jueves, 23 de noviembre de 2017

El Oficio de Recordar

 “Algo bueno ha de tener la rutina”, sopesó el inspector de homicidios José Arnalte,  observando con un domesticado estoicismo lo que se tendía ante él. Un aire parcialmente brumoso se alojaba en sus ojos, lo que un lego en los avatares truculentos de la investigación policial podría confundir con algún tipo de irrespetuosa pereza. De entre todas las escenas criminales que pudo haber presenciado hasta entonces (18 años de carrera) no era de lejos la más brutal u ominosa, pero era indispensable evitar a toda costa las trazas de un funcionario ante un aletargante legajo. El inspector Arnalte, aparte de usar la rutina para cercar la repulsión, se encargaba de accionar su proactividad mediante un apreciable surtido de salutaciones soeces:



-Joder, ¿no podíamos parecernos en algo a las películas? Ya sabéis, en esas en la que al inspector le endosan un puto café caliente según llega al lado del fiambre.

-Coño Arnalte si es una cuestión de frío a lo mejor el señorito podía pedir una excedencia los inviernos, o en su defecto abastecerse en la cafería más próxima. Pero descafeinado; lo digo por aquello de conservar intactas ciertas constante vitales, como el corazón y tal.

Quien así habló era el compañero en la Brigada de Homicidios de Arnalte, Samuel Ayuso. Veterano en las labores de sabueso y de contrapesar el ulceroso humor de su colega. Sus rangos eran homologables, pero la sensación general en el cuerpo era de que era un especie de escudero. Uno de sus más asombrosos méritos consistía en radiar una medida cantidad de insolencia sobre Arnalte sin sufrir represalias de cualquier índole. Al menos hasta ahora.

-Tú sí que eres un amigo. Sabes que soy todo corazón, gruñó Arnalte encajando el exabrupto. ¿Y bien, cuál es el menú de hoy?

La pregunta iba dirigida a un agente de la policía nacional situado al lado de los inspectores. La sorna berroqueña y negroide del tono hizo vacilar ligeramente al interpelado:

-Gloria Méndez. Mujer de 36 años, soltera. Llevaba varios días sin que se le viera el pelo, y anoche a las dos de mañana se oyó un grito bastante notorio. Finalmente un vecino decidió a llamar a la policía y…

- Y aquí entramos nosotros –interrumpió Arnalte, dejando con un punto en la boca al agente mientras se aproximaba al cadáver de la mujer. Bueno, amigo Ayuso ¿qué te parece?

-Yo diría que es un suicidio de manual. El cuerpo está exangüe, sin duda por el corte realizado en la muñeca. Un corte a conciencia, observó mientras se acercaba al cadáver de la joven, hecho en vertical lo cual es prácticamente irreparable. No era una clásica llamada de atención, sabía que era terminante. Además las huellas de la víctima parece que están en el cuchillo utilizado. No se han encontrados otra distintas en ninguna parte.

El cuerpo estaba tendido en la cocina y la sangre había irrigado gran parte de la estancia. Curiosamente Arnalte creyó advertir algo levemente diferenciador respecto de otras escenas similares que había visto. La muesca cadavérica, ya fijada como una máscara, retenía un hálito de tristeza,  un hondísimo pozo de negrura y desencanto. Tuvo la incómoda sensación, apenas durante un segundo, de que el cuerpo iba a romper a llorar. Era la clase de conmoción que se podía sortear mediante cualquier suerte de profesional desdén:

-Ajá, entonces recuérdame que hacemos aquí la feliz familia de homicidios resolviendo un caso obviamente ya resuelto.

-Te creía más informado en materia de sucesos. Sobre todo teniendo en cuenta que adoras tu trabajo (era imposible discernir la hondura o inexistencia del sarcasmo en tal sentencia) Como bien sabrás, apenas a diez minutos de aquí acaeció otro caso de suicidio la semana pasada. Y según parece esta infeliz casualidad nos ha traído aquí. A alguien le ha parecido mucha coincidencia…

- Por Dios, ¿de repente nos movemos por coartadas esotéricas? Por muy lamentable que sea todo esto creo que debemos recurrir a las leyes de la probabilidad y las casualidades. ¿Hemos de suponer que el suicidio se contagia?

