miércoles, 23 de enero de 2019

El Enfermo en la Frontera


Las mañanas aunque promisorias de luz, calor y novedad se me representaban terribles; una calamidad me laceraba diariamente a unas horas casi simultáneas. Al amanecer. Yo, que a mis catorce años representaba aún menos y que de la vida sabía más bien poco, me tuve que enfrentar a un pesar extraño, a un sufrimiento cíclico.

Era el tiempo de las vacaciones de navidad, en el interregno entre nochebuena y nochevieja. El privilegio de rezongar en la cama ya abolir los horarios madrugadores se esfumaron porque a las ocho de la mañana indefectiblemente me sentía morir. ¿Alguna vez se han sentido así, como abandonando la vida? Durante un tiempo me acostaba sabiendo que a la mañana una asfixia irrefrenable me dejaría en un estado arrastrado y angustioso. Dormir sin descansar.

Digo asfixia porque era el síntoma más visible del padecimiento. En realidad también incluía una férrea inmovilidad, una fuerte presión en el pecho y en la cabeza y una angustia imbatible. Es exactamente como lo digo. Todas las mañanas me despertaba alrededor de las 08:00 después sentir todos estos atroces sufrimientos; en la frontera entre la vigilia y el sueño mi cuerpo no obedecía órdenes, yo podía pensar y discernir pero era incapaz de mover un dedo. Al mismo tiempo mi cabeza era zaherida por una presión inconcebible, propicia para reventar rocas, tronchar árboles y partirme el cráneo. El mismo tormento sufría el pecho, que además sentía avivarse alarmantemente el ritmo cardíaco. Y después, repentina, la vigilia.

Así, como residente interno de un cuerpo en trance de morir, me despertaba todas las mañanas. Se me hacía muy difícil volver a conciliar el sueño, aunque a veces alcanzaba a dormir inquieto como un pequeño y lúgubre riachuelo. Turbulento, en definitiva.

Yo, que para casi nada tenía criterio, me vi recluso de un profundo y extenso miedo. Los días se iban pensando en mis terrores oníricos y en cuál era su origen. Creía ser víctima de alguna enfermedad cardíaca o neurológica que, a la larga, acabaría conmigo. Con el tiempo estos ataques se fueron volviendo más esporádicos y compasivos, al menos me daban un respiro de semanas o meses.

Pero nunca desaparecieron del todo, y lo que tenían de ocasional lo tenían también de imprevisible. Como una maldición aleatoria y caprichosa a modo de rúbrica de mi sueño. Y aunque en ocasiones, durante estos trances, temía por mi vida jamás, llegué a decir nada. Ni siquiera a mis padres; ni siquiera a ningún amigo, ni siquiera a ningún médico.

Hace no mucho leí, en realidad leo todo lo que cae en mis manos, que hay una patología de características similares a mis “ataques”. Se llamaba Parálisis del Sueño y parecía deberse a un desajuste entre en el mecanismo de relajación muscular durante la fase REM y el mecanismo del estado de alerta. Éste último se activa, pero la relajación muscular continúa.

Como todos los miedos antiguos y provenientes de casi de la niñez, el mío se revolvió indómito, lacerando mi serenidad y quién sabe si no mi cabeza. Volví a las andadas. Consideré entonces ir al médico, a un neurólogo, y preguntar si esa patología (que no parecía peligrosa) podría ser el motivo de mis monstruosos ataques.

Es difícil olvidar al doctor Eugenio Navales, neurólogo. Su cara inducía temor como si fuera portador de una sabiduría antigua y tenebrosa. Su cara era alargada, inconfundiblemente oblonga, su mirada intensa y fija (el tiempo entre parpadeo y parpadeo era intolerablemente alto), sus cejas quebradas como un tejado a dos aguas y, como colofón, una perilla breve y puntiaguda. Siguió mi explicación con atención cataléptica; tras acabar parecía respirar por primera vez en minutos, finalmente reaccionó hablando.

-¿Cuándo sufre esos accesos de angustia siente que hay alguien más contigo?

