Y de repente, entre jirones de
una tiniebla premonitoria del anochecer, nos vimos corriendo en pos de nuestras
vidas, jadeantes, desesperados, articulando incoherentes balbuceos, gimiendo de
miedo. Incluso en esos instantes la cara de Lucía ocultaba, no del todo bien,
un reproche, una censura que atribuía nuestro macabro apuro a mi negligencia; a
mi falta de fe en ella. “He tenido una
pesadilla”, me dijo, y también me dijo que este fin de semana no viniésemos al
pueblo; algo nos iba a pasar. Y aquí estamos.
La pesadilla de Lucía parece que fue escrita al dictado por algún ángel de la guarda benéfico y adivinatorio, que conociendo nuestra negra suerte diligentemente trató de salvarnos. Ahora recuerdo la pasmosa exactitud de la premonición de Lucía. “He visto perros; monstruosos, salvajes, infernales. Nos atacaban al pasar por casa la que hay en las afueras, al de al lado del camino; la casa de la verja”. “Allí no hay perros, bien lo sabes. Como mucho el dueño tiene gatos a causa de los ratones, no creerás en sueños premonitorios”. Tal fue mi respuesta y así transformé en necedad un terror vívido y fortuito, si bien (he de admitirlo) internamente un escalofrío hizo brotar la duda y el miedo y me hizo repensar nuestros planes.
Sintiéndonos enfrentados, yo
disimuladamente, a males que parecían aguardarnos con el semblante invisible,
partimos hacia nuestra casa en el campo. El tiempo estaba acorde con nuestros
íntimos temores y al llegar todo lo circundaba un gran gris; un océano de nubes
velando toda la luz posible. Aposentarnos, descargar, comer, observar la casa
como un ente dolorido, afectado; todo tipo de psicologismos de proyección. Cuando llega la tarde miro a Lucía a los
ojos. “Voy a salir; iré hasta el monte. Ya sabes por dónde”. En mi mirada no
había severidad alguna, pero parecía querer añadir “y espero que me acompañes”.
Lucía estaba aprisionada por un terror moderado pero constante y dudaba entre
la luz de la razón o los funestos manifiestos de sus sueños. Nadie, o casi,
hace caso de lo inexplicable y el pudor de
abandonarse a ello fue más fuerte en Lucía. El desafío al presagio
estaba hecho; íbamos de paseo.
Hace apenas unos minutos
estábamos abandonando a pie el pueblo cuando, al unísono, un trueno desgajó el
silencio y emitió un lúgubre mensaje. Antes nosotros estaban todos los temores
que arquetípicamente padecemos desde que tenemos uso de razón: temor a la
oscuridad, a la muerte, a los males invisibles. Nos detenemos ante el empuje de
una aprensión agigantada, pero sonrío y llevo la iniciativa de nuestro paseo
hasta que nos toca torcer y tomar el camino que se abre a nuestra izquierda. Y
allí está la casa. Una casa solariega reformada, vetusta pero remozada que,
pétrea, parecía guardar nuestro destino.
Hace apenas un minuto hemos pasado junto a la casa y un rugido diabólico en
forma de trueno, ha sido prolongado por un gruñido animal. Miramos
incómodamente a la casa presintiendo un acontecimiento decisivo, un evento
finalizador apunte de trastocar nuestras vidas. Las puertas de la verja están
abiertas y el viento hace resonar un chirrido quejumbroso que precede a la
aparición. Perros. Los perros del sueño. Auténticas bestias, devoradores sin la
más mínima intención de amistad con el hombre.
Y ahora ya estamos corriendo, los
gritos de Lucía se detienen al ver que la suelto de la mano y me adelanto
notablemente a ella que, estupefacta, trata de comprender una deserción
mortífera. Atrás vienen los perros; mastines sin brillo en los ojos. Lucía se
tropieza y se queda estancada en el suelo, los perros dan con ella y se ensañan
con furiosa energía. Uno de ellos parece aparcar su ataque a Lucía y viene
raudo a por mí. Y sin embargo yo estoy razonablemente tranquilo, mucho menos
inmutado que quien debiera temer por su vida. ¿Cómo es posible? En el acto
pronuncio: “¡Titán!” y la fiereza de mi perseguidos se desvanece; me mira con
ojos interrogantes, escrutadores, para seguidamente darse la vuelta y volver
hacia Lucía, cuyos gritos van siendo cada vez más sordos. Parece que está
exangüe. Me detengo valorativo, me voy acercando a un cuerpo que ya se ha
desprendido de todo rastro de existencia biológica. En esta ocasión grito
“¡Hércules!” y toda la furia que pudiera tener hacia mí el otro mastín quedo bloqueada como por
ensalmo. Y sin embargo no tiene nada que ver con ningún ritual esotérico.
Simple adiestramiento. Poco a poco se acercaba un hombre, paradójicamente
tranquilo también.
-Algún día me contarás como entrenas
a tus perros para que que con una sola palabra clave no te toquen ni un pelo.
–Pregunté-
- Ya veo que ha salido todo según
lo previsto. ¿Y ese asunto del sueño? Realmente pensé que no saldría adelante
nuestra idea, parecía que lo hubiera adivinado todo.
-Quien no se arriesga no gana.
Los sueños rara vez se cumplen; para bien o para mal.
Mi compinche grita con la
precisión exacta para que los mastines (no registrados de ningún modo) salgan
corriendo. Daremos cuenta a la Guardia Civil de que unos perros sanguinarios
han atacado y matado a mi mujer. ¿Por qué lo he hecho? La respuesta es demasiado
trivial, para una situación tan… estrambótica. Dinero. Seguros de vida,
infelicidad y una mente retorcida y cruel; acaso enferma. Y al final de todo no
solo constato que los sueños premonitorios existen, sino que a veces se cortan
antes del momento esencial, fatídico. Como mi traición. Qué pena despertar con
demasiada prisa. Acompaño a mi amigo, cerciorándome de que nadie hubiera visto
nada, como estaba previsto por la época del año, y mientras ando creo ver el
mohín iracundo de un ángel de la guarda entre unos arbustos.
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