como haría un hombre apasionado aventuró hacienda, bienes y dinero para poder abrir un pequeño cine club. Ni que decir tiene que también fue llamado “Manderley”. A decir verdad era una  cafetería que tenía habilitada una pequeña sala en la trastienda, un lugar coqueto y acogedor para los que gustaban deleitarse, particularmente, con el cine clásico. Los parroquianos habituales incluían, cómo no, a la vieja cuadrilla de amigos cinéfilos que persistía desde los tiempos del antiguo “Manderley”. Casi sin reparar en la extraña peripecia de hace veinticinco años y, como si de un evento circular se tratara, aprovechando que se cumple el setenta y cinco aniversario de Casablanca, Saúl decide que era inevitable programarla. Y además una satisfacción, así fueran decenas las veces que había visto la película. Las obras maestras son infinitas, nunca se sale del todo de ellas.

El día de la proyección se cumplieron las expectativas y un buen ambiente se alojó en el pequeño cine club. Cómo faltar a la cita con Rick, Ilsa, Victor Laszlo, Renault o Sam; para muchos de aquellos cinéfilos gente más cercana, familiar y reconocible que algunos de sus propios allegados. Saúl naturalmente se quedó en los asientos traseros, como  presidiendo aquella reunión. No se privó de hacer un homenaje a Rick Blaine llevando un smoking blanco y una pajarita negra, atuendo con el que Bogart hacía de anfitrión de la errabunda concurrencia de su café. Era todo lo más lejos que había de llegar en cuestión de conmemoraciones textiles; salir a la calle con la clásica  gabardina y sombrero hubiera sido una extravagancia demasiado llamativa.

No hubo, durante la proyección, ni tan siquiera una mínima ráfaga de ruido; no hubo ni rastro de cuchicheos, susurros, exclamaciones de asombro u otras intemperancias demasiado habituales en las salas de cine. El mismo Saúl, otras veces atento a la expresión de sus parroquianos, se dejó llevar por la clandestinidad bohemia del Café de Rick durante todo el largometraje. El encendido de las luces depositó a todos de nuevo en la realidad y la sensación general fue la del asombro de unos viajeros por el tiempo y el espacio al encontrarse en un sitio distinto del que estaban hace unos segundos. Un inesperado despertar. Tras el aterrizaje ocurrió el clásico coloquio informal de cinéfilos; un desestructurado pero divertido intercambio de pareceres que tras unos minutos fue desplazando su centro de gravedad a la cafetería aneja.

No tardaría mucho Saúl en reunirse con los demás; el tiempo que llevara recoger la sala y dejarlo todo en un razonable estado de revista. Durante esta rutina fue cuando advirtió que no estaba solo allí; percibió por el rabillo del ojo un bulto indiferenciado e inmóvil que sin duda habría de ser algún asistente rezagado. Con un leve escorzo corroboró que eran dos personas, una pareja de ancianos, los que estaban allí anclados, inmóviles. Por la mente de Saúl se pasearon varias hipótesis, todas ellas disparatadas, para tratar de explicar cómo es posible que conociese a una de las dos personas y que se siguiera conservando igual que hace veinticinco años. Cuando lo vio por última vez.  Y a su memoria acudió con una lucidez alarmante el recuerdo de aquel anciano enajenado y desorientado, súbitamente desaparecido de su cine. Tampoco hacía falta esforzarse mucho, aquel evento había dejado señal entre sus recuerdos; cada vez más difusa pero irreductible al paso del tiempo. Y en esta ocasión tenía compañía.

Saúl se aproximó con el miedo paralizante que se tiene ante lo inexplicable, casi prefiriendo estar alucinado que lúcido; sin querer aceptar del todo una realidad volátil y anormal.

-Usted no puede estar aquí.

-¿Qué ocurre? Espero que no hayamos molestado a nadie.

-¿No se acuerda de mí? – la voz de Saúl tremolaba, se asemejaba a un edificio a punto de derrumbarse.-

-Su cara no me es desconocida ahora que lo dice. Pero habrá de perdonarme, mi memoria es mala desde hace mucho tiempo. Incompleta. ¿De qué me recuerda?

Tratando de componer recuerdos e hilvanando algunos datos, en realidad cada vez más evanescentes, Saúl apuntó con la cabeza levemente a la acompañante del anciano.

-¿Blanca?

-Esto sí que es una sorpresa, ¿recuerda el nombre de mi mujer?

Parecía sorprendido por tal revelación, no obstante su rostro era manso y apacible. Como una materialización de la parsimonia. Hecho, por cierto, tranquilizador para el atribulado Saúl.

-Usted me habló de ella, hace tiempo. En un cine.

El anciano parecía hacer memoria. Mientras, Blanca sonreía haciendo un pequeño asentimiento de cabeza, quizá a modo de saludo.

-Seguramente sí. Mi mayor satisfacción es ir al cine, y voy muy a menudo. Siempre con mi mujer ¿Y de qué hablamos?

-Pues de Casablanca y…

-¡No diga más! Tuvo que ser así, es nuestra película favorita. No faltamos a ni  un reestreno.

Blanca, como si la hubieran interpelado, entró de súbito en la conversación.

-No se hace usted idea. También la veíamos, ya más tarde, en VHS, pero no era lo mismo –acompañó esto último con un ligero gesto de desdén-. Llegamos a decir incluso que es la película donde querríamos vivir.

- Donde querrían vivir… -Saúl dejó en el aire la repetición de la frase de Blanca, no entendiéndola muy bien. Entre otras cosas.

