“Algo bueno ha de tener la
rutina”, sopesó el inspector de homicidios José Arnalte, observando con un domesticado estoicismo lo
que se tendía ante él. Un aire parcialmente brumoso se alojaba en sus ojos, lo
que un lego en los avatares truculentos de la investigación policial podría
confundir con algún tipo de irrespetuosa pereza. De entre todas las escenas
criminales que pudo haber presenciado hasta entonces (18 años de carrera) no
era de lejos la más brutal u ominosa, pero era indispensable evitar a toda
costa las trazas de un funcionario ante un aletargante legajo. El inspector
Arnalte, aparte de usar la rutina para cercar la repulsión, se encargaba de
accionar su proactividad mediante un apreciable surtido de salutaciones soeces:
-Joder, ¿no podíamos parecernos
en algo a las películas? Ya sabéis, en esas en la que al inspector le endosan
un puto café caliente según llega al lado del fiambre.
-Coño Arnalte si es una cuestión
de frío a lo mejor el señorito podía pedir una excedencia los inviernos, o en
su defecto abastecerse en la cafería más próxima. Pero descafeinado; lo digo
por aquello de conservar intactas ciertas constante vitales, como el corazón y
tal.
Quien así habló era el compañero
en la Brigada de Homicidios de Arnalte, Samuel Ayuso. Veterano en las labores
de sabueso y de contrapesar el ulceroso humor de su colega. Sus rangos eran
homologables, pero la sensación general en el cuerpo era de que era un especie
de escudero. Uno de sus más asombrosos méritos consistía en radiar una medida cantidad
de insolencia sobre Arnalte sin sufrir represalias de cualquier índole. Al
menos hasta ahora.
-Tú sí que eres un amigo. Sabes
que soy todo corazón, gruñó Arnalte encajando el exabrupto. ¿Y bien, cuál es el
menú de hoy?
La pregunta iba dirigida a un agente
de la policía nacional situado al lado de los inspectores. La sorna berroqueña
y negroide del tono hizo vacilar ligeramente al interpelado:
-Gloria Méndez. Mujer de 36 años,
soltera. Llevaba varios días sin que se le viera el pelo, y anoche a las dos de
mañana se oyó un grito bastante notorio. Finalmente un vecino decidió a llamar
a la policía y…
- Y aquí entramos nosotros
–interrumpió Arnalte, dejando con un punto en la boca al agente mientras se
aproximaba al cadáver de la mujer. Bueno, amigo Ayuso ¿qué te parece?
-Yo diría que es un suicidio de
manual. El cuerpo está exangüe, sin duda por el corte realizado en la muñeca.
Un corte a conciencia, observó mientras se acercaba al cadáver de la joven,
hecho en vertical lo cual es prácticamente irreparable. No era una clásica
llamada de atención, sabía que era terminante. Además las huellas de la víctima
parece que están en el cuchillo utilizado. No se han encontrados otra distintas
en ninguna parte.
El cuerpo estaba tendido en la
cocina y la sangre había irrigado gran parte de la estancia. Curiosamente
Arnalte creyó advertir algo levemente diferenciador respecto de otras escenas
similares que había visto. La muesca cadavérica, ya fijada como una máscara,
retenía un hálito de tristeza, un
hondísimo pozo de negrura y desencanto. Tuvo la incómoda sensación, apenas
durante un segundo, de que el cuerpo iba a romper a llorar. Era la clase de
conmoción que se podía sortear mediante cualquier suerte de profesional desdén:
-Ajá, entonces recuérdame que
hacemos aquí la feliz familia de homicidios resolviendo un caso obviamente ya
resuelto.
-Te creía más informado en
materia de sucesos. Sobre todo teniendo en cuenta que adoras tu trabajo (era
imposible discernir la hondura o inexistencia del sarcasmo en tal sentencia)
Como bien sabrás, apenas a diez minutos de aquí acaeció otro caso de suicidio
la semana pasada. Y según parece esta infeliz casualidad nos ha traído aquí. A
alguien le ha parecido mucha coincidencia…
- Por Dios, ¿de repente nos
movemos por coartadas esotéricas? Por muy lamentable que sea todo esto creo que
debemos recurrir a las leyes de la probabilidad y las casualidades. ¿Hemos de
suponer que el suicidio se contagia?
