martes, 28 de noviembre de 2017

Tulpa





La cafetería “La Plata” tenía todas las trazas de ser un tipo de local llamado a considerarse, penosamente, especie protegida por riesgo de extinción. Era una cafería de toda la vida, amplia pero sin fastos, elegante pero sin ornamentación, animada pero pacífica. No estaba en absoluto avejentada y el trascurrir de los años había dibujado un rastro de solera más digna que vetusta. Un sitio educado y accesible; como dijo alguien, un lugar donde tomarse un café te hace sentirte parte de la civilización. Incluso los camareros llegan a ser el ejemplo máximo de la sobriedad y la discreción; solícitos y amables sin atisbos de servidumbre. En aquel ambiente Miguel Suárez, tras el trabajo y después de llegar a casa, pasaba las tardes embebido en una parsimonia indefinida y adormecedora, sin mirar, oír ni pensar en algo concreto. El tiempo que allí estaba se consumía al ritmo de su cigarro; lento, Miguel apenas daba caladas ni desprendía la ceniza.


En el filo del anochecer Miguel, habiendo consumido una tarde más, se disponía a hacer el maquinal gesto de echarse la mano a la cartera para pagar lo consumido –un par de cafés-, cuando en un gesto mínimo y fortuito, simple como girar levemente la cabeza, vio algo que lo sacó de su abúlico ensimismamiento. Un rostro; un rostro había paralizado totalmente su cuerpo y había pintado de lividez su propia cara hasta hacerlo parece vivamente aterrorizado. El dicho rostro pertenecía a una mujer sentada apenas a tres o cuatro metros de él, y sin duda era muy característico. Particularmente sus ojos lo eran; muy alargados, otorgando un ligero toque oriental, un amable exotismo. En su fuero interno urgió la necesidad de acercarse; no sabía muy bien qué. Además estaba hablando con un acompañante, presentarse así, de buenas a primeras, podría ser enojoso. Por una casualidad la mujer se disponía a salir en ese mismo momento de la cafería despidiéndose de su acompañante, lo que espoleó la atención de Miguel, a la postre completamente petrificado. Pagó de una vez la consumición, para satisfacción del camarero que con cara adusta miraba un poco extrañado, y trató de localizar con su mirada el rumbo que había emprendido la mujer, y aunque no le llevó mucho trabajo hacerlo, la dirección que seguía era la opuesta a la casa de Miguel.
¿Por qué no seguirla? Tal era la fascinación que la mujer irradiaba sobre Miguel; una fuerza poco menos que magnética y comprensible solo para él. De todos modos, nadie le esperaba en casa, no tenía nada urgente que hacer, ni hobbies que disfrutar; no era demasiado tarde y la cena podía esperar. Con las manos en la chaqueta y envueltos en la oscuridad reciente de una noche de Octubre ambos compartieron itinerario durante unos diez minutos, con Miguel a una distancia prudencial propicia para no ser descubierto. Tras unos instantes finales de callejeo Miguel aceleró el paso para ponerse a la altura de la mujer, justo cuando ésta estaba a punto se disponía a abrir el portal de su edificio. Tras abordarla se aprestó a hablar:
-¿Cómo es posible que estés aquí? No puede ser.
-¿Disculpe? No entiendo que quiere decir, creo que me confunde con otra persona.
-Dime quién eres. Dime que no eres Julia.
La mujer se quedó observando a Miguel seria en extremo, con un rictus provocado por una sorpresa no muy agradable al parecer.
-No sé de qué va esta broma pero déjame en paz por favor.
-Y sin embargo eres tú, no habría nadie más con esa cara. Hace mucho que te vi por última vez, aunque la recuerdo perfectamente. Pero no es posible que estés aquí.
-¿No crees que el truquito de ligar con aquello de “¿no nos hemos visto antes?” o “o yo te conozco de algo” está un poco pasado de moda? Y ya hasta en la calle. No quiero saber cómo has adivinado mi nombre, pero lárgate o llamaré a la policía.
-Luego te llamas Julia. Es todo tan increíble… Disculpa que te haya molestado, pero la coincidencia es asombrosa. Por favor, en mi defensa, permite que te enseñe algo.
