jueves, 21 de diciembre de 2017

La Hora de a Verdad (parte 2)


No había ni rastro de sueño en Raquel, que optó por levantarse y vagabundear por su cuarto, como muestra de tedio y preocupación. Al llegar a la ventana pudo ver, realmente sin mirar, la calle vacía de personas. Hasta que en la calle vio algo que despertó mínimamente su interés: en la acera contraria había un hombre mirando fijamente, no a ella sino más arriba; al piso superior. Era un hombre extraño, completamente vestido de blanco, con las manos en los bolsillos, absorto en una continua observación que no parecía tener mucho objeto, alto y delgado. Raquel estuvo dos minutos mirándole y en esos dos minutos el hombre apenas se movió un ápice. Cansada, abrió la ventana (era verano) y se dirigió hacia su cama en demanda de poder conciliar el sueño.


 Apenas si se hubo posado en la cama, un objeto penetró por la ventana y cayó en medio de su habitación, causando nuevamente el terror en Raquel, cuyo ánimo conturbado no necesitaba mucho para eso. Fue parsimoniosamente hasta la ventana, pero fue para comprobar que no había absolutamente nadie en la calle; ni si quiera el hombre vestido de blanco. En las ventanas cercanas todo era oscuridad.
Asustada por la posibilidad de que fuera presa de nuevo de una funesta sorpresa, se fue acercando al objeto intruso como si fuera un objeto maléfico. Tras cogerlo y escrutarlo, se trataba de una piedra que había sido envuelta en un papel escrito. Cualquiera diría que era una primitiva forma de enviar un mensaje. El papel en cuestión solo tenía escrito lo siguiente: 18/11 12:43. Casi neutralizada en su capacidad de raciocinio, solo atisbó a pensar que se  trataba de una fecha y una hora. Por cierto, la fecha del día en que ella creía que estaba.
Sobrepasada por extrañezas y enigmas cayó sobre la cama llorando abiertamente, discurriendo que si pensaba fuertemente que aquello era una pesadilla acabaría por despertar, tal como pasa en muchos sueños. Su exigencia no tuvo ningún efecto, todo seguía allí intacto; aquel mundo desviado y turbador. Si acaso un rato después, fue capaz de discurrir que lo extraño de la limpieza de la trayectoria de la piedra; no había rozado la ventana, ni ningún objeto de su habitación.

En ese estado de vela angustiosa, aparentemente interminable, vio llegar la luz del alba sin haber podido conciliar el sueño. Conociendo los hábitos de su casa, o eso esperaba ella, aún tardarían media hora el resto de la familia en ponerse en marcha, tiempo suficiente para llevar a cabo la idea fija que la acompañaba desde hace horas. Acercarse a las urgencias del hospital más próximo. Ese atisbo de irreductible raciocinio que aún poseía Raquel la hizo componer un plan tan sencillo como factible. Vestirse, salir silenciosamente a hurtadillas y dirigirse a toda velocidad al hospital.
Según sus cálculos si se afanaba podría coger un autobús que en media hora podría llevarla hasta allí. Dicho y hecho; diligentemente se preparó y con extremado cuidado consiguió salir de su caso en el plazo razonable que ella se había marcado. En el momento en que abandonaba su habitación miró con preocupación a la piedra y a la nota de la noche anterior, decidiendo finalmente llevárselas consigo. La sensación de alivio al abandonar su casa fue notable, pero fue sustituida por una más inquietante e indefinida.

Raquel miraba a través de la ventana del autobús con una sensación de aprensión, como si una señal o una rareza indefinible pudieran aparecer en cualquier instante para rebatir su cordura. El autobús estaba repleto de gente somnolienta camino del trabajo, pero cuando Raquel echó un vistazo al interior, una de la figuras le produjo un respingo agudo y repentino, confirmación de que la señal que estaba buscando se encontraba muy cerca de ella. Sus ojos atónitos vieron como varios asientos más allá, al fondo, se encontraba el hombre vestido de blanco que vio frente a su casa hace apenas horas (y sospechoso de lanzar piedras con notas). La pose del personaje era la misma, no exactamente mirándola a ella, sino un poco más arriba; como si esquivara sus ojos.
El hombre permanecía absolutamente impertérrito, pareciendo casi más un mimo que una persona, sin embargo esa especie de mirada oblicua le producía un profundo malestar a Raquel. En un arranque de audacia se bajó del autobús en una parada inminente , con la idea de coger un taxi. Para su calma el hombre de blanco no hizo ademán de seguirla y en buena lógica (palabra vana en esos momentos) ya debería de haberlo despistado.
 En cualquier caso no esperó demasiado a recuperar el resuello y paró el primer taxi que pasó junto a ella. Tras montarse y dar las oportunas indicaciones sobre su destino, el taxista permanecía silente, sin despegar los labios, atento a una conducción que pasaba por ser cada vez más rápida y temeraria. Raquel, cuyos nervios vivían una angustiosa montaña rusa, no permaneció indiferente. Se agacho hacia el asiento del taxista para amonestarle, toda vez que la velocidad ya pasaba de 100 km/h en ciudad y varios de los adelantamientos habían sido de gran riesgo.

