La cafetería “La Plata” tenía
todas las trazas de ser un tipo de local llamado a considerarse, penosamente,
especie protegida por riesgo de extinción. Era una cafería de toda la vida,
amplia pero sin fastos, elegante pero sin ornamentación, animada pero pacífica.
No estaba en absoluto avejentada y el trascurrir de los años había dibujado un
rastro de solera más digna que vetusta. Un sitio educado y accesible; como dijo
alguien, un lugar donde tomarse un café te hace sentirte parte de la
civilización. Incluso los camareros llegan a ser el ejemplo máximo de la
sobriedad y la discreción; solícitos y amables sin atisbos de servidumbre. En
aquel ambiente Miguel Suárez, tras el trabajo y después de llegar a casa,
pasaba las tardes embebido en una parsimonia indefinida y adormecedora, sin
mirar, oír ni pensar en algo concreto. El tiempo que allí estaba se consumía al
ritmo de su cigarro; lento, Miguel apenas daba caladas ni desprendía la ceniza.
En el filo del anochecer Miguel,
habiendo consumido una tarde más, se disponía a hacer el maquinal gesto de
echarse la mano a la cartera para pagar lo consumido –un par de cafés-, cuando
en un gesto mínimo y fortuito, simple como girar levemente la cabeza, vio algo
que lo sacó de su abúlico ensimismamiento. Un rostro; un rostro había
paralizado totalmente su cuerpo y había pintado de lividez su propia cara hasta
hacerlo parece vivamente aterrorizado. El dicho rostro pertenecía a una mujer
sentada apenas a tres o cuatro metros de él, y sin duda era muy característico.
Particularmente sus ojos lo eran; muy alargados, otorgando un ligero toque
oriental, un amable exotismo. En su fuero interno urgió la necesidad de
acercarse; no sabía muy bien qué. Además estaba hablando con un acompañante,
presentarse así, de buenas a primeras, podría ser enojoso. Por una casualidad
la mujer se disponía a salir en ese mismo momento de la cafería despidiéndose
de su acompañante, lo que espoleó la atención de Miguel, a la postre
completamente petrificado. Pagó de una vez la consumición, para satisfacción
del camarero que con cara adusta miraba un poco extrañado, y trató de localizar
con su mirada el rumbo que había emprendido la mujer, y aunque no le llevó
mucho trabajo hacerlo, la dirección que seguía era la opuesta a la casa de
Miguel.
¿Por qué no seguirla? Tal era la
fascinación que la mujer irradiaba sobre Miguel; una fuerza poco menos que
magnética y comprensible solo para él. De todos modos, nadie le esperaba en
casa, no tenía nada urgente que hacer, ni hobbies que disfrutar; no era
demasiado tarde y la cena podía esperar. Con las manos en la chaqueta y
envueltos en la oscuridad reciente de una noche de Octubre ambos compartieron
itinerario durante unos diez minutos, con Miguel a una distancia prudencial
propicia para no ser descubierto. Tras unos instantes finales de callejeo
Miguel aceleró el paso para ponerse a la altura de la mujer, justo cuando ésta
estaba a punto se disponía a abrir el portal de su edificio. Tras abordarla se
aprestó a hablar:
-¿Cómo es posible que estés aquí?
No puede ser.
-¿Disculpe? No entiendo que
quiere decir, creo que me confunde con otra persona.
-Dime quién eres. Dime que no
eres Julia.
La mujer se quedó observando a
Miguel seria en extremo, con un rictus provocado por una sorpresa no muy
agradable al parecer.
-No sé de qué va esta broma pero
déjame en paz por favor.
-Y sin embargo eres tú, no habría
nadie más con esa cara. Hace mucho que te vi por última vez, aunque la recuerdo
perfectamente. Pero no es posible que estés aquí.
-¿No crees que el truquito de
ligar con aquello de “¿no nos hemos visto antes?” o “o yo te conozco de algo”
está un poco pasado de moda? Y ya hasta en la calle. No quiero saber cómo has
adivinado mi nombre, pero lárgate o llamaré a la policía.
-Luego te llamas Julia. Es todo
tan increíble… Disculpa que te haya molestado, pero la coincidencia es
asombrosa. Por favor, en mi defensa, permite que te enseñe algo.