-No, pero no sería la primera vez que algún tipo de secta o credo extraño lanza a sus adeptos al suicidio. O yo qué sé. Además los que acudieron al primer suicidio dicen que hay cosas bastante similares entre ambo casos.

-Corrígeme si me equivoco, pero tales muertes ¿no suelen ser fruto de suicidios colectivos o algo así? ¿Y qué casualidades son esas? ¿Fue también mediante un metódico corte vertical en la muñeca?

- Al parecer sí, pero no tengo muchos más argumentos para tratar de convencerte. En lo que aquí respecta todo parece estar más o menos claro. Hemos tomado declaración a algunos vecinos y al casero. Tampoco han aportado mucho, al parecer no llevaba mucho tiempo en el inmueble y no debía de  ser una persona muy tratable. Todos deslizan que no era habladora, ni socializaba apenas nada. Nadie quiere llamarla borde, supongo que por no parecer poco delicados, pero eso es lo que parece. Y lo del grito no cuadra mucho con un suicidio al uso.

- ¿Alguien vio a la tal Gloria ayer por la tarde o la noche?

-No, los vecinos de rellano la vieron hace un par de días, pero visto el poco contacto que tenía con los demás…

-¿Familiares? ¿Os habéis puesto en contacto con alguno?

-Con sus padres; viven en Zaragoza y ya vie…¿Perdón?¿ Se puede saber adónde vas?

-A meditar. Si lo que os preocupan son los parecidos recabad toda la información pertinente y luego cotejamos ambos.. ejem ¿misterios? Si hemos de ciscarnos en toda evidencia tendremos que hacer un poco de trabajo intelectual. Modelo: las siete diferencias. Cuando lleguen los padres sacad lo que buenamente podáis.



Albert Camus dejó dicho de Humphrey Bogart que sus personajes obraban sin vergüenza, pero también sin orgullo. Como formados por un lúcido fatalismo. A José Arnalte le faltaba una gabardina atada a media cintura, un sombrero Borsalino y un pitillo entre los labios para ser un personaje inequívocamente “bogartiano”. Pero tenía sus propios fantasmas atenazándole en su modesta estancia habitada solo por él mismo. Reo de su propia culpabilidad aún recuerda la ausencia el día que su mujer, Víctoria, murió. La triste paradoja de que él, un vigilante, un protector, estuviera ausente, lejos, trabajando cuando su mujer fue ataca en su propia casa, reverbera aún como una marca casi indeleble de perpetuo reproche. Desde entonces la palabra “trabajo” es una pura partida intelectual que a veces obra como función de analgésico.

En aquella casa apenas se toleraba, y a duras penas, la media luz, y en aquella penumbra José Arnalte estudiaba con ensimismamiento metódico un dossier con todo lo que se sabía del primer suicidio y con lo que se había podido averiguar del segundo. Las coincidencias no eran demasiado esclarecedoras como para llegar a ninguna parte. El primer finado era un varón de 43 años, de nombre Alberto Ugarte, divorciado, sin compromiso conocido. Lo único que podía unirles era su actitud elusiva para con los vecinos y, lo que resultaba una enervante (así se lo pareció viendo las fotos del informe) coincidencia, el mismo rictus mortificante pero paradójicamente poseedor de un aparente hálito de vida. La misma tristeza. Ambos cadáveres parecían reprocharse algo a sí mismos durante el último aliento.

No estando seguro de qué estaba buscando exactamente y un poco conturbado por la expresión facial de los suicidas, Jose Arnalte optó por poner darse a sí mismo un respiro y en un movimiento poco menos que inconsciente encendió el televisor. En un giro irónico de los acontecimientos no le fue posible ni tan siquiera una breve evasión; en un informativo daban cumplida cuenta a modo de pequeño reportaje de los dos recientes suicidios, que incluían entrevistas a vecinos o viandantes próximos a los inmuebles. Lo que José Arnalte consignó fehacientemente, mueca mediante, como vehemente hartazgo se tornó de repente en una inesperada atención cuyo volumen aumentaba a grades pasos. Una casualidad banal, insignificante, evanescente, consiguió descolocarle.