-¿Pero qué hace? Va como loco. Y esta no es la ruta.

-Al hospital sí. –El rostro del taxista al volverse era desagradable y amenazador; tenía media cara chamuscada y una mirada indefinible, que Raquel solo había visto en malos de cómic y en películas de terror.

Antes de que la demente carrera se convirtiera en algo irreparable Raquel trató de idear un plan salir de allí o de convencer al taxista.

-¡Por qué hace esto! ¡No le conozco de nada!

-Ya lo creo que me conoces. –Una sonrisa maliciosa, como una advertencia o un íntimo regodeo afloraron a su rostro-.

-¡Déjeme bajar, vamos a tener un accidente!

-Jeje, ¡esa era mi idea!

Estaban llegando al extrarradio, sorteando vehículos con una precisión cada menor y más cercana al peligro, cuando a la vista, pero cada vez más cera, pudo ver en medio de la carretera al hombre de blanco que, por tercera vez, aparecía en la vida de Teresa. Como si este tenaz perseguidor (había de serlo) tuviera algún tipo de autoridad o ascendente sobre el tarado conductor, éste se detuvo ante aquél dando un colosal frenazo.
El hombre de blanco había adelantado un brazo con la palma extendida, como si estuviese ordenando parar.  Afortunadamente no había ningún coche cerca con lo que se evitó cualquier posibilidad de colisión.
Milagrosamente Raquel había salido más o menos ilesa del embrollo, pero el conductor de la media cara chamuscada parecía muy gravemente herido; tenía la cabeza apoyada en el volante mientras sangraba profusamente por una brecha. Raquel estaba completamente desorientada, víctima de un mareo y de una apatía asustada que anulaba cualquier capacidad de reacción. De lo único que pudo darse cuenta es que el hombre de blanco estaba junto a su ventana y se disponía a abrir la puerta; la reacción de Raquel fue demasiado tardía.

-Ven conmigo, se empiezan a oír sirenas de policía. Debemos marchar- Así habló el hombre de blanco, mientras la agarraba del brazo; imperativamente, con voz maciza e inapelable-.

-¡Suéltame! ¿Quién eres? ¡Por qué me persigues!

-Me temo que ahora no es tiempo de explicaciones. Aparte de investigar el accidente, te devolverán a casa. Y tú no quieres eso.

-¡Suéltame! ¿Y qué es lo que quiero si se puede saber? –Raquel luchaba y forcejeaba-

-Respuestas. Explicar todo lo que te viene ocurriendo desde ayer. Empezaré por darte una: no necesitas  ir al hospital, más allá de la contusión no tienes nada Raquel.

Raquel, habiendo oído su nombre y reconociendo su situación en la lacónica frase del hombre de Blanco dejó de forcejear. Más como asombro que como aquiescencia o complicidad.

-¿Quién eres? ¿Cómo sabes todo eso? ¡Eso no es posible, no te conozco de nada! ¡Nunca he hablado contigo!

-Sí me conoces, igual que conocías al taxista. Por eso estoy aquí, para que recuerdes. Deja de resistirte tengo un coche aquí mismo.

En efecto, ambos llegaron a un coche negro, alargado aparcado en una calle poco transitada. Apenas había algún coche además de éste. Raquel, completamente petrificada se montó en el coche dirigida como una marioneta, vulnerable y asustada.

-Abróchate, yo también voy a correr un poco.

-¿Y todos los que nos han visto? ¡Hay gente acercándose, nos van a reconocer!