No terminé de comprender a santo de qué venía esa pregunta, si era un síntoma común o en realidad era una especie de advertencia.

-No, bueno; no sé. Siento una presión enorme pero creo que no me toca nadie. Y aparte de un rumor extraño tampoco oigo mucho. Es una sensación de aislamiento.

El doctor Navales me observaba con una fijeza escalofriante mientras parecía querer dilatar el silencio todo lo posible de una manera sádica e inexplicable. Cuando lanzó la respuesta lo hizo como si arrojara un venablo.

-¿Presión, dice? ¿En cualquier parte del cuerpo o en alguna en concreto?

-Errr… particularmente en la cabeza, pero todo el cuerpo se resiente.

Sin duda aquel médico, cada vez más siniestro, parecía estar retrocediendo para poder asestar un golpe moral cada vez más significativo.

-¿Sabe a qué se solía atribuir la idea de la Parálisis Nocturna antiguamente?

Recité la obvia respuesta negativa y dejé temerosamente seguir al doctor Navales.

-Deje que le enseñe algo.

Acto seguido el galeno se levantó con paso sereno e inexpresivo y cogió de una estantería cercana un libro que, al acercármelo, resulto ser un ejemplar bastante ajado. Navales lo apoyó en la mesa y lo abrió hacia la mitad; posteriormente me lo entregó mientras señalaba con el dedo una fotografía.

-Por favor vea esta ilustración y lea el párrafo que hay debajo.

Mi curiosidad se impuso con alguna dificultad a la extravagante situación y, de ese modo, me acerqué para observar una especie de grabado bastante antiguo. La escena que representaba era absolutamente grotesca. Tumbado en una cama, inmóvil pero (seguramente) con vida un hombre estaba siendo hostigado por una figura monstruosa, deforme en casi todos los sentidos de la palabra. Aparte de un semblante y un cuerpo pavoroso, este ser estaba dotado de un par de alas y lo que parecía ser un par de cuernos. No había duda de que la figura era un demonio. Esta criatura, en el grabado, estaba presionando con sus manos la cabeza y el pecho del infortunado durmiente. El doctor Navales entendió a la perfección la mirada interrogativa que le lancé y comenzó una especie de explicación.

-Usted ha descrito muy bien el concepto actual de lo que es la “Parálisis del Sueño”, sin embargo hasta hace un siglo o dos la explicación era muy otra. Se creía que lo que causaba ese trance y su inaguantable sensación era la presencia de un súcubo o un íncubo. ¿Sabe usted a qué me refiero?

Cada vez más perplejo, me costó encontrar el raciocinio suficiente para responder.

-Son un tipo de… ¿demonios?

-Sí; algo así. El súcubo es una entidad femenina y el íncubo es una entidad masculina, normalmente se aparecen a sus “víctimas” mientras sueñan. Pues bien; durante mucho tiempo, cuando alguien sufría de este fenómeno solía buscarse la explicación de que o bien un súcubo o un íncubo estaba atormentándolo. ¿Usted qué opina?

-¿Qué opino…? Era una superstición, no cabe duda. No tiene sentido científicamente. Un disparate, vaya.

-Sin duda; incluso usted antes de venir aquí ya se había documentado admirablemente. Pero las supersticiones dicen muchas cosas de las que suponemos, en realidad no dejan de ser formas simbólicas de nuestros miedos más profundos. De nuestros demonios.

-Creo que no acabo de entender.

Y tanto que así era. De repente nos habíamos sumergido en un principio de conversación antropológica sobre la significación de las supersticiones. Por no mencionar la docilidad del doctor Navales ante las representaciones escasamente racionales.

-No se preocupe, no es necesario. A veces estas cosas suceden en épocas de estrés o de gran presión. En cualquier caso le puedo recetar unas pastillas, nada fuerte, para relajarse antes de dormir. Sin embargo yo le aconsejaría algo adicional.

-Usted dirá.