Y en su visión había un hombre que salía en los dos pequeños reportajes. De aquel hombre podían destacarse sus ojos y su altura. Un tipo de casi dos metros, de apostura casi rectilínea hasta parecer algo ortopédico. Por su lado los ojos no eran muy grandes, pero apenas si concedían algún gesto de pestañeo; era como si lo que fuera objeto de su mirada cayese en un extraño centro de gravedad. Si no se dedica al hipnotismo, ese hombre se está empleando en lo que no debe, pensó Arnalte en una ráfaga de distensión. Por  lo demás su rostro se veía levemente arrugado, signo de una incipiente vejez. En el primero de los reportajes el hombre era visible al fondo, mientras en primer plano se efectuaba la entrevista. Su actitud no era indiferente a la cámara, a pesar de no encontrarse cerca miraba el objetivo casi a modo de advertencia. “No conviene mirar muy lejos” fue lo que parecían decir aquellos ojos casi inamovibles. La turbación dio otra vuelta de tuerca más cuando en el segundo reportaje, el hombre alto fue el objeto de la entrevista. Un especie de velo comenzó a interponerse entre Arnalte y el televisor, como si una visión nublada hubiese tomada posesión de todo lo que podía percibir. Apenas entendió algo de lo que decía aquel decididamente inquietante tipo a cámara, pero no parecía ser nada importante. Menos para Arnalte, que enérgicamente fue impelido a la acción.

-Hombre Arnalte, cuantísimo honor recibir tu llamada en medio de una suculenta cena a base de pizza y Coca Cola. ¿Qué ocurre?

-Tengo tu maldita conexión entre ambos suicidios. Bueno al menos creo que la tengo, de momento es tan solo un pálpito.

-¿Un pálpito?¿Me está hablando el Pepito Grillo del método científico? ¿El que se ríe de todo lo que tenga que ver con la intuición? ¿Qué rayos has visto?

-He visto a un mismo hombre en las dos escenas de los suicidios. En la tv, en las menciones del telediario.

- Hemm, me temo que tendrás que ser más específico. Y sobre todo más concluyente, habida cuenta de que “ver a un mismo hombre” en dos lugares separados por apenas diez minutos no es precisamente inventar la rueda. Digo esto además porque tras lo que han dicho los padres, todo doloroso pero de escaso interés policial, la cosa está a punto de cerrarse como un suicidio usual. De hecho estoy cada vez más de acuerdo con tu clase magistral de escepticismo de esta mañana. No sé por qué nos han endosado esto.

Por primera vez en un larguísimo periodo de tiempo José Arnalte, estólido, seco y amante de concluir cualquier discusión con una irrefutable (para él) andanada de sólidos argumentos no supo muy bien qué decir. Y lo que dijo era un reflejo absolutamente infiel de lo que solía ser.

-Lo sé… pero hay algo en ese hombre. Joder, no sé explicarlo. Extraño. Su mirada…

Consciente, cada vez más, de que lo que estaba diciendo rozaba la absurdidad interrumpió su frase y el curso de sus pensamientos.

-Oye Jose, no sé muy bien lo que te está rondando la cabeza, pero me atrevería a decir que no te beneficia. Casi prefería tu pose de tipo duro con modales cuarteleros. Hablando en serio, te veo raro y estoy a un pelo de preocuparme por ti. Creo que todo esto acabará en caso cerrado tal cual está, sin más salvedades. Diría que es lo lógico.

-Sí, lo lógico… En fin Sam, te veo mañana. Disfruta de tu frugal cena.

- Descansa Jose, disipa los fantasmas, observó Samuel con inusitada seriedad.

Al colgar Arnalte se quedó mirando el dossier como un puzzle a medio armar sin posibilidad de resolución.