-No, pero no sería la primera vez
que algún tipo de secta o credo extraño lanza a sus adeptos al suicidio. O yo
qué sé. Además los que acudieron al primer suicidio dicen que hay cosas bastante
similares entre ambo casos.
-Corrígeme si me equivoco, pero
tales muertes ¿no suelen ser fruto de suicidios colectivos o algo así? ¿Y qué
casualidades son esas? ¿Fue también mediante un metódico corte vertical en la
muñeca?
- Al parecer sí, pero no tengo
muchos más argumentos para tratar de convencerte. En lo que aquí respecta todo
parece estar más o menos claro. Hemos tomado declaración a algunos vecinos y al
casero. Tampoco han aportado mucho, al parecer no llevaba mucho tiempo en el
inmueble y no debía de ser una persona
muy tratable. Todos deslizan que no era habladora, ni socializaba apenas nada.
Nadie quiere llamarla borde, supongo que por no parecer poco delicados, pero
eso es lo que parece. Y lo del grito no cuadra mucho con un suicidio al uso.
- ¿Alguien vio a la tal Gloria
ayer por la tarde o la noche?
-No, los vecinos de rellano la
vieron hace un par de días, pero visto el poco contacto que tenía con los
demás…
-¿Familiares? ¿Os habéis puesto
en contacto con alguno?
-Con sus padres; viven en
Zaragoza y ya vie…¿Perdón?¿ Se puede saber adónde vas?
-A meditar. Si lo que os
preocupan son los parecidos recabad toda la información pertinente y luego cotejamos
ambos.. ejem ¿misterios? Si hemos de ciscarnos en toda evidencia tendremos que
hacer un poco de trabajo intelectual. Modelo: las siete diferencias. Cuando
lleguen los padres sacad lo que buenamente podáis.
Albert Camus dejó dicho de
Humphrey Bogart que sus personajes obraban sin vergüenza, pero también sin
orgullo. Como formados por un lúcido fatalismo. A José Arnalte le faltaba una
gabardina atada a media cintura, un sombrero Borsalino y un pitillo entre los
labios para ser un personaje inequívocamente “bogartiano”. Pero tenía sus
propios fantasmas atenazándole en su modesta estancia habitada solo por él
mismo. Reo de su propia culpabilidad aún recuerda la ausencia el día que su
mujer, Víctoria, murió. La triste paradoja de que él, un vigilante, un
protector, estuviera ausente, lejos, trabajando cuando su mujer fue ataca en su
propia casa, reverbera aún como una marca casi indeleble de perpetuo reproche.
Desde entonces la palabra “trabajo” es una pura partida intelectual que a veces
obra como función de analgésico.
En aquella casa apenas se
toleraba, y a duras penas, la media luz, y en aquella penumbra José Arnalte
estudiaba con ensimismamiento metódico un dossier con todo lo que se sabía del
primer suicidio y con lo que se había podido averiguar del segundo. Las
coincidencias no eran demasiado esclarecedoras como para llegar a ninguna
parte. El primer finado era un varón de 43 años, de nombre Alberto Ugarte,
divorciado, sin compromiso conocido. Lo único que podía unirles era su actitud
elusiva para con los vecinos y, lo que resultaba una enervante (así se lo
pareció viendo las fotos del informe) coincidencia, el mismo rictus
mortificante pero paradójicamente poseedor de un aparente hálito de vida. La
misma tristeza. Ambos cadáveres parecían reprocharse algo a sí mismos durante
el último aliento.
No estando seguro de qué estaba
buscando exactamente y un poco conturbado por la expresión facial de los
suicidas, Jose Arnalte optó por poner darse a sí mismo un respiro y en un
movimiento poco menos que inconsciente encendió el televisor. En un giro
irónico de los acontecimientos no le fue posible ni tan siquiera una breve
evasión; en un informativo daban cumplida cuenta a modo de pequeño reportaje de
los dos recientes suicidios, que incluían entrevistas a vecinos o viandantes
próximos a los inmuebles. Lo que José Arnalte consignó fehacientemente, mueca
mediante, como vehemente hartazgo se tornó de repente en una inesperada
atención cuyo volumen aumentaba a grades pasos. Una casualidad banal,
insignificante, evanescente, consiguió descolocarle.