-Si alguna vez vuelve a tener este tipo de parálisis, pruebe a hacer esto. Mientras esté en pleno ataque, cuando no pueda mover, concéntrese todo lo que pueda en intentar mover ligeramente el cuello y abrir los ojos. Hasta que pueda tener una, aunque sea breve, perspectiva de lo que tiene alrededor.

-¿Con qué  finalidad?
-Sencillamente cerciórese de que está solo, de que no hay nada a su alrededor atosigándole  o causándole la presión que usted refiere.

-¿Trata de convencerme de que un súcubo es lo que causa estos ataques?

-En absoluto; no es esa mi labor. Es usted quien tiene que convencerse de lo quiera que le éste pasando.


 Mi regreso a casa fue tenso y, figuradamente, casi irreal. Después de ir con la esperanza de respuesta, te encuentras con enigma aún mayor y mucho más irracional de lo era. Decidí acercarme a casa de mis padres, impelido por un extremo sentimiento de fragilidad que necesitaba ser curado con una confesión. Mis padres jamás supieron nada de todo esto y ahora, en estas circunstancias, se me hacía preciso su consejo.

No fue fácil, y mucho menos corto, explicar toda la historia de la dolencia que tan largamente había ocultado. Interrupciones varias, rostros cariacontecidos, incredulidad, condescendencia y, finalmente, comprensión. Mi madre, siempre más resuelta, seguía explorando con preguntas.

-Sigo sin entender por qué ni siquiera has mencionado en alguna ocasión. Sobre todo viendo que lo pasabas tan mal.

-Era algo muy íntimo, mamá. Era, y es, alguno difícil de explicar. Ni siquiera yo entiendo muy bien lo que ocurre. Incluso es… un tanto ridículo.

-Lo ridículo es haber pasado por eso tú sólo. ¿No confiabas en nosotros?
-No confiaba en nadie; hasta que hoy se lo he comentado a ese neurólogo tarado, no se lo había dicho a nadie.

-A propósito ¿quién es ese neurólogo?

-Lo encontré en un listín del seguro. Parecía tener cierta experiencia en el tema de problemas de sueño. Eugenio Navales se llama.
¿Han notado alguna vez ese silencio alarmante que sucede a un hecho aparentemente intrascendente y antecede a una noticia de mal agüero? Tal fue el silencio que siguió a mi mención al neurólogo. Fue mi padre el que tomó la delantera, esta vez, al hablar.

-¿Has dicho “Navales”, “Doctor Navales”?

-Sí; ¿qué ocurre?
Mi padre suspiró mientras parecía coger impulso para regurgitar una cuestión, cuanto menos difícil.

-Pues, no sé cómo decirlo rápidamente. Verás, no es primera vez que vas a ver a ese Eugenio Navales. Aunque tú no te acuerdes.
Sin duda un golpe de efecto demoledor e imparable, una pieza más en el rompecabezas de un sinsentido que se iba formando poco a poco.

-No entiendo lo que quieres decir, papá.

Como bien puede adivinarse, antes de obtener una respuesta, mis progenitores se miraron entre sí con el rostro perfectamente clásico de dos personas copartícipes de un secreto incómodo. Me madre volvió a tomar el relevo.

-Verás. Cuando eras pequeño apenas podías conciliar el sueño, quizá algo no tan raro en un bebé. Sin embargo lo tuyo era distinto, te agitabas, temblabas casi incontroladamente. Usando los médicos de la empresa de tu pare dimos con un neurólogo. Teníamos que hacer algo, parecías realmente enfermo. Este neurólogo, nos aseguraron, estaba especializado en temas infantiles. Se llamaba Eugenio Navales.

Qué pequeño es el mundo, aunque sea largo el tiempo. De modo que ya me había encontrado con este sujeto antes. Una conjetura se me vino a la cabeza y a la lengua:

-Han pasado más de treinta años y parecéis haber reconocido el nombre enseguida. ¿Por qué lo recordáis tan bien? ¿Qué pasó?

Pausa valorativa; respuesta difícil.