La primera reacción de Julia, y seguramente la más racional,  fue alcanzar el portal y trasponer hacia su casa, pero había algo en la mirada del hombre que le hablaba que, lejos de inducir a temor, inspiraba incluso una indefinible lástima. Aun desconfiando decidió esperar el alegato. Miguel se echó la mano a la cartera y cuidadosa, casi devotamente, extrajo una foto y se la mostró a Julia. La sorpresa en su cara no se hizo esperar.
-¿De dónde has sacado esto? No me jodas, ¿esto es Photosop o qué?
-De ningún modo. Tengo esta foto desde hacer quince años, no tenía ni cámara digital. Nos la hizo mi hermano, un verano en una excursión a la sierra. Está tomada en Peñalara.
En la foto, de medio cuerpo, podía verse a ambos agarrados por el hombro y sonriendo mientras ella le estampaba un beso en la mejilla.
-Como ves ella es exactamente igual a ti. Incluso con el paso de los años es fácil darse cuenta de que los rasgos son idénticos. Por eso te he seguido hasta aquí desde la cafería. Y encima te llamas Julia.
La incredulidad era muy intensa en la cara de Julia y a pesar de que deberían haber saltado todas las alarmas (de paso acababa de saber que la había seguido) ella misma se sorprendió con lo que dijo.
-No entiendo nada, sube y me lo cuentas más despacio. No te preocupes, vivo sola.
La casa de Julia tenía un aspecto bastante agradable, particularmente el diáfano salón de elegantes muebles que incluía uno dedicado enteramente a discos de vinilo. Miguel se sentó en un sofá y ella en un sillón. Siguió un tiempo indeterminado de silencio, que a falta de cuantificar, pesó como si pasaran horas; Miguel, mirando a su alrededor en lugar de a los ojos de Julia comenzó su explicación.
-No sabría ni por dónde empezar, pero creo que lo mejor es que lo haga lo más simple posible. Yo salía con Julia, la chica de la foto, desde el último año de instituto, así que esa foto está tomada unos tres o cuatro años después. Nuestra relación se acabó al poco tiempo.
En este punto Miguel se paró y pareció verse en apuros para continuar, como si una mano invisible le oprimiese la garganta y no tuviera ni resuello suficiente para hablar.
-¿Te ocurre algo? Si quieres puedo ofrecerte un vaso de agua.
- No… no gracias. No resulta fácil ponerse a hablar de lo siguiente. En fin, cuando digo que poco después se acabó la relación, quiero decir que ella… Bueno, que ella murió. En un accidente de tráfico.
-Así que tenía una doble del mismo nombre y está muerta. Y tú te has encontrado con las dos. Es todo un poco metafísico ¿no?
-Creo que no te haces del todo a la idea de lo que esa casualidad me afecta. Mira, estuve yendo muchos años a terapia, tuve problemas muy graves de depresión. Y no estoy muy cerca de recuperarme. Nada de eso. No he vuelta a salir con ninguna mujer desde entonces y tampoco… es que lo hubiera hecho antes. Soy una persona peculiar, desde siempre. Siempre he sido el chico triste e introvertido hasta límites exagerados. No sé cómo sentirme ahora.
-Pues imagínate yo. Oye, no veo ninguna explicación racional para esto salvo la de una casualidad enorme. Hay gente con muchos parecidos, algunos extraordinarios. Joder, hay un doble de Messi en Irán y…
-¿Te gusta el fútbol?
Julia se quedó absolutamente petrificada ante esta pregunta tan banal dentro de una conversación tan trascendente. Pero sobre todo su sorpresa venía del absoluto dramatismo con que la pregunta fue formulada, como si una parte  de la existencia de Miguel fuera a ser determinada por su respuesta.
-¿Qué? Sí, pero… ¿Qué tiene que ver eso?
-A lo mejor os parecéis más incluso de lo que creemos, también en gustos. Tiene que haber un vínculo.
-Oye, creo que no tienes que no tomarte este como una señal, o yo que sé. Quizá no entienda del todo lo que te debe haber revuelto todo esto, pero lo más sensato sería que te olvidaras. No creo que te haga bien comerte la cabeza.