La primera reacción de Julia, y
seguramente la más racional, fue
alcanzar el portal y trasponer hacia su casa, pero había algo en la mirada del
hombre que le hablaba que, lejos de inducir a temor, inspiraba incluso una
indefinible lástima. Aun desconfiando decidió esperar el alegato. Miguel se
echó la mano a la cartera y cuidadosa, casi devotamente, extrajo una foto y se
la mostró a Julia. La sorpresa en su cara no se hizo esperar.
-¿De dónde has sacado esto? No me
jodas, ¿esto es Photosop o qué?
-De ningún modo. Tengo esta foto
desde hacer quince años, no tenía ni cámara digital. Nos la hizo mi hermano, un
verano en una excursión a la sierra. Está tomada en Peñalara.
En la foto, de medio cuerpo,
podía verse a ambos agarrados por el hombro y sonriendo mientras ella le
estampaba un beso en la mejilla.
-Como ves ella es exactamente
igual a ti. Incluso con el paso de los años es fácil darse cuenta de que los
rasgos son idénticos. Por eso te he seguido hasta aquí desde la cafería. Y
encima te llamas Julia.
La incredulidad era muy intensa
en la cara de Julia y a pesar de que deberían haber saltado todas las alarmas
(de paso acababa de saber que la había seguido) ella misma se sorprendió con lo
que dijo.
-No entiendo nada, sube y me lo
cuentas más despacio. No te preocupes, vivo sola.
La casa de Julia tenía un aspecto
bastante agradable, particularmente el diáfano salón de elegantes muebles que
incluía uno dedicado enteramente a discos de vinilo. Miguel se sentó en un sofá
y ella en un sillón. Siguió un tiempo indeterminado de silencio, que a falta de
cuantificar, pesó como si pasaran horas; Miguel, mirando a su alrededor en
lugar de a los ojos de Julia comenzó su explicación.
-No sabría ni por dónde empezar,
pero creo que lo mejor es que lo haga lo más simple posible. Yo salía con
Julia, la chica de la foto, desde el último año de instituto, así que esa foto
está tomada unos tres o cuatro años después. Nuestra relación se acabó al poco
tiempo.
En este punto Miguel se paró y
pareció verse en apuros para continuar, como si una mano invisible le oprimiese
la garganta y no tuviera ni resuello suficiente para hablar.
-¿Te ocurre algo? Si quieres
puedo ofrecerte un vaso de agua.
- No… no gracias. No resulta
fácil ponerse a hablar de lo siguiente. En fin, cuando digo que poco después se
acabó la relación, quiero decir que ella… Bueno, que ella murió. En un
accidente de tráfico.
-Así que tenía una doble del
mismo nombre y está muerta. Y tú te has encontrado con las dos. Es todo un poco
metafísico ¿no?
-Creo que no te haces del todo a
la idea de lo que esa casualidad me afecta. Mira, estuve yendo muchos años a
terapia, tuve problemas muy graves de depresión. Y no estoy muy cerca de
recuperarme. Nada de eso. No he vuelta a salir con ninguna mujer desde entonces
y tampoco… es que lo hubiera hecho antes. Soy una persona peculiar, desde
siempre. Siempre he sido el chico triste e introvertido hasta límites
exagerados. No sé cómo sentirme ahora.
-Pues imagínate yo. Oye, no veo
ninguna explicación racional para esto salvo la de una casualidad enorme. Hay
gente con muchos parecidos, algunos extraordinarios. Joder, hay un doble de
Messi en Irán y…
-¿Te gusta el fútbol?
Julia se quedó absolutamente
petrificada ante esta pregunta tan banal dentro de una conversación tan
trascendente. Pero sobre todo su sorpresa venía del absoluto dramatismo con que
la pregunta fue formulada, como si una parte
de la existencia de Miguel fuera a ser determinada por su respuesta.
-¿Qué? Sí, pero… ¿Qué tiene que
ver eso?
-A lo mejor os parecéis más
incluso de lo que creemos, también en gustos. Tiene que haber un vínculo.
-Oye, creo que no tienes que no
tomarte este como una señal, o yo que sé. Quizá no entienda del todo lo que te
debe haber revuelto todo esto, pero lo más sensato sería que te olvidaras. No
creo que te haga bien comerte la cabeza.