-Ahora muchos son enemigos por aquí. A falta de una palabra mejor. Arrancamos.

A una velocidad rápida, sin llegar a los niveles suicidas del conductor, se alejaron rápidamente de la escena del accidente. Raquel no sabía si por el mareo o por una inusitada pericia al volante de su acompañante veía pasar las calles de una manera alocada, como si se sucedieran en diapositivas. Llegaron a un punto en que había un descampado solitario, pero válido para aparcar. El hombre de blanco detuvo allí el coche.

-Supongo que tendrás muchas preguntas. Podemos para un poco. Dime.

-¿Supones? Desde ayer por la tarde mi vida se ha convertido en una absoluta locura descontrolada, y ahí entras tú también.

-Es una duda aceptable. Escucha atentamente, es simple pero difícil de entender. Tienes razón en que tu vida ha cambiado; mi misión no es explicarte en qué. Mi misión es que elijas entenderlo y lo hagas por ti misma. Más allá de esto no podré responder a muchas preguntas.

-Oh, perfecto. Todo está más que aclarado. Pues para empezar tengo una; mejor dicho dos. ¿Todo esto es real?¿Me estoy volviendo loca?

-La segunda pregunta es más fácil de responder; no, no estás loca. En cuanto a la primera, depende lo que consideres real, deberías preocuparte de eso más tarde.

Había algo crispante en el hombre de blanco que no contribuía en nada a calmar a Raquel; jamás miraba fijamente a los ojos (siempre excesivamente hacia arriba o hacia abajo, un gesto que ya se veía enfrente de su casa y en el autobús) y hablaba con un laconismo maquinal, tan parco que creaba enigmas más que resolver dudas.

-Bien, bien, ya está todo más claro, no te jode. ¿Y se puedes saber quién eres y quién te envía? ¿Cómo conoces tan bien mis circunstancias y dónde voy a aparecer?

-Soy la persona que entiende lo que pasa y en qué punto estás. Tú ahora no puede entenderlo. Tenemos que hacer un recorrido  para que seas tú quien llegues a una conclusión. Si intentara explicar lo que pasa ahora, solamente conseguiría aterrorizarte.

- Dime una razón por la que no deba marcharme

-Porque aquí vas a empezar a tener muchas gente buscándote. Policía, por ejemplo. Por el accidente con el taxista y por la huida de casa de tus padres. Ellos no quieren que sepas. Debemos irnos ya.

-Claro, hay que seguir un camino – un suave sarcasmo neutralizaba el miedo ya extendido por toda su alma-

-Correcto. Ahora deja de hacerte preguntas y mira a tu alrededor. ¿Te suena de algo este lugar?

Para su asombro, no era capaz de dar una respuesta firme al respecto, sin duda el lugar le era familiar pero era imposible determina por qué. No era una identificación fotográfica; lo que podía ver era como una amalgama de sitios conocidos o el rastro de un antiguo sueño.

-No… no sé muy bien que decirte. Es como volver a un sitio en el que habías olvidado haber estado.

-Bien, bajemos del coche y vamos andando. Nos iremos internando en el barrio, según vayamos andando creo que te encontrarás con algo significativo.

El hombre de blanco emprendió la marcha a buen ritmo y Raquel, cada vez más vulnerable y desorientada, hubo de seguirlo ante un miedo indefinible a quedarse sola en lo que parecía ser un territorio comanche. Fueron adentrándose en un barrio de callejuelas estrechas, tortuosas y cada vez menos luminosas, como si el sol se quedara atrancado en una atmósfera densa y ominosa. Tras uno diez minutos andando el hombre de blanco se paró y le dijo: ¿Y ahora, qué te parece esto? Antes de responder, Raquel pudo fijarse mejor en el rostro de su acompañante. Cara angulosa, nariz aguileña y unos ojos negros fríos y enigmáticos que nunca miraban fijamente a los suyos. Un breve momento después Raquel tuvo una inspiración.

-¡No puede ser! ¡Claro que ahora lo conozco! Es… es el barrio de Roberto. Pero está todo depauperado, muy desmejorado. Las calles eran más anchas y luminosas, era un buen barrio, Es como mirar el rostro de una persona enferma, cuando siempre la has conocido sana.