Y en su visión había un hombre
que salía en los dos pequeños reportajes. De aquel hombre podían destacarse sus
ojos y su altura. Un tipo de casi dos metros, de apostura casi rectilínea hasta
parecer algo ortopédico. Por su lado los ojos no eran muy grandes, pero apenas
si concedían algún gesto de pestañeo; era como si lo que fuera objeto de su
mirada cayese en un extraño centro de gravedad. Si no se dedica al hipnotismo,
ese hombre se está empleando en lo que no debe, pensó Arnalte en una ráfaga de
distensión. Por lo demás su rostro se
veía levemente arrugado, signo de una incipiente vejez. En el primero de los
reportajes el hombre era visible al fondo, mientras en primer plano se
efectuaba la entrevista. Su actitud no era indiferente a la cámara, a pesar de
no encontrarse cerca miraba el objetivo casi a modo de advertencia. “No
conviene mirar muy lejos” fue lo que parecían decir aquellos ojos casi
inamovibles. La turbación dio otra vuelta de tuerca más cuando en el segundo
reportaje, el hombre alto fue el objeto de la entrevista. Un especie de velo
comenzó a interponerse entre Arnalte y el televisor, como si una visión nublada
hubiese tomada posesión de todo lo que podía percibir. Apenas entendió algo de
lo que decía aquel decididamente inquietante tipo a cámara, pero no parecía ser
nada importante. Menos para Arnalte, que enérgicamente fue impelido a la
acción.
-Hombre Arnalte, cuantísimo honor
recibir tu llamada en medio de una suculenta cena a base de pizza y Coca Cola.
¿Qué ocurre?
-Tengo tu maldita conexión entre
ambos suicidios. Bueno al menos creo que la tengo, de momento es tan solo un
pálpito.
-¿Un pálpito?¿Me está hablando el
Pepito Grillo del método científico? ¿El que se ríe de todo lo que tenga que
ver con la intuición? ¿Qué rayos has visto?
-He visto a un mismo hombre en
las dos escenas de los suicidios. En la tv, en las menciones del telediario.
- Hemm, me temo que tendrás que
ser más específico. Y sobre todo más concluyente, habida cuenta de que “ver a un
mismo hombre” en dos lugares separados por apenas diez minutos no es
precisamente inventar la rueda. Digo esto además porque tras lo que han dicho
los padres, todo doloroso pero de escaso interés policial, la cosa está a punto
de cerrarse como un suicidio usual. De hecho estoy cada vez más de acuerdo con
tu clase magistral de escepticismo de esta mañana. No sé por qué nos han
endosado esto.
Por primera vez en un larguísimo
periodo de tiempo José Arnalte, estólido, seco y amante de concluir cualquier
discusión con una irrefutable (para él) andanada de sólidos argumentos no supo
muy bien qué decir. Y lo que dijo era un reflejo absolutamente infiel de lo que
solía ser.
-Lo sé… pero hay algo en ese
hombre. Joder, no sé explicarlo. Extraño. Su mirada…
Consciente, cada vez más, de que
lo que estaba diciendo rozaba la absurdidad interrumpió su frase y el curso de
sus pensamientos.
-Oye Jose, no sé muy bien lo que
te está rondando la cabeza, pero me atrevería a decir que no te beneficia. Casi
prefería tu pose de tipo duro con modales cuarteleros. Hablando en serio, te
veo raro y estoy a un pelo de preocuparme por ti. Creo que todo esto acabará en
caso cerrado tal cual está, sin más salvedades. Diría que es lo lógico.
-Sí, lo lógico… En fin Sam, te
veo mañana. Disfruta de tu frugal cena.
- Descansa Jose, disipa los
fantasmas, observó Samuel con inusitada seriedad.
Al colgar Arnalte se quedó
mirando el dossier como un puzzle a medio armar sin posibilidad de resolución.