-¿Olvidarlo? ¿Pretendes que
ignore todo lo de esta tarde? Ni siquiera me llega la camisa al cuello, maldita
sea. Todavía tomo medicación, recuerdo a Julia todos los días y de repente me
encuentro con una réplica suya…
En este punto Julia se enojó notablemente.
-Yo no soy réplica de nadie. ¿Me
has escuchado bien? Me parezco a tu exnovia y eso es todo. Siento mucho tu
depresión y tus traumas. Pero seguir ahondando en esto no haría la vida más
fácil a ninguno de los dos precisamente. Es una puta locura.
-Entiendo. Éste es el efecto que
causo en la gente. Supongo que ahora entenderás lo de “peculiar”. Bueno, creo
que es el momento apropiado para marcharme. Discúlpame.
Dicho esto ambos se dirigieron
hasta la puerta y apenas hicieron amago de despedida. Según bajaba las
escaleras y cuando Julia estaba a punto de cerrar la puerta, Miguel se volvió
con la mirada dura y, paradójicamente suplicante, para añadir más inquietud.
-A parte de lo del fútbol, te
gustan los animales pero eres alérgica a su pelo y no puedes tener una mascota,
te gusta salir a correr por las mañanas,
adoras la música de Schubert y añadiría que de pequeña te daban miedo los
payasos. Si algo de lo que he dicho es cierto, al menos deberías reflexionar
sobre ello. No te preocupes, ni me verás la cara siquiera a partir de ahora.
Creo que he captado tu mensaje.
Cualquier intento de articular
palabra por parte de Julia fue inmediatamente neutralizado por una oleada de
confusión fronteriza con el miedo. Miles de pensamientos desordenados asaltaban
su conciencia como la visión de un fantasma, que quizá era ella misma. Todo lo
dicho por Miguel era rigurosamente cierto.
Solamente un poderoso ejercicio
de contención pudo evitar que ambos se dirigieran la palabra en los días
siguientes; eran un caso curioso de temor e inacción ante sus temores y de una
diligente pereza totalmente reacia a romper cualquier rutina. Así pues, en los
días sucesivos ambos siguieron yendo a “La Plata” como solían acostumbrar, con
la intención de continuar sus vidas como si nada hubiera sucedido. Un observador
superficial hubiera dicho que, al menos exteriormente, lo habían conseguido,
pero un observador atento percibiría el
ligero temblor con el que Miguel sostenía su taza y su encorsetada rigidez para
no volver la vista hacia donde sabía que estaba Julia; en Julia por su parte
pudiera haberse visto unas breves, aunque relativamente numerosas, miradas
furtivas a Miguel. Sin embargo en ella un sentimiento de piedad fue aflorando,
quizá a resultas de sus disimuladas observaciones; observaciones que parecían
mostrarle a un hombre desasosegadamente triste, abandonado del mundo y de sí
mismo, como absorto en una tragedia condenada a repetirse una y otra vez.
Finalmente, quizá dos o tres semanas después, Julia encontró la determinación
suficiente para acercarse a Miguel.
-Como tú dijiste me ha dado que
pensar lo que contaste acerca de mis gustos-
-¿Ah, sí? En qué acerté, si puede
saberse. –El tono de Miguel era confusamente neutro, como si estuviera oyendo
una afirmación evidente para él desde hace tiempo.
-En todo. He estado pensando en
cómo podías saber todo eso de mí, si habías preguntado a mis amigos o yo que
sé. Todas las respuestas eran complicadas o una locura. Así que vengo a
preguntarte directamente si averiguaste eso de algún modo.
Un resoplido precedió a la
respuesta de Miguel.
-Mira, yo no he averiguado nada.
No sé qué piensas de mí, pero yo no busqué esto. Ahora mismo te miro como a un
muerto que camina y me habla. Y a los muertos hay que dejarlos en paz, aunque…
-Aunque qué.
-Aunque muchas veces deseé poder
volver a ver a Julia, poder volver a tenerla con vida.
-Ya, cuéntame cosas de ella.
