Las mañanas aunque promisorias de
luz, calor y novedad se me representaban terribles; una calamidad me laceraba
diariamente a unas horas casi simultáneas. Al amanecer. Yo, que a mis catorce
años representaba aún menos y que de la vida sabía más bien poco, me tuve que
enfrentar a un pesar extraño, a un sufrimiento cíclico.
Era el tiempo de las vacaciones de navidad, en
el interregno entre nochebuena y nochevieja. El privilegio de rezongar en la
cama ya abolir los horarios madrugadores se esfumaron porque a las ocho de la
mañana indefectiblemente me sentía morir. ¿Alguna vez se han sentido así, como
abandonando la vida? Durante un tiempo me acostaba sabiendo que a la mañana una
asfixia irrefrenable me dejaría en un estado arrastrado y angustioso. Dormir
sin descansar.
Digo asfixia porque era el
síntoma más visible del padecimiento. En realidad también incluía una férrea
inmovilidad, una fuerte presión en el pecho y en la cabeza y una angustia
imbatible. Es exactamente como lo digo. Todas las mañanas me despertaba
alrededor de las 08:00 después sentir todos estos atroces sufrimientos; en la
frontera entre la vigilia y el sueño mi cuerpo no obedecía órdenes, yo podía
pensar y discernir pero era incapaz de mover un dedo. Al mismo tiempo mi cabeza
era zaherida por una presión inconcebible, propicia para reventar rocas, tronchar
árboles y partirme el cráneo. El mismo tormento sufría el pecho, que además
sentía avivarse alarmantemente el ritmo cardíaco. Y después, repentina, la
vigilia.
Así, como residente interno de un
cuerpo en trance de morir, me despertaba todas las mañanas. Se me hacía muy
difícil volver a conciliar el sueño, aunque a veces alcanzaba a dormir inquieto
como un pequeño y lúgubre riachuelo. Turbulento, en definitiva.
Yo, que para casi nada tenía
criterio, me vi recluso de un profundo y extenso miedo. Los días se iban
pensando en mis terrores oníricos y en cuál era su origen. Creía ser víctima de
alguna enfermedad cardíaca o neurológica que, a la larga, acabaría conmigo. Con
el tiempo estos ataques se fueron volviendo más esporádicos y compasivos, al
menos me daban un respiro de semanas o meses.
Pero nunca desaparecieron del
todo, y lo que tenían de ocasional lo tenían también de imprevisible. Como una
maldición aleatoria y caprichosa a modo de rúbrica de mi sueño. Y aunque en
ocasiones, durante estos trances, temía por mi vida jamás, llegué a decir nada.
Ni siquiera a mis padres; ni siquiera a ningún amigo, ni siquiera a ningún
médico.
Hace no mucho leí, en realidad
leo todo lo que cae en mis manos, que hay una patología de características
similares a mis “ataques”. Se llamaba Parálisis del Sueño y parecía deberse a
un desajuste entre en el mecanismo de relajación muscular durante la fase REM y
el mecanismo del estado de alerta. Éste último se activa, pero la relajación
muscular continúa.
Como todos los miedos antiguos y
provenientes de casi de la niñez, el mío se revolvió indómito, lacerando mi
serenidad y quién sabe si no mi cabeza. Volví a las andadas. Consideré entonces
ir al médico, a un neurólogo, y preguntar si esa patología (que no parecía
peligrosa) podría ser el motivo de mis monstruosos ataques.
Es difícil olvidar al doctor
Eugenio Navales, neurólogo. Su cara inducía temor como si fuera portador de una
sabiduría antigua y tenebrosa. Su cara era alargada, inconfundiblemente
oblonga, su mirada intensa y fija (el tiempo entre parpadeo y parpadeo era
intolerablemente alto), sus cejas quebradas como un tejado a dos aguas y, como
colofón, una perilla breve y puntiaguda. Siguió mi explicación con atención
cataléptica; tras acabar parecía respirar por primera vez en minutos,
finalmente reaccionó hablando.
-¿Cuándo sufre esos accesos de
angustia siente que hay alguien más contigo?