-Interesante definición. En efecto, estás en el barrio de Roberto. He aquí la fuente de tu dilema, y es mejor que lo compruebas de primera mano. Con tus propios ojos. Vamos a su casa. Anda tú delante ahora.

Raquel, aun sintiendo que se estaba metiendo en un lugar entre lo maldito y lo desconcertante, fue guiándolos y apenas dudó, hasta que llegaron enfrente de la casa de Roberto.

-Ya estamos aquí, no me puedo creer que sea el mismo sitio. Era una zona nueva, y ahora parece el casco antiguo de una ciudad bombardeada.

-Llama al portero, a su piso.

-¿Contestará él? Todo el mundo parece denegar su existencia.

-Eso es lo que has venido a averiguar.

Esa respuesta en singular, como si se desvinculara de todo aquel enigma crispó nuevamente a Raquel, que tuvo que contener sus ganas de contestar agriamente. Las ganas de llegar a la verdad fueron mayores y acabó apretando el botón del portero automático. La espera duró unos segundos y finalmente contestó una voz carrasposa, aviejada. Raquel fue incapaz de reconocer esa voz. Siguió a todo esto un silencio que hizo que la voz proveniente del telefonillo insistiera. Raquel temerosa y pletórica de miedo finalmente contestó.

-¿Está Roberto, por favor?

-Se equivoca de piso, no vive aquí ningún Roberto. Lo siento.

-No puede ser, tiene que vivir aquí. –Raquel se derrumbó casi en el sentido literal de la palabra, sus rodillas se inclinaron ligeramente y comenzó a gimotear. Antes de que la persona al telefonillo se retirara, el hombre de blanco entró en acción.

-Señora, en realidad preguntamos por la familia de Miguel. Por Pablo de Miguel y su esposa. ¿Podría ayudarnos?

Dos hechos asombrosos volvieron a asombrar por enésima vez por a Raquel; conocía el nombre y el apellido del padre de Roberto, y por otro lado la mujer accedió ipso facto a hablar con ellos, como si la voz de su acompañante fueran del todo imperativa; como si no hubiera opción a proceder de otra forma. El piso era el primero, el hombre ,decidido, y Raquel bamboleante, se adentraron en el inmueble. Antes de entrar Raquel recibió instrucciones de parte del hombre.

-Mejor será que hable yo. Tú limítate a no impresionarte demasiado y a mantener la compostura en lo que sea posible. Vas a oír cosas extrañas. Cosa que ya no debería sorprenderte. Mucha calma.

-¿Qué desean saber sobre los de Miguel? –  Abrió la puerta una anciana que confirmó los indicios de vejez; por otra parte no desentonaba en absoluto ni con la casa, ni con el barrio. Había algo de decrepitud pululando por todos los sitios.

-Somos parientes lejanos y queríamos reencontrarnos con ellos. Las últimas señas que tenemos son de aquí y si al menos no les encontramos quisiéramos saber dónde encontrarles. Mi hija ha dicho Roberto porque es el nombre del hijo de Pablo. Una confusión.

La anciana nos observaba con atención para evaluar tanto nuestro aspecto como la verosimilitud de nuestras palabras. No parecía acabar de estar satisfecha.

-¿Parientes lejanos? Lejanos en el tiempo y en el espacio según parece. Aunque me fie poco de ustedes, no es mucho lo que puedo decirles. Solamente sé que les compré la casa hace casi veinte años. Apenas les conocía. En cuanto a Roberto siento decirles que murió con siete años, atropellado enfrente de esta casa. Los de Miguel se marcharon, según se decía, para olvidar el dolor de la pérdida. Y hasta aquí puedo leer.

-¿Dónde fueron?

-Lejos, al extranjero. Ni siquiera me acuerdo dónde. Ya les he dicho todo lo que se de sus, ejem familiares. ¿Qué le pasa a su hija?

Raquel se había desplomado en el descansillo (ni siquiera entraron al piso) y estuvo a punto de caer por las escaleras. Un completo estado de shock casi la había fulminado; exánimes cuerpo y mente.

-No es nada, supongo que es producto de la impresión por las noticias que nos da. No son muy alentadoras.

-Oigan no sé si son alentadoras o no, pero hasta aquí llega mi colaboración. No sé qué es todo esto pero no me metan en sus asuntos. Que vengan veinte años después a preguntar por ellos unos “familiares” no cuela. No me metan en sus líos. Si quieren les doy un vaso de agua para la joven, pero hasta ahí.