-¿Olvidarlo? ¿Pretendes que ignore todo lo de esta tarde? Ni siquiera me llega la camisa al cuello, maldita sea. Todavía tomo medicación, recuerdo a Julia todos los días y de repente me encuentro con una réplica suya…
En este punto Julia se enojó notablemente.
-Yo no soy réplica de nadie. ¿Me has escuchado bien? Me parezco a tu exnovia y eso es todo. Siento mucho tu depresión y tus traumas. Pero seguir ahondando en esto no haría la vida más fácil a ninguno de los dos precisamente. Es una puta locura.
-Entiendo. Éste es el efecto que causo en la gente. Supongo que ahora entenderás lo de “peculiar”. Bueno, creo que es el momento apropiado para marcharme. Discúlpame.
Dicho esto ambos se dirigieron hasta la puerta y apenas hicieron amago de despedida. Según bajaba las escaleras y cuando Julia estaba a punto de cerrar la puerta, Miguel se volvió con la mirada dura y, paradójicamente suplicante, para añadir más inquietud.
-A parte de lo del fútbol, te gustan los animales pero eres alérgica a su pelo y no puedes tener una mascota, te gusta salir a correr  por las mañanas, adoras la música de Schubert y añadiría que de pequeña te daban miedo los payasos. Si algo de lo que he dicho es cierto, al menos deberías reflexionar sobre ello. No te preocupes, ni me verás la cara siquiera a partir de ahora. Creo que he captado tu mensaje.
Cualquier intento de articular palabra por parte de Julia fue inmediatamente neutralizado por una oleada de confusión fronteriza con el miedo. Miles de pensamientos desordenados asaltaban su conciencia como la visión de un fantasma, que quizá era ella misma. Todo lo dicho por Miguel era rigurosamente cierto.
Solamente un poderoso ejercicio de contención pudo evitar que ambos se dirigieran la palabra en los días siguientes; eran un caso curioso de temor e inacción ante sus temores y de una diligente pereza totalmente reacia a romper cualquier rutina. Así pues, en los días sucesivos ambos siguieron yendo a “La Plata” como solían acostumbrar, con la intención de continuar sus vidas como si nada hubiera sucedido. Un observador superficial hubiera dicho que, al menos exteriormente, lo habían conseguido, pero un observador  atento percibiría el ligero temblor con el que Miguel sostenía su taza y su encorsetada rigidez para no volver la vista hacia donde sabía que estaba Julia; en Julia por su parte pudiera haberse visto unas breves, aunque relativamente numerosas, miradas furtivas a Miguel. Sin embargo en ella un sentimiento de piedad fue aflorando, quizá a resultas de sus disimuladas observaciones; observaciones que parecían mostrarle a un hombre desasosegadamente triste, abandonado del mundo y de sí mismo, como absorto en una tragedia condenada a repetirse una y otra vez. Finalmente, quizá dos o tres semanas después, Julia encontró la determinación suficiente para acercarse a Miguel.
-Como tú dijiste me ha dado que pensar lo que contaste acerca de mis gustos-
-¿Ah, sí? En qué acerté, si puede saberse. –El tono de Miguel era confusamente neutro, como si estuviera oyendo una afirmación evidente para él desde hace tiempo.
-En todo. He estado pensando en cómo podías saber todo eso de mí, si habías preguntado a mis amigos o yo que sé. Todas las respuestas eran complicadas o una locura. Así que vengo a preguntarte directamente si averiguaste eso de algún modo.
Un resoplido precedió a la respuesta de Miguel.
-Mira, yo no he averiguado nada. No sé qué piensas de mí, pero yo no busqué esto. Ahora mismo te miro como a un muerto que camina y me habla. Y a los muertos hay que dejarlos en paz, aunque…
-Aunque qué.
-Aunque muchas veces deseé poder volver a ver a Julia, poder volver a tenerla con vida.
-Ya, cuéntame cosas de ella.