El barrio, ya previsiblemente llamado “de los suicidios, a la hora del crepúsculo ofrecía un aspecto de tinieblas pintadas de añil oscuro. En el ambiente de finales de Noviembre las luces pendían como una constelación de pequeños soles. En aquella penumbra espesa José Arnalte paseaba en un estado de obsesión, serena pero firme. En efecto, el muy bien fundado presagio de Ayuso tuvo lugar y las diligencias no arrojaron otra cosa sino un suicidio sin otra peculiaridad que la proximidad temporal y física de otro. En un raro azar, el melancólico pragmatismo del inspector había cedido a un desacostumbrado vínculo con su más remoto instinto. No había objeto concreto para aquel paseo, quizá la sensación de zozobra desde que descubrió la casualidad del hombre que se “coló” en ambos suicidios. Era fin de semana por la noche, sin servicio, y ya estaba tocando a su término el extraño paseo cuando la honda impresión que sintió días antes volvió para apoderarse de él.

En un hombre acostumbrado a actuar con temple, ya por carácter, ya por imperativo, fue una fracción de tiempo relativamente la que tardó en reaccionar ante la presencia del hombre alto. Inopinadamente Arnalte se dirigió al hombre sin algo siquiera similar a un plan, un esquema de lo habría de decir en apenas unos segundos. Que el hombre correspondiera saliendo a su vez a su encuentro no fue del todo tranquilizador. No obstante el magnetismo animal, por así decirlo,  era lo suficientemente fuerte como para que ambos se toparan de manera inevitable.

-Yo le conozco, le vi hace no mucho. Yo diría que a usted a usted tampoco le soy desconocido.

La manera de hablar del hombre desconocido era lo más parecido a la ventriloquía que una persona puede utilizar en una conversación entre personas, sin muñecos de por medio. No era del todo consolador que su voz estuviera acorde con el gélido paisanaje del Madrid de Noviembre. Arnalte dubitativamente contestó a este especie de saludo.

-Sí, su cara me es familiar. Le vi en televisión, en los informativos. Por aquello de los suicidios.

-“Por aquello de los suicidios”. Le felicito por su ojo clínico señor. Apostaría a que un hombre con esta privilegiada visión debe sacarle partido muy a menudo. (La cara del hombre casi inerme)

-No se me da mal. (El aplomo de Arnalte puesto a prueba concienzudamente) ¿Conocía a los suicidas?

-No más que a otros, pero conocía lo suficiente de ellos. Deduzco que tiene algún particular interés por el asunto inspector. Lo cual es lógico.

- ¿Perdón? ¿De dónde saca que soy inspector?

Una especie de influjo se iba manifestando sobre Arnalte. Y tuvo la sensación de que moverse solo conllevaría una mayor claudicación. Como en las arenas movedizas.

-Yo también deduzco y observo. Veo que ha estado sumamente atento a los avatares de los casos, lo suficiente como para darse cuenta de que he aparecido dos veces en televisión, una de ellas fugaz. También veo que ha preguntado de forma bastante directa sobre los suicidios y conozco la mirada preocupada de un vigía al acecho de algo que se le escapa. Sin embargo le diré que mi ojo clínico se basa en un especie de… intuición, si quiere llamarlo.

Su mención a la intuición fue acompañada de un indefinible amago de sonrisa. Arnalte comenzó a echar de menos su rictus marmóreo.

-Soy un ciudadano preocupado paseándose. ¿Puedo preguntar de qué conocía a los fallecidos?

- Podrá en un segundo, en cuanto estemos sentados en la cafetería que puede ver en enfrente. Podremos hablar largo y tendido. 

Más que una invitación parecía una orden sin posibilidad de refutación. Arnalte, de cualquier modo, aceptó con obediencia hipnótica. La cafetería no era muy amplia pero era coqueta y un sitio acogedor para un paseante en medio en medio de un mar de frío. Los dos hombres se sentaron en una mesa en medio del establecimiento. Invariablemente aquel hombre, cada vez más lóbrego, seguía llevando la iniciativa. Tras pedir las consumiciones y recibirlas (un vino para él hombre, un café para Arnalte) abrió fuego:

-Yo conocía a ambos más que ellos a mí. Tanto al hombre como a la mujer. En realidad, más que conocerlos a ellos conocía lo que hicieron.