La anciana encendió unos ojos iracundos, abiertamente hostiles; como, de hecho, había algo de hostil en derredor, o así lo parecía. El instinto primario de cualquier persona cuerda indicaba huir de allí cuanto antes. El hombre blanco levantó una mano para parar, o para reconvenir, a la anciana, se despidió de ella y con toda la destreza de la que fue capaz llevó hasta el exterior a Raquel, estólidamente derrotada. Poco después pareció recuperar la capacidad de hablar, sentada ya en la acera.

-¡Éste no es mi mundo, toda la realidad se ha vuelto loca! ¿Cómo es posible que haya muerto Roberto a los siete años? ¡Yo recuerdo haberlo visto antes de ayer!

-¿Y qué hicisteis antes de ayer?

Raquel no tuvo más remedio que adoptar la expresión un poco boba de quienes están seguros de la respuesta obvia a una pregunta pero la han extraviado en algún lugar inaccesible de su memoria.

-No… no me acuerdo ahora.

Mientras tanto el hombre de blanco parecía reflexionar sobre ello.

-Quiero que mires una cosa, en la medida de lo posible trata de refrenarte; no nos conviene llamar la atención aquí.

En ese momento se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta blanca y extrajo lo que resultó ser una fotografía. Acto seguido se la mostró a Raquel:

-Dime, ¿la reconoces?

La fotografía pudo producir muchos efectos en Raquel; regocijantes, o aterradores. Las variables emocionales, ya terriblemente vapuleadas, no eran fáciles de prever cuando no hay nada sólido a lo que asirse. En la foto se podía ver al objeto de tanta desazón, la causa efectiva de la pesadilla, la razón de todos los misterios. Era una foto de Roberto, en apariencia reciente, y tomada en frente de su casa; donde estaban ellos ahora. Una incongruencia añadía confusión, irradiaba aún más incertidumbre. La casa morfológicamente era exactamente igual, pero tenía una apariencia mucho más lustrosa y elegante; una casa realmente sofisticada. Raquel hizo atisbo de gritar, pero la mano de su acompañante se lo impidió. Por primera vez había algo de amenaza en los ojos del hombre de blanco. Raquel, sacando fuerzas ni se sabe de dónde, se calmó.

-Entonces no está muerto. Por favor, ¿dónde estamos? Solo quiero que todo sea normal. Todo el mundo se ha trastocado desde ayer y no sé por qué. Me siento una víctima entre millones, como si solo yo fuera la engañada.

-Escúchame muy atentamente Te diré para qué estoy aquí. Trato de guiarte para hacerte ver que tienes dos opciones ahora mismo y ninguna pasa por recuperar la vida que tenías. Mi misión  es ayudarte a llevar a cabo lo que hayas decidido en cada uno de los casos. Esta foto te muestra que no estás donde estabas antes de ayer, un acontecimiento crucial ha pasado. Por un lado puedes quedarte aquí sin más, dejarte llevar y adormecerte en el olvido. Ya estás empezando a olvidar cómo era tu vida, empezando con lo que hiciste antes de ayer… Y esto irá a más, dentro de nada estarás tan adaptada a este lugar, que ya no sufrirás, lo habrás asumido todo. Ni sabrás quién era Roberto. Pero si decides saber la verdad yo puedo ayudarte, puedo llevarte al lugar donde lo entenderás, pero no puedo decirte ahora mismo cuál es esa verdad. Ni asegurarte si te gustará o no. Es el precio de la lucidez. ¿Realmente quieres saber lo que pasa? Así que elige entre adocenarte y olvidar, o asumir el porqué de esto.

Abandonando su acostumbrado laconismo, la perorata del hombre de blanco fue surtiendo un efecto progresivo pero todavía algo ineficaz.

-Yo solo quiero estar bien.

-Es un concepto un tanto amplio; no estarás bien siempre, incluso aunque elijas olvidar. Ningún olvido se puede acallar eternamente. Y aunque así fuera ¿es preferible olvidar a tu prometido o recordarlo con dolor?

-¿Estás aquí para que elija saber la verdad?

-Estoy aquí para que elijas, sea lo que sea. Y cuando decidas, necesitarás un ejecutor.

A Raquel se le antojó un poco siniestra la palara “ejecutor” tal y como la dijo el hombre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario