miércoles, 22 de noviembre de 2017

Sueños Son

Y de repente, entre jirones de una tiniebla premonitoria del anochecer, nos vimos corriendo en pos de nuestras vidas, jadeantes, desesperados, articulando incoherentes balbuceos, gimiendo de miedo. Incluso en esos instantes la cara de Lucía ocultaba, no del todo bien, un reproche, una censura que atribuía nuestro macabro apuro a mi negligencia; a mi falta de fe en ella.  “He tenido una pesadilla”, me dijo, y también me dijo que este fin de semana no viniésemos al pueblo; algo nos iba a pasar. Y aquí estamos.


La pesadilla de Lucía parece que fue escrita al dictado por algún ángel de la guarda benéfico y adivinatorio, que conociendo nuestra negra suerte diligentemente trató de salvarnos. Ahora recuerdo la pasmosa exactitud de la premonición de Lucía. “He visto perros; monstruosos, salvajes, infernales. Nos atacaban al pasar por casa la que hay en las afueras, al  de al lado del camino; la casa de la verja”. “Allí no hay perros, bien lo sabes. Como mucho el dueño tiene gatos a causa de los ratones, no creerás en sueños premonitorios”. Tal fue mi respuesta y así transformé en necedad un terror vívido y fortuito, si bien (he de admitirlo) internamente un escalofrío hizo brotar la duda y el miedo y me hizo repensar nuestros planes.


Sintiéndonos enfrentados, yo disimuladamente, a males que parecían aguardarnos con el semblante invisible, partimos hacia nuestra casa en el campo. El tiempo estaba acorde con nuestros íntimos temores y al llegar todo lo circundaba un gran gris; un océano de nubes velando toda la luz posible. Aposentarnos, descargar, comer, observar la casa como un ente dolorido, afectado; todo tipo de psicologismos de proyección.  Cuando llega la tarde miro a Lucía a los ojos. “Voy a salir; iré hasta el monte. Ya sabes por dónde”. En mi mirada no había severidad alguna, pero parecía querer añadir “y espero que me acompañes”. Lucía estaba aprisionada por un terror moderado pero constante y dudaba entre la luz de la razón o los funestos manifiestos de sus sueños. Nadie, o casi, hace caso de lo inexplicable y el pudor de  abandonarse a ello fue más fuerte en Lucía. El desafío al presagio estaba hecho; íbamos de paseo.

Hace apenas unos minutos estábamos abandonando a pie el pueblo cuando, al unísono, un trueno desgajó el silencio y emitió un lúgubre mensaje. Antes nosotros estaban todos los temores que arquetípicamente padecemos desde que tenemos uso de razón: temor a la oscuridad, a la muerte, a los males invisibles. Nos detenemos ante el empuje de una aprensión agigantada, pero sonrío y llevo la iniciativa de nuestro paseo hasta que nos toca torcer y tomar el camino que se abre a nuestra izquierda. Y allí está la casa. Una casa solariega reformada, vetusta pero remozada que, pétrea, parecía  guardar nuestro destino. Hace apenas un minuto hemos pasado junto a la casa y un rugido diabólico en forma de trueno, ha sido prolongado por un gruñido animal. Miramos incómodamente a la casa presintiendo un acontecimiento decisivo, un evento finalizador apunte de trastocar nuestras vidas. Las puertas de la verja están abiertas y el viento hace resonar un chirrido quejumbroso que precede a la aparición. Perros. Los perros del sueño. Auténticas bestias, devoradores sin la más mínima intención de amistad con el hombre.

Y ahora ya estamos corriendo, los gritos de Lucía se detienen al ver que la suelto de la mano y me adelanto notablemente a ella que, estupefacta, trata de comprender una deserción mortífera. Atrás vienen los perros; mastines sin brillo en los ojos. Lucía se tropieza y se queda estancada en el suelo, los perros dan con ella y se ensañan con furiosa energía. Uno de ellos parece aparcar su ataque a Lucía y viene raudo a por mí. Y sin embargo yo estoy razonablemente tranquilo, mucho menos inmutado que quien debiera temer por su vida. ¿Cómo es posible? En el acto pronuncio: “¡Titán!” y la fiereza de mi perseguidos se desvanece; me mira con ojos interrogantes, escrutadores, para seguidamente darse la vuelta y volver hacia Lucía, cuyos gritos van siendo cada vez más sordos. Parece que está exangüe. Me detengo valorativo, me voy acercando a un cuerpo que ya se ha desprendido de todo rastro de existencia biológica. En esta ocasión grito “¡Hércules!” y toda la furia que pudiera tener hacia mí  el otro mastín quedo bloqueada como por ensalmo. Y sin embargo no tiene nada que ver con ningún ritual esotérico. Simple adiestramiento. Poco a poco se acercaba un hombre, paradójicamente tranquilo también.

-Algún día me contarás como entrenas a tus perros para que que con una sola palabra clave no te toquen ni un pelo. –Pregunté-

- Ya veo que ha salido todo según lo previsto. ¿Y ese asunto del sueño? Realmente pensé que no saldría adelante nuestra idea, parecía que lo hubiera adivinado todo.

-Quien no se arriesga no gana. Los sueños rara vez se cumplen; para bien o para mal.

Mi compinche grita con la precisión exacta para que los mastines (no registrados de ningún modo) salgan corriendo. Daremos cuenta a la Guardia Civil de que unos perros sanguinarios han atacado y matado a mi mujer. ¿Por qué lo he hecho? La respuesta es demasiado trivial, para una situación tan… estrambótica. Dinero. Seguros de vida, infelicidad y una mente retorcida y cruel; acaso enferma. Y al final de todo no solo constato que los sueños premonitorios existen, sino que a veces se cortan antes del momento esencial, fatídico. Como mi traición. Qué pena despertar con demasiada prisa. Acompaño a mi amigo, cerciorándome de que nadie hubiera visto nada, como estaba previsto por la época del año, y mientras ando creo ver el mohín iracundo de un ángel de la guarda entre unos arbustos.


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