No terminé de comprender a santo
de qué venía esa pregunta, si era un síntoma común o en realidad era una
especie de advertencia.
-No, bueno; no sé. Siento una
presión enorme pero creo que no me toca nadie. Y aparte de un rumor extraño
tampoco oigo mucho. Es una sensación de aislamiento.
El doctor Navales me observaba
con una fijeza escalofriante mientras parecía querer dilatar el silencio todo
lo posible de una manera sádica e inexplicable. Cuando lanzó la respuesta lo
hizo como si arrojara un venablo.
-¿Presión, dice? ¿En cualquier
parte del cuerpo o en alguna en concreto?
-Errr… particularmente en la
cabeza, pero todo el cuerpo se resiente.
Sin duda aquel médico, cada vez
más siniestro, parecía estar retrocediendo para poder asestar un golpe moral
cada vez más significativo.
-¿Sabe a qué se solía atribuir la
idea de la Parálisis Nocturna antiguamente?
Recité la obvia respuesta
negativa y dejé temerosamente seguir al doctor Navales.
-Deje que le enseñe algo.
Acto seguido el galeno se levantó
con paso sereno e inexpresivo y cogió de una estantería cercana un libro que,
al acercármelo, resulto ser un ejemplar bastante ajado. Navales lo apoyó en la
mesa y lo abrió hacia la mitad; posteriormente me lo entregó mientras señalaba
con el dedo una fotografía.
-Por favor vea esta ilustración y
lea el párrafo que hay debajo.
Mi curiosidad se impuso con
alguna dificultad a la extravagante situación y, de ese modo, me acerqué para
observar una especie de grabado bastante antiguo. La escena que representaba
era absolutamente grotesca. Tumbado en una cama, inmóvil pero (seguramente) con
vida un hombre estaba siendo hostigado por una figura monstruosa, deforme en
casi todos los sentidos de la palabra. Aparte de un semblante y un cuerpo
pavoroso, este ser estaba dotado de un par de alas y lo que parecía ser un par
de cuernos. No había duda de que la figura era un demonio. Esta criatura, en el
grabado, estaba presionando con sus manos la cabeza y el pecho del infortunado
durmiente. El doctor Navales entendió a la perfección la mirada interrogativa
que le lancé y comenzó una especie de explicación.
-Usted ha descrito muy bien el
concepto actual de lo que es la “Parálisis del Sueño”, sin embargo hasta hace
un siglo o dos la explicación era muy otra. Se creía que lo que causaba ese
trance y su inaguantable sensación era la presencia de un súcubo o un íncubo.
¿Sabe usted a qué me refiero?
Cada vez más perplejo, me costó
encontrar el raciocinio suficiente para responder.
-Son un tipo de… ¿demonios?
-Sí; algo así. El súcubo es una
entidad femenina y el íncubo es una entidad masculina, normalmente se aparecen
a sus “víctimas” mientras sueñan. Pues bien; durante mucho tiempo, cuando
alguien sufría de este fenómeno solía buscarse la explicación de que o bien un
súcubo o un íncubo estaba atormentándolo. ¿Usted qué opina?
-¿Qué opino…? Era una superstición,
no cabe duda. No tiene sentido científicamente. Un disparate, vaya.
-Sin duda; incluso usted antes de
venir aquí ya se había documentado admirablemente. Pero las supersticiones
dicen muchas cosas de las que suponemos, en realidad no dejan de ser formas
simbólicas de nuestros miedos más profundos. De nuestros demonios.
-Creo que no acabo de entender.
Y tanto que así era. De repente
nos habíamos sumergido en un principio de conversación antropológica sobre la
significación de las supersticiones. Por no mencionar la docilidad del doctor
Navales ante las representaciones escasamente racionales.
-No se preocupe, no es necesario.
A veces estas cosas suceden en épocas de estrés o de gran presión. En cualquier
caso le puedo recetar unas pastillas, nada fuerte, para relajarse antes de
dormir. Sin embargo yo le aconsejaría algo adicional.
-Usted dirá.
-Si alguna vez vuelve a tener
este tipo de parálisis, pruebe a hacer esto. Mientras esté en pleno ataque,
cuando no pueda mover, concéntrese todo lo que pueda en intentar mover
ligeramente el cuello y abrir los ojos. Hasta que pueda tener una, aunque sea breve,
perspectiva de lo que tiene alrededor.
-¿Con qué finalidad?
-Sencillamente cerciórese de que
está solo, de que no hay nada a su alrededor atosigándole o causándole la presión que usted refiere.
-¿Trata de convencerme de que un
súcubo es lo que causa estos ataques?
-En absoluto; no es esa mi labor.
Es usted quien tiene que convencerse de lo quiera que le éste pasando.
Mi regreso a casa fue tenso y, figuradamente,
casi irreal. Después de ir con la esperanza de respuesta, te encuentras con
enigma aún mayor y mucho más irracional de lo era. Decidí acercarme a casa de
mis padres, impelido por un extremo sentimiento de fragilidad que necesitaba
ser curado con una confesión. Mis padres jamás supieron nada de todo esto y
ahora, en estas circunstancias, se me hacía preciso su consejo.
No fue fácil, y mucho menos
corto, explicar toda la historia de la dolencia que tan largamente había
ocultado. Interrupciones varias, rostros cariacontecidos, incredulidad,
condescendencia y, finalmente, comprensión. Mi madre, siempre más resuelta,
seguía explorando con preguntas.
-Sigo sin entender por qué ni
siquiera has mencionado en alguna ocasión. Sobre todo viendo que lo pasabas tan
mal.
-Era algo muy
íntimo, mamá. Era, y es, alguno difícil de explicar. Ni siquiera yo entiendo
muy bien lo que ocurre. Incluso es… un tanto ridículo.
-Lo ridículo
es haber pasado por eso tú sólo. ¿No confiabas en nosotros?
-No confiaba
en nadie; hasta que hoy se lo he comentado a ese neurólogo tarado, no se lo
había dicho a nadie.
-A propósito
¿quién es ese neurólogo?
-Lo encontré
en un listín del seguro. Parecía tener cierta experiencia en el tema de problemas
de sueño. Eugenio Navales se llama.
¿Han notado
alguna vez ese silencio alarmante que sucede a un hecho aparentemente
intrascendente y antecede a una noticia de mal agüero? Tal fue el silencio que
siguió a mi mención al neurólogo. Fue mi padre el que tomó la delantera, esta
vez, al hablar.
-¿Has dicho
“Navales”, “Doctor Navales”?
-Sí; ¿qué
ocurre?
Mi padre
suspiró mientras parecía coger impulso para regurgitar una cuestión, cuanto
menos difícil.
-Pues, no sé
cómo decirlo rápidamente. Verás, no es primera vez que vas a ver a ese Eugenio
Navales. Aunque tú no te acuerdes.
Sin duda un
golpe de efecto demoledor e imparable, una pieza más en el rompecabezas de un
sinsentido que se iba formando poco a poco.
-No entiendo
lo que quieres decir, papá.
Como bien
puede adivinarse, antes de obtener una respuesta, mis progenitores se miraron
entre sí con el rostro perfectamente clásico de dos personas copartícipes de un
secreto incómodo. Me madre volvió a tomar el relevo.
-Verás. Cuando
eras pequeño apenas podías conciliar el sueño, quizá algo no tan raro en un
bebé. Sin embargo lo tuyo era distinto, te agitabas, temblabas casi
incontroladamente. Usando los médicos de la empresa de tu pare dimos con un
neurólogo. Teníamos que hacer algo, parecías realmente enfermo. Este neurólogo,
nos aseguraron, estaba especializado en temas infantiles. Se llamaba Eugenio
Navales.
Qué pequeño es
el mundo, aunque sea largo el tiempo. De modo que ya me había encontrado con
este sujeto antes. Una conjetura se me vino a la cabeza y a la lengua:
-Han pasado
más de treinta años y parecéis haber reconocido el nombre enseguida. ¿Por qué
lo recordáis tan bien? ¿Qué pasó?
Pausa valorativa;
respuesta difícil.
-Te trató, y
digamos que el tratamiento fue… desconcertante.