-Te trató, y digamos que el tratamiento fue… desconcertante.

-¿Por qué?

-No era usual. Fuimos varias sesiones y… es extraño, lo sé, pero te sometía a una especie de hipnosis. Después de unas cuantas sesiones es verdad que… mejoraste. No obstante, pasaste a estar aletargado gran parte del día. Justo el extremo contrario. Nos asustamos mucho.
Más pregunta, lógicas sin duda, me apremiaban.

-¿Y por qué nunca he sabido nada de esto? Parece algo grave, y sin embargo yo no tenía noticia.

Mi padre volvió a tomar el relevo en la conversación.

-Eso viene por los consejos del siguiente neurólogo; obviamente cambiamos de especialista. Con el nuevo neurólogo nos fue mucho mejor. Recurrió a la farmacopea y mejoraste. Y, sin embargo, nunca supimos a ciencia cierta que te ocurrió. Era como si tuvieras la mente ida, a merced de algo. La mente de un niño de tres años. En cualquier caso, nos aconsejó esquivar el tema en los años siguientes. Después, según él, si lo considerábamos apropiado podríamos hablar contigo de ello. Sin embargo… No sé, no lo vimos claro. Nunca has vuelto a recaer y tuvimos miedo de comentarte todo este… proceso.

Esta vez la pausa sabía a decepción, a enigmas y errores pasados que se entrelazaban, paralizándonos.
-Bueno, papá y mamá. Todos nos hemos ocultado cosas importantes. Ahora no sé exactamente qué hacer. Realmente no tengo ni idea.

-Creo que tu padre tú y yo, ahora somos nos sentimos más acompañados. De momento te aconsejaría dejar de ver al doctor Navales.

-Creo que es muy acertado.

-Y además, hijo, quizá ahora no sea el momento de estar solo. Puedes dormir aquí unas cuantas noches si quieres.

Sin muchas fuerzas, me limité a asentir sin ni tan siquiera emitir ningún sonido.
Refugiado entre las familiares murallas de mi habitación, que no visitaba durante años, pasé algunas noches sin muchas novedades. Hasta que hubo una. Al filo del amanecer, siguiendo la costumbre de mi nociva dolencia, me encontré en una zona indefinida entre el sueño y la vigilia. La Parálisis Nocturna parecía haber estado velando armas durante toda la noche para hacerse presente tal como acostumbraba.

La inmovilización completa, la presión insoportable en el pecho y en la cabeza, la sensación químicamente pura de angustia. Todo estaba allí. Mi mente, dañada pero algo operativa, recordó las palabras del doctor Navales. Me concentré; busqué fuerzas donde no las hay para volver la cabeza y abrir los ojos. Sin embargo mi cuerpo parecía sufrir la presión de millones de atmósferas, y la lucha por girar la cabeza solo aumentaba la agonía insufrible que estaba padeciendo. Y sintiéndome más enfermó de lo que me he sentido jamás, abrasado por un fuego que abrasa pero no consume, conseguí torcer levemente el cuello.

Entornar los ojos hasta formar dos insignificantes medias lunas catalizó la sensación de tener la cabeza metida en una prensa. De repente había tomado tierra en el límite de lo humano; conseguí vislumbrar a una figura junto a mí. Arcana y enigmática al principio, aterradoramente clara después. 

La presión y el sufrimiento atroz fueron disminuyendo hasta que pude abrir un poco más los ojos. Puede abrirlos para vislumbrar la forma intrusa, la silueta que no debería estar ahí, el resumen perfecto de todos mis miedos. Resulto de una desolación agotadora ver allí al doctor Navales; allí junto a mi cama. Proyectando, con unos ojos enrojecidos, una mirada capaz de traspasar cuerpos y almas. Y después, nada.

Desperté en la mitad de la madrugada, lejos todavía del amanecer. Y no estaba en mi antigua habitación, sino en la presente, en la que vivo ahora. Dos horas después sigo despierto sobre la cama, tratando de construir la trama de una noche, de una vida, o de nada en absoluto.


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