De toda la maraña de sensaciones
molestamente contradictorias que anidaban en Julia, fue la curiosidad la que
consiguió la primacía y un extraño morbo la inducía a implicarse en un misterio
temible, pero no exento de un ambiguo romanticismo. A medida que Miguel fue
relatando su relación con la difunta Julia y describiendo cada atributo de
ella, la Julia viva se fue sumergiéndose en lo que parecía ser una duplicidad
inexplicable, en un evento abismal ilógico e irresoluble… y sin embargo
fascinante. La Julia viva poseía más parecidos con la difunta de que lo que
sugiere la normalidad; ambas coincidían en carácter, manera de vestir, en su pequeña
filosofía de la vida… Progresiva pero indefectiblemente se creó un lazo de
empatía entre ellos, una especie de comunión vital al dictado de una especie de
destino –a falta de una palabra mejor-.
En unos seis meses, ya con una
relación en camino de consolidarse, Miguel se sentía renacido a una vida ya
dada por perdida y Julia sentía despertarse de un prolongado letargo. Fueron unos
meses en verdad ensoñadores, desconcertantemente felices. Incluso vivieron
juntos. El problema fue que la utopía romántica acabó deviniendo en una
realidad mucho más prosaica y, lamentablemente, más común. La realidad de una
relación consumiéndose y acercándose a un melancólico final.
-Perdona, pero no entiendo que
nos está pasando. Tenemos algo especial, algo que a nadie le ha sucedido y todo
se está yendo al carajo.
-No te pongas filosófico, quizá
lo nuestro no era para tanto. Me llamo Julia y hacemos las mismas cosas que
hacías con la novia cadáver, pero no hay que hacer de eso una enormidad.
-Basta de imbecilidades, creo que
no quieres afrontar lo que significa todo esto.
-Perdona, creo que eres tú quien
no quiere afrontar lo que pueda significar esto.
-¿Y qué coño es? –Miguel
comenzaba a sonar muy airado-
-Pues que si la otra Julia
siguiera viva quizá tu relación con ella igual hubiera acabado resultando una
mierda también, ¿entiendes? Yo he llegado más lejos que ella, soy su
prolongación; ella nunca vivió contigo.
Miguel casi oyó el ruido de una
fractura, de una estructura desplomándose tras caerse. Tras un zarpazo de ira
frenética que aturulló su mente, el Miguel desangelado y abúlico volvió a tomar
el control tras varios meses de eufórica vivacidad. Una mirada mutua, pero ni
muy intensa, ni muy prolongada, sirvió para confirmar que en ese momento ya no
había nada de amor. Todavía en convivencia ambos se fueron a dormir, en su
acepción más desapasionada, espalda con espalda, ambos cuerpos preservados de
cualquier empatía por una especie de burbuja transparente e impenetrable como
una rígida frontera. Al menos durante un buen rato. Tras despertar Miguel, de
lo que más que sueño era una hipnosis en vela, un trance turbio, sintió en su
espalda un frío polar que aprisionaba su espalda con un gran estremecimiento;
se sintió enfermar, caer en un malestar inédito. Apenas si duraría unos
segundos pero pareciendo dejar una impronta profunda, subcutánea, más dirigida
a su espíritu que a su cuerpo. Por instinto, Miguel supo que la causa de esa
sensación lacerante estaba detrás de él, en el espacio que ocupaba Julia. Con
más aprensión de la que hubo tenido en mucho tiempo se dio la vuelta y se
encontró con la otra mitad de la cama vacía, sin rastro de Julia salvo el
pequeño hueco de un cuerpo horadando un colchón. Alrededor, por la habitación,
todo estaba intacto, replicándose con precisión fotográfica la estampa de la
habitación antes de apagar la luz. Miguel inspeccionó el resto de las estancias
y aunque le seguían siendo extrañas -era la casa de Julia- apenas un vistazo
era más que suficiente para corroborar que estaba completamente solo. Para
Miguel ya comenzaba a ser ocioso hacer más pesquisas, toda la ropa y los
enseres de Jula estaban allí. Ella no. Creyó percibir que la casa iba también a
difuminarse, pero todo estaba allí firmemente plantado. “Yo he llegado más lejos que ella, soy su
prolongación” había dicho. Miguel, no excesivamente triste, se preguntaba de
que materia había estado hecha aquélla, la segunda Julia.
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