-¿Por qué?
-No era usual.
Fuimos varias sesiones y… es extraño, lo sé, pero te sometía a una especie de
hipnosis. Después de unas cuantas sesiones es verdad que… mejoraste. No
obstante, pasaste a estar aletargado gran parte del día. Justo el extremo
contrario. Nos asustamos mucho.
Más pregunta,
lógicas sin duda, me apremiaban.
-¿Y por qué
nunca he sabido nada de esto? Parece algo grave, y sin embargo yo no tenía
noticia.
Mi padre
volvió a tomar el relevo en la conversación.
-Eso viene por
los consejos del siguiente neurólogo; obviamente cambiamos de especialista. Con
el nuevo neurólogo nos fue mucho mejor. Recurrió a la farmacopea y mejoraste.
Y, sin embargo, nunca supimos a ciencia cierta que te ocurrió. Era como si tuvieras
la mente ida, a merced de algo. La mente de un niño de tres años. En cualquier
caso, nos aconsejó esquivar el tema en los años siguientes. Después, según él,
si lo considerábamos apropiado podríamos hablar contigo de ello. Sin embargo…
No sé, no lo vimos claro. Nunca has vuelto a recaer y tuvimos miedo de
comentarte todo este… proceso.
Esta vez la
pausa sabía a decepción, a enigmas y errores pasados que se entrelazaban,
paralizándonos.
-Bueno, papá y
mamá. Todos nos hemos ocultado cosas importantes. Ahora no sé exactamente qué
hacer. Realmente no tengo ni idea.
-Creo que tu
padre tú y yo, ahora somos nos sentimos más acompañados. De momento te
aconsejaría dejar de ver al doctor Navales.
-Creo que es
muy acertado.
-Y además,
hijo, quizá ahora no sea el momento de estar solo. Puedes dormir aquí unas
cuantas noches si quieres.
Sin muchas
fuerzas, me limité a asentir sin ni tan siquiera emitir ningún sonido.
Refugiado
entre las familiares murallas de mi habitación, que no visitaba durante años,
pasé algunas noches sin muchas novedades. Hasta que hubo una. Al filo del
amanecer, siguiendo la costumbre de mi nociva dolencia, me encontré en una zona
indefinida entre el sueño y la vigilia. La Parálisis Nocturna parecía haber
estado velando armas durante toda la noche para hacerse presente tal como
acostumbraba.
La
inmovilización completa, la presión insoportable en el pecho y en la cabeza, la
sensación químicamente pura de angustia. Todo estaba allí. Mi mente, dañada
pero algo operativa, recordó las palabras del doctor Navales. Me concentré;
busqué fuerzas donde no las hay para volver la cabeza y abrir los ojos. Sin
embargo mi cuerpo parecía sufrir la presión de millones de atmósferas, y la
lucha por girar la cabeza solo aumentaba la agonía insufrible que estaba
padeciendo. Y sintiéndome más enfermó de lo que me he sentido jamás, abrasado
por un fuego que abrasa pero no consume, conseguí torcer levemente el cuello.
Entornar los
ojos hasta formar dos insignificantes medias lunas catalizó la sensación de
tener la cabeza metida en una prensa. De repente había tomado tierra en el
límite de lo humano; conseguí vislumbrar a una figura junto a mí. Arcana y
enigmática al principio, aterradoramente clara después.
La presión y el
sufrimiento atroz fueron disminuyendo hasta que pude abrir un poco más los
ojos. Puede abrirlos para vislumbrar la forma intrusa, la silueta que no
debería estar ahí, el resumen perfecto de todos mis miedos. Resulto de una
desolación agotadora ver allí al doctor Navales; allí junto a mi cama.
Proyectando, con unos ojos enrojecidos, una mirada capaz de traspasar cuerpos y
almas. Y después, nada.
Desperté en la
mitad de la madrugada, lejos todavía del amanecer. Y no estaba en mi antigua
habitación, sino en la presente, en la que vivo ahora. Dos horas después sigo
despierto sobre la cama, tratando de construir la trama de una noche, de una
vida, o de nada en absoluto.
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