-¿Cómo es eso? ¿Qué conocía de sus vidas?

-Digamos que yo también me dedico a saber.

-¿En serio? ¿Es detective o algún tipo de investigador?

-Podría llamarse así según su perspectiva. La diferencia es que los implicados no vienen a mí, yo voy a ellos. Es como si me invocaran o me conjuraran. No pueden evitarlo. Y me dedico… a recordar.

-Señor, creo que esto una vulgar chifladura. Le agradezco el café, pero creo que ninguno deberíamos estar aquí.

- Claro que debemos estar aquí. Usted quiere estar aquí. Piénselo y siéntese señor inspector.

La voz y el semblante del hombre aunaron aún más amenaza y coerción. La cosa había pasado de seria a delirantemente alarmante. Arnalte subió la voz

-¿Por qué coño me sigue llamando inspector?

-Porque lo es Señor Arnalte. Del mismo modo que Gloria era enfermera y Alberto inspector de hacienda.

Dando un sorbo al vino, de repente de aspecto sanguíneo, el hombre parecía controlar con sus ojos los movimientos de Arnalte. Quieto y arrebujado en  su silla cuando, en su interior, sabía que la razón ordenaba salir corriendo de allí.

-¿Qui… quién es usted? ¿Cómo sabe cómo me llamo?

-No creo que sea cuestión de nombres. Más bien de hechos, como le decía antes.

Arnalte miró a su alrededor. De repente el mundo se había ralentizado, las personas se movían a la velocidad de fotogramas exageradamente lentos, casi como congeladas. Incluido el mismo.

-Si han hecho bien su trabajo, como creo que han hecho, habrán sabido que Gloria convenció a una compañera de trabajo a invertir en las acciones de determinado banco gran parte de sus ahorros. Dada su afición a ojear informativos, ya sabrá a cuál me refiero. Todo ello porque el hermano de Gloria trabajaba comercial en ese banco. Por su puesto, una vez que el banco se fue hundiendo, la compañera de Gloria perdió casi todo lo que tenía. Todo ello no hizo solamente que Gloria perdiese una amistad o recibiera numerosas reprobaciones. La compañera, fue entrando en barrena. ¿Se lo imagina? Principalmente a base de alcohol. Desdichadamente eso no cuadra bien con la conducción y un accidente acabó con su vida. Un buen motivo para confirmar la tesis de suicidio ¿no? Una punzante sensación de culpabilidad de Gloria.

-Muy bien, esto termina ya. Suicidio, sí. Pero tendrá que aclararme  como sabe eso con detalle.

-Oh, veo que la idiosincrasia de su trabajo vuelve a imponerse señor inspector. ¿Me va a detener? Le sugiero que me escuche hasta que acabe lo que tengo que contar. La curiosidad también debería formar parte de su formación.

-¡Se acabó viejo lunático! ¡Dígame quién es!

-¡Siéntese! Sus órdenes no valen nada aquí. Sea observador…

Mirando alrededor, Arnalte pudo ver como el mundo seguía a una velocidad distinta; tiránicamente obstinado en obviar sus gritos. A los ojos y oídos de los demás ambos hombres parecían inexistentes. El inspector derrotado hubo de ceder.

-Y ahora cálmese. Intente comprender lo que voy a decirle. También conozco los hechos de Alberto. Verá, la fidelidad  acabó por ser una virtud ausente en él. Es todo un clásico. Un hombre casado que tiene una amante y es encontrado en flagrante infidelidad merced a un cambio en el frágil equilibrio de horarios que hicieron posible el engaño. Alberto no era un tipo muy imaginativo, todo ocurrió en su propia casa. Ahora trate de imaginar a la esposa corriendo escaleras abajo, salir a la calle igualmente deprisa y, víctima del despiste, ser atropellada. Falleció poco después. Tras unas diligencias policiales digamos que hubo una tabla rasa.  Perspicazmente habrá llegado a la conclusión de que el desencadenante del suicidio fue similar en ambos casos.

Una vez metido hasta el cuello en esta pesadilla, Arnalte se adaptó y mostró cierta templanza.

-¿Y su conclusión cuál es? Parece que estemos aquí por eso.

-Respondiendo a su pregunta le diré que hay algo en la naturaleza humana que nos divide entre querer vivir y querer morir. Lo he visto mucho. Ninguno de los dos era culpable directo de las muertes, ninguno quería ser un asesino.  Sin embargo a los que quieren morir no les es dado encontrar la fortuna de la redención fácilmente. Aunque no son inocentes, ninguno quiso matar a nadie, pero su culpa fue un fardo.

-Estupenda digresión. Todo esos hechos nos constaban sobre ellos, y nos llevaron a declararlos suicidas de manual.

-Sin embargo, siempre tuvo la idea de que faltaba una pieza ¿no es eso?.

El miedo volvió a hacerse fuerte en Arnalte.

-S..sí.

-Bien, creo que puedo complacerle. Pero creo haberle dicho anteriormente que uno de mis méritos es recordar. No debe buscar muy lejos. Como dije a Gloria y a Alberto, acuérdese de sí mismo.

-¡De qué!¡Maldita sea!¡De qué!

Furia y temor en la voz de Arnalte.

-Usted me ha oído contar dos historias. Pero usted tiene otra similar. ¿He de recor..?

-¡No! ¡No! ¡No! ¡Hijo de puta! ¡No puede saberlo!

Acto seguido Arnalte cogió de la solapa al hombre preludiando una agresión física. No obstante el misterioso tipo agarró al inspector por la muñeca y le sentó por la fuerza. Todos los clientes de la cafetería persistían en su inexplicable ausencia de movimiento. Un mundo dentro de otro mundo.

-No puede escapar inspector. Esa posibilidad se esfumó hace algún tiempo. Si no, no hubiera venido aquí a buscarme. Está obligado a escuchar.

-¡No! ¡Joder!

- Su propia paradoja revela su sufrimiento. ¿Un policía perdiendo a su mujer en un asalto a su casa? ¿Y estando usted fuera de casa? Alguien que debe servir y proteger. Si bien no resulta tan contradictorio ¿Homicidios. Verdad? Digamos que su labor es a posteriori (en este punto se dibujó una sonrisa indefiniblemente lúgubre), tras la muerte. Pero volviendo a su mujer, recuérdela golpeada y degollada; recuerde sus promesas de protegerla a ella la primera de entre los demás. Y no pudo evitar un simple atraco a su casa. Pero dígame Inspector ¿no está orgulloso de ella? Luchó admirablemente, si bien ello colaboró al desenlace violento. ¿Sigue recordando qué usted estaba a unos 300 km dando una conferencia? Así que respóndase a sí mismo y diga si es usted la pieza que falta. ¿Hasta dónde se atribuye culpa? ¿Decide vivir o morir?

El monólogo del hombre era en realidad un soliloquio, Arnalte era poco menos que un pelele con más dolor que entendimiento. El tiempo que así permaneció fue incuantificable, lo mismo pudo ser efímero que inabarcable; mientras el negro se hacía en sus ojos. Cuando recobró cierto dominio de sí mismo, estaba inexplicablemente en su casa, incapaz de dirimir si lo ocurrido fue ensoñación o una realidad cruel. Era madrugada. Avanzó por la habitación y de repente el dilema sobre la naturaleza de lo ocurrido pasó a ser secundario. La pregunta estaba hecha. Había emergido del precinto de la rutina. Y el rostro de Arnalte en el espejo de su cuarto, anticipó una respuesta. Una última imagen del hombre alto y de negro pasó por su mente fugaz pero fieramente. Un corte vertical ,pensó finalmente, es terminante.



No hay comentarios:

Publicar un comentario