De toda la maraña de sensaciones molestamente contradictorias que anidaban en Julia, fue la curiosidad la que consiguió la primacía y un extraño morbo la inducía a implicarse en un misterio temible, pero no exento de un ambiguo romanticismo. A medida que Miguel fue relatando su relación con la difunta Julia y describiendo cada atributo de ella, la Julia viva se fue sumergiéndose en lo que parecía ser una duplicidad inexplicable, en un evento abismal ilógico e irresoluble… y sin embargo fascinante. La Julia viva poseía más parecidos con la difunta de que lo que sugiere la normalidad; ambas coincidían en carácter, manera de vestir, en su pequeña filosofía de la vida… Progresiva pero indefectiblemente se creó un lazo de empatía entre ellos, una especie de comunión vital al dictado de una especie de destino –a falta de una palabra mejor-.
En unos seis meses, ya con una relación en camino de consolidarse, Miguel se sentía renacido a una vida ya dada por perdida y Julia sentía despertarse de un prolongado letargo. Fueron unos meses en verdad ensoñadores, desconcertantemente felices. Incluso vivieron juntos. El problema fue que la utopía romántica acabó deviniendo en una realidad mucho más prosaica y, lamentablemente, más común. La realidad de una relación consumiéndose y acercándose a un melancólico final.
-Perdona, pero no entiendo que nos está pasando. Tenemos algo especial, algo que a nadie le ha sucedido y todo se está yendo al carajo.
-No te pongas filosófico, quizá lo nuestro no era para tanto. Me llamo Julia y hacemos las mismas cosas que hacías con la novia cadáver, pero no hay que hacer de eso una enormidad.
-Basta de imbecilidades, creo que no quieres afrontar lo que significa todo esto.
-Perdona, creo que eres tú quien no quiere afrontar lo que pueda significar esto.
-¿Y qué coño es? –Miguel comenzaba a sonar muy airado-
-Pues que si la otra Julia siguiera viva quizá tu relación con ella igual hubiera acabado resultando una mierda también, ¿entiendes? Yo he llegado más lejos que ella, soy su prolongación; ella nunca vivió contigo.
Miguel casi oyó el ruido de una fractura, de una estructura desplomándose tras caerse. Tras un zarpazo de ira frenética que aturulló su mente, el Miguel desangelado y abúlico volvió a tomar el control tras varios meses de eufórica vivacidad. Una mirada mutua, pero ni muy intensa, ni muy prolongada, sirvió para confirmar que en ese momento ya no había nada de amor. Todavía en convivencia ambos se fueron a dormir, en su acepción más desapasionada, espalda con espalda, ambos cuerpos preservados de cualquier empatía por una especie de burbuja transparente e impenetrable como una rígida frontera. Al menos durante un buen rato. Tras despertar Miguel, de lo que más que sueño era una hipnosis en vela, un trance turbio, sintió en su espalda un frío polar que aprisionaba su espalda con un gran estremecimiento; se sintió enfermar, caer en un malestar inédito. Apenas si duraría unos segundos pero pareciendo dejar una impronta profunda, subcutánea, más dirigida a su espíritu que a su cuerpo. Por instinto, Miguel supo que la causa de esa sensación lacerante estaba detrás de él, en el espacio que ocupaba Julia. Con más aprensión de la que hubo tenido en mucho tiempo se dio la vuelta y se encontró con la otra mitad de la cama vacía, sin rastro de Julia salvo el pequeño hueco de un cuerpo horadando un colchón. Alrededor, por la habitación, todo estaba intacto, replicándose con precisión fotográfica la estampa de la habitación antes de apagar la luz. Miguel inspeccionó el resto de las estancias y aunque le seguían siendo extrañas -era la casa de Julia- apenas un vistazo era más que suficiente para corroborar que estaba completamente solo. Para Miguel ya comenzaba a ser ocioso hacer más pesquisas, toda la ropa y los enseres de Jula estaban allí. Ella no. Creyó percibir que la casa iba también a difuminarse, pero todo estaba allí firmemente plantado.  “Yo he llegado más lejos que ella, soy su prolongación” había dicho. Miguel, no excesivamente triste, se preguntaba de que materia había estado hecha aquélla, la segunda Julia.

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