El barrio, ya previsiblemente
llamado “de los suicidios, a la hora del crepúsculo ofrecía un aspecto de
tinieblas pintadas de añil oscuro. En el ambiente de finales de Noviembre las
luces pendían como una constelación de pequeños soles. En aquella penumbra
espesa José Arnalte paseaba en un estado de obsesión, serena pero firme. En
efecto, el muy bien fundado presagio de Ayuso tuvo lugar y las diligencias no
arrojaron otra cosa sino un suicidio sin otra peculiaridad que la proximidad
temporal y física de otro. En un raro azar, el melancólico pragmatismo del
inspector había cedido a un desacostumbrado vínculo con su más remoto instinto.
No había objeto concreto para aquel paseo, quizá la sensación de zozobra desde
que descubrió la casualidad del hombre que se “coló” en ambos suicidios. Era
fin de semana por la noche, sin servicio, y ya estaba tocando a su término el
extraño paseo cuando la honda impresión que sintió días antes volvió para
apoderarse de él.
En un hombre acostumbrado a
actuar con temple, ya por carácter, ya por imperativo, fue una fracción de
tiempo relativamente la que tardó en reaccionar ante la presencia del hombre
alto. Inopinadamente Arnalte se dirigió al hombre sin algo siquiera similar a
un plan, un esquema de lo habría de decir en apenas unos segundos. Que el
hombre correspondiera saliendo a su vez a su encuentro no fue del todo
tranquilizador. No obstante el magnetismo animal, por así decirlo, era lo suficientemente fuerte como para que
ambos se toparan de manera inevitable.
-Yo le conozco, le vi hace no
mucho. Yo diría que a usted a usted tampoco le soy desconocido.
La manera de hablar del hombre
desconocido era lo más parecido a la ventriloquía que una persona puede
utilizar en una conversación entre personas, sin muñecos de por medio. No era
del todo consolador que su voz estuviera acorde con el gélido paisanaje del
Madrid de Noviembre. Arnalte dubitativamente contestó a este especie de saludo.
-Sí, su cara me es familiar. Le
vi en televisión, en los informativos. Por aquello de los suicidios.
-“Por aquello de los suicidios”.
Le felicito por su ojo clínico señor. Apostaría a que un hombre con esta
privilegiada visión debe sacarle partido muy a menudo. (La cara del hombre casi
inerme)
-No se me da mal. (El aplomo de
Arnalte puesto a prueba concienzudamente) ¿Conocía a los suicidas?
-No más que a otros, pero conocía
lo suficiente de ellos. Deduzco que tiene algún particular interés por el
asunto inspector. Lo cual es lógico.
- ¿Perdón? ¿De dónde saca que soy
inspector?
Una especie de influjo se iba
manifestando sobre Arnalte. Y tuvo la sensación de que moverse solo conllevaría
una mayor claudicación. Como en las arenas movedizas.
-Yo también deduzco y observo.
Veo que ha estado sumamente atento a los avatares de los casos, lo suficiente
como para darse cuenta de que he aparecido dos veces en televisión, una de
ellas fugaz. También veo que ha preguntado de forma bastante directa sobre los
suicidios y conozco la mirada preocupada de un vigía al acecho de algo que se
le escapa. Sin embargo le diré que mi ojo clínico se basa en un especie de…
intuición, si quiere llamarlo.
Su mención a la intuición fue
acompañada de un indefinible amago de sonrisa. Arnalte comenzó a echar de menos
su rictus marmóreo.
-Soy un ciudadano preocupado
paseándose. ¿Puedo preguntar de qué conocía a los fallecidos?
- Podrá en un segundo, en cuanto
estemos sentados en la cafetería que puede ver en enfrente. Podremos hablar
largo y tendido.
Más que una invitación parecía
una orden sin posibilidad de refutación. Arnalte, de cualquier modo, aceptó con
obediencia hipnótica. La cafetería no era muy amplia pero era coqueta y un
sitio acogedor para un paseante en medio en medio de un mar de frío. Los dos
hombres se sentaron en una mesa en medio del establecimiento. Invariablemente
aquel hombre, cada vez más lóbrego, seguía llevando la iniciativa. Tras pedir
las consumiciones y recibirlas (un vino para él hombre, un café para Arnalte)
abrió fuego:
-Yo conocía a ambos más que ellos
a mí. Tanto al hombre como a la mujer. En realidad, más que conocerlos a ellos
conocía lo que hicieron.
-¿Cómo es eso? ¿Qué conocía de
sus vidas?
-Digamos que yo también me dedico
a saber.
-¿En serio? ¿Es detective o algún
tipo de investigador?
-Podría llamarse así según su
perspectiva. La diferencia es que los implicados no vienen a mí, yo voy a
ellos. Es como si me invocaran o me conjuraran. No pueden evitarlo. Y me
dedico… a recordar.
-Señor, creo que esto una vulgar
chifladura. Le agradezco el café, pero creo que ninguno deberíamos estar aquí.
- Claro que debemos estar aquí.
Usted quiere estar aquí. Piénselo y siéntese señor inspector.
La voz y el semblante del hombre
aunaron aún más amenaza y coerción. La cosa había pasado de seria a
delirantemente alarmante. Arnalte subió la voz
-¿Por qué coño me sigue llamando
inspector?
-Porque lo es Señor Arnalte. Del
mismo modo que Gloria era enfermera y Alberto inspector de hacienda.
Dando un sorbo al vino, de
repente de aspecto sanguíneo, el hombre parecía controlar con sus ojos los
movimientos de Arnalte. Quieto y arrebujado en
su silla cuando, en su interior, sabía que la razón ordenaba salir
corriendo de allí.
-¿Qui… quién es usted? ¿Cómo sabe
cómo me llamo?
-No creo que sea cuestión de
nombres. Más bien de hechos, como le decía antes.
Arnalte miró a su alrededor. De
repente el mundo se había ralentizado, las personas se movían a la velocidad de
fotogramas exageradamente lentos, casi como congeladas. Incluido el mismo.
-Si han hecho bien su trabajo,
como creo que han hecho, habrán sabido que Gloria convenció a una compañera de
trabajo a invertir en las acciones de determinado banco gran parte de sus
ahorros. Dada su afición a ojear informativos, ya sabrá a cuál me refiero. Todo
ello porque el hermano de Gloria trabajaba comercial en ese banco. Por su
puesto, una vez que el banco se fue hundiendo, la compañera de Gloria perdió
casi todo lo que tenía. Todo ello no hizo solamente que Gloria perdiese una
amistad o recibiera numerosas reprobaciones. La compañera, fue entrando en
barrena. ¿Se lo imagina? Principalmente a base de alcohol. Desdichadamente eso
no cuadra bien con la conducción y un accidente acabó con su vida. Un buen
motivo para confirmar la tesis de suicidio ¿no? Una punzante sensación de
culpabilidad de Gloria.
-Muy bien, esto termina ya.
Suicidio, sí. Pero tendrá que aclararme
como sabe eso con detalle.
-Oh, veo que la idiosincrasia de
su trabajo vuelve a imponerse señor inspector. ¿Me va a detener? Le sugiero que
me escuche hasta que acabe lo que tengo que contar. La curiosidad también
debería formar parte de su formación.
-¡Se acabó viejo lunático!
¡Dígame quién es!
-¡Siéntese! Sus órdenes no valen
nada aquí. Sea observador…
Mirando alrededor, Arnalte pudo
ver como el mundo seguía a una velocidad distinta; tiránicamente obstinado en
obviar sus gritos. A los ojos y oídos de los demás ambos hombres parecían
inexistentes. El inspector derrotado hubo de ceder.
-Y ahora cálmese. Intente
comprender lo que voy a decirle. También conozco los hechos de Alberto. Verá,
la fidelidad acabó por ser una virtud
ausente en él. Es todo un clásico. Un hombre casado que tiene una amante y es
encontrado en flagrante infidelidad merced a un cambio en el frágil equilibrio
de horarios que hicieron posible el engaño. Alberto no era un tipo muy
imaginativo, todo ocurrió en su propia casa. Ahora trate de imaginar a la
esposa corriendo escaleras abajo, salir a la calle igualmente deprisa y,
víctima del despiste, ser atropellada. Falleció poco después. Tras unas
diligencias policiales digamos que hubo una tabla rasa. Perspicazmente habrá llegado a la conclusión
de que el desencadenante del suicidio fue similar en ambos casos.