-Verá, mi marido le cogió gusto a esto del cine… y escribió en su juventud en una revista cinéfila, “Nido de Estrellas”. Una vez hizo un artículo precioso donde decía que cuando abandonase esta vida le gustaría mudarse a Casablanca, a la película. Estar de algún modo en contacto con ella. Repetir incesantes veces la sensación de estar apegado a Casablanca. Yo en cuanto ley el artículo le dije que estaría muy contenta de acompañarle en ese viaje. ¿No es encantador?

Un silencio espeso, como de argamasa, siguió a continuación. Preservando miradas, ideas y gestos.

-Claro… pero la última vez que vi a…

-Modesto.

-¿Cómo?

-Me llamo Modesto Benítez, creo que debemos presentarnos. –La sonrisa amplia y parsimoniosa parecía habitar a perpetuidad en la cara del antiguo crítico. Y usted es…

-Saúl Gonzaga… lo que iba a decirle es que cuando le vi la otra vez, usted estaba solo. No estaba con Blanca.

Saltaron todas las alarmas cuando Modesto volvió a poner la cara de hace veinticinco años; desorientación y miedo. Sin embargo ésta fue un amago, casi al instante recobró su antiguo semblante.

-Pudiera ser, no estoy seguro. Pero ahora tengo la facultad de recordar a conveniencia. Ya no tengo por qué preocuparme por las épocas grises. En ésas, está uno muy perdido.

-Pero señor Benítez, cuando le vi hace 25 años usted…

-¡Saúl tío, sal ya! La peña quiere que sirvas una ronda. Acaba pronto.

Quien así habló, desde el umbral de la puerta de entrada a la sala, fue uno de los habituales al cine club y las tertulietas; un viejo compañero de andanzas y fotogramas. Saúl, por puro instinto y por lo tanto de forma ingobernable, giró la cabeza hacia su colega, distrayendo su atención de la insólita pareja.

-¿Qué pasa, Saúl?

-No, nada es que… y dirigiendo la mirada a la fila donde estaban Modesto y Blanca comprobó con debilitante estupor que nadie ocupaba ya esas localidades. Visto esto, apenas pudo tenerse en pie y necesitó el concurso de una butaca para no caerse. El aturullamiento tuvo un efecto casi paralizador.

-¿Saúl, joder, estás bien?

-No lo sé, realmente no lo sé.

-Eso es todo lo que artículó a decir.


La noche fue intranquila para Saúl, llena de extravagantes respuestas a preguntas inexplicables. Ver un fantasma. Mejor dicho, dos. Esa era la explicación más brillante a cuanto había sucedido. Una curiosidad intranquila le exigió hacer una alguna averiguación, quizá exigua pero tal vez fructífera. Modesto Benítez; así se llamaba la aparición. O lo que fuese. La respuesta más instintiva fue lanzarse a un buscador de Internet para ver si había algún rastro, siquiera una breve mención a aquel crítico. Un sola huella que permita husmear un rastro, en cuyo final sabe Dios lo que habrá. Tras rozar el desistimiento, encontró un breve apartado referido a “Modesto Benítez” en la hemeroteca digital de un periódico. “Fallece de cáncer Modesto Benítez, antiguo crítico de cine y espectáculos. Su viuda Blanca Ordóñez y sus dos hijos ruegan una oración por su alma”.

Una esquela. Había encontrado su rastro en una maldita esquela. Sin embargo el dato más significativo, por estremecedor, fue la fecha de la misma: 24 de Noviembre de 1992. Saúl, cada vez más fatigado mentalmente, efectuó pesadamente  un cálculo de fechas y recordó perfectamente que su primer encuentro con el crítico fue en Diciembre de ese año. La cronología dictaba una sentencia inapelable. En efecto, había visto fantasmas.

Al día siguiente, dada la gran aceptación que siempre tenía Casablanca, tenía planeado un segundo pase. Ojeroso y algo apoquinado, no obstante, decidió continuar con lo planeado a pesar de los extraños y ominosos pensamientos y presagios que tenía. En el momento de la proyección, cobijado por las sombras de la oscuridad de la sala, no prestó gran atención hasta más o menos el momento de La Marsellesa. Ya en el preludio de la escena, poco antes del arranque musical, se fijó en unos figurantes que apenas representaban un atisbo, una molécula de un fotograma. Los mismos figurantes, observó, aparecían también algo más adelante. Cerca del clímax, y del grito de “Vive La France”, pudo escudriñar a esa pareja de ancianos que apenas aportaban figuración a la película.

Modesto y Blanca, sentados en una mesa del Café de Rick al fondo de la escena, parecían participar de la catarsis del momento; la victoria moral sobre los nazis.  Aterrorizado y maravillado en idéntica proporción focalizó toda concentración, energía e inteligencia en tratar de encontrar otra vez a esa anciana pareja que, de algún modo, se habían introducido en un mundo de celuloide. Sin embargo le fueron esquivos. No los vio más.

Ya con las luces encendidas permaneció, como tallado en mármol, largo rato en el patio de butacas. Progresivamente recuperó la conciencia de sí mismo y resolvió moverse hacia la zona de la cafetería. El estupor había pasado, cediendo el turno a una sensación muy difícil de describir en un solo concepto. Sin embargo se había alejado de la turbiedad, del regusto a mal sueño, previo a la proyección. Incluso se permitió sonreír. Sus parroquianos intuían algo anómalo.

-Desde luego Saúl llevas dos días de lo más extraño. ¿A qué viene esa cara de alucinado?

Al punto, la ligera euforia de Saúl se hizo más terrenal. Incluso inició una conversación. Lo hizo, sin embargo, para avivar la curiosidad de sus contertulios por el estado de su amigo.

-Escuchad ¿en qué película os gustaría vivir?





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