Una vez metido hasta el cuello en
esta pesadilla, Arnalte se adaptó y mostró cierta templanza.
-¿Y su conclusión cuál es? Parece
que estemos aquí por eso.
-Respondiendo a su pregunta le
diré que hay algo en la naturaleza humana que nos divide entre querer vivir y
querer morir. Lo he visto mucho. Ninguno de los dos era culpable directo de las
muertes, ninguno quería ser un asesino.
Sin embargo a los que quieren morir no les es dado encontrar la fortuna
de la redención fácilmente. Aunque no son inocentes, ninguno quiso matar a
nadie, pero su culpa fue un fardo.
-Estupenda digresión. Todo esos
hechos nos constaban sobre ellos, y nos llevaron a declararlos suicidas de
manual.
-Sin embargo, siempre tuvo la
idea de que faltaba una pieza ¿no es eso?.
El miedo volvió a hacerse fuerte
en Arnalte.
-S..sí.
-Bien, creo que puedo
complacerle. Pero creo haberle dicho anteriormente que uno de mis méritos es
recordar. No debe buscar muy lejos. Como dije a Gloria y a Alberto, acuérdese
de sí mismo.
-¡De qué!¡Maldita sea!¡De qué!
Furia y temor en la voz de
Arnalte.
-Usted me ha oído contar dos
historias. Pero usted tiene otra similar. ¿He de recor..?
-¡No! ¡No! ¡No! ¡Hijo de puta!
¡No puede saberlo!
Acto seguido Arnalte cogió de la
solapa al hombre preludiando una agresión física. No obstante el misterioso
tipo agarró al inspector por la muñeca y le sentó por la fuerza. Todos los
clientes de la cafetería persistían en su inexplicable ausencia de movimiento.
Un mundo dentro de otro mundo.
-No puede escapar inspector. Esa
posibilidad se esfumó hace algún tiempo. Si no, no hubiera venido aquí a
buscarme. Está obligado a escuchar.
-¡No! ¡Joder!
- Su propia paradoja revela su
sufrimiento. ¿Un policía perdiendo a su mujer en un asalto a su casa? ¿Y
estando usted fuera de casa? Alguien que debe servir y proteger. Si bien no
resulta tan contradictorio ¿Homicidios. Verdad? Digamos que su labor es a
posteriori (en este punto se dibujó una sonrisa indefiniblemente lúgubre), tras
la muerte. Pero volviendo a su mujer, recuérdela golpeada y degollada; recuerde
sus promesas de protegerla a ella la primera de entre los demás. Y no pudo
evitar un simple atraco a su casa. Pero dígame Inspector ¿no está orgulloso de
ella? Luchó admirablemente, si bien ello colaboró al desenlace violento. ¿Sigue
recordando qué usted estaba a unos 300 km dando una conferencia? Así que
respóndase a sí mismo y diga si es usted la pieza que falta. ¿Hasta dónde se
atribuye culpa? ¿Decide vivir o morir?
El monólogo del hombre era en
realidad un soliloquio, Arnalte era poco menos que un pelele con más dolor que
entendimiento. El tiempo que así permaneció fue incuantificable, lo mismo pudo
ser efímero que inabarcable; mientras el negro se hacía en sus ojos. Cuando
recobró cierto dominio de sí mismo, estaba inexplicablemente en su casa,
incapaz de dirimir si lo ocurrido fue ensoñación o una realidad cruel. Era
madrugada. Avanzó por la habitación y de repente el dilema sobre la naturaleza
de lo ocurrido pasó a ser secundario. La pregunta estaba hecha. Había emergido
del precinto de la rutina. Y el rostro de Arnalte en el espejo de su cuarto,
anticipó una respuesta. Una última imagen del hombre alto y de negro pasó por
su mente fugaz pero fieramente. Un corte vertical ,pensó finalmente, es